La manzana de Adán… y la mujer de San Agustín (Filella)

Sigo con el tema de las mujeres de ayer y presento un precioso libro de Maria Àngels Filella, La Manzana del Paraíso ¿Y si Eva no se la hubiera comido…? , Nueva Utopía, Madrid 2006. Es un libro intenso y hermosísimo, que cuenta cuatro “historias” ejemplares de mujeres (Eva con Adán, Floria con Agustín, Eloísa con Abelardo, Clelia con Jerónimo). A través de ellas expone Filella su visón del amor y de la dignidad de la mujer, como base y sentido de todo el cristianismo. Aquí destacaremos la segunda historia: aquella en que se cuentan las relaciones de San Agustín con su mujer (Floria) a la que expulsó cuando quiso hacerse cristiano.

Cuatro historias de hombres y mujeres

Las tres primeras "historias" son muy conocidas. (a) La primera expone de un modo exegético y literario la función de Eva y sus relaciones con Adán en la historia de los orígenes (Génesis 2-3), poniendo de relieve el paso que ha llevado de Eva Madre de la Vida a Eva Pecadora. (b) La segunda evoca los amores truncados de Agustín y Floria (siglos IV-V), que pondremos de relieve en este comentario. (c) La tercera recoge la durísima historia de los amores de Abelardo y Eloísa, en el comienzo de la “gran” Edad Media cristiana (siglo XII), desde la perspectiva de Eloísa que encarna la grandeza “divina” del amor por encima de las opresiones patriarcalistas y de todas las leyes eclesiales. (d) La cuarta historia, quizá menos conocida, pero igualmente intensa y ejemplar, expone los amores del Jerónimo Podestá, obispo de Avellaneda (Argentina), recientemente fallecido, y de Clelia, su esposa fiel, superando también las normas canónicas de la iglesia.

Todas las historias tienen algo en común: evocan unas relaciones especiales de hombres y mujeres, para destacar el rechazo o sometimiento de la mujer, que ha de ponerse al servicio del varón (o que debe desaparecer para que triunfe el varón). Son historias que pueden y deben invertirse, de manera que debemos recuperar a Eva frente (o con) Adán, a Floria frente a Agustín, a Eloísa con Abelardo y a Clelia con Jerónimo. Son historias que deben escribirse de manera nueva en el futuro.

La historia de la mujer de Agustín

Se habla con frecuencia de los “pecados de juventud” de San Agustín, pero cuando se leen con atención sus Confesiones descubrimos que los pecados no son tales o, por lo menos, no son tan horribles como se ha podido pensar. Podemos llamarles errores de juventud, pasiones de crecimiento, libertades sexuales… Pero llega un momento en que Agustín, a sus 19 años, formaliza una relación afectiva con una mujer de condición social inferior, con la que convive a lo largo de doce años y con la que tiene y educa un hijo al que interpreta como “dado por Dios” (le llama Adeodato). Según el derecho romano, se trata de un verdadero matrimonio, aunque temporal; un matrimonio que ha de durar hasta que Agustín encuentre una mujer superior con la que se casará, en matrimonio entre iguales.

A lo largo de esos doce años fundamentales, en un proceso que no podría haber realizado sin la compañía incondicional de su mujer y de su hijo, Agustín va descubriendo las implicaciones de un tipo de filosofía y de un tipo cristianismo, al que, por fin, se convierte. Lógicamente, en la línea del Evangelio de Jesús, Agustín debería haber formalizado su relación con su mujer, sin abandonarla, para buscar otra mujer de condición más alta (como quería su madre, Mónica) o para quedar célibe, entre un grupo de amigos célibes (como hará al fin el mismo Agustín).


El pecado de Agustín


El verdadero pecado de Agustín no fueron sus posibles devaneos de adolescencia, ni las iniciaciones sexuales más o menos furtivas, sino el abandono de la mujer a la que había querido, la mujer que le había dado un hijo, la mujer que le amó por encima de todo, sin pedirle nada a cambio (sin quedarse con su hijo), como el mismo Agustín confiesa:

«Mientras tanto, mis pecados se multiplicaban. Cuando se retiró de mi lado aquella mujer con la cual acostumbraba dormir y a la cual estaba yo profundamente apegado, mi corazón quedó hecho trizas y chorreando sangre. Ella había regresado a África no sin antes hacerte el voto de no conocer a ningún otro hombre y dejándome un hijo natural que de mí había concebido. Y yo, infeliz, no siendo capaz de imitar a esta mujer e impaciente de la dilación, pues tenía que esperar dos años para poderme casar con la esposa prometida y, no siendo amante del matrimonio mismo, sino sólo esclavo de la sensualidad, me procuré otra mujer. No como esposa ciertamente, sino para fomentar y prolongar la enfermedad de mi alma, sirviéndome de sostén en mi mala costumbre mientras llegaba el deseado matrimonio. Pero con esta mujer no se curaba la herida causada por la separación de la primera; sino que pasada la fiebre del primero y acerbo sufrimiento, la herida se enconaba, más me dolía. Y este dolor era un dolor seco y desesperado» (Confesiones 6, 15).

Ése es el pecado, pecado gravísimo, del que Agustín no se confiesa. Es pecado de su madre Mónica, que quiere casarle con una mujer más elevada… Es pecado de Agustín que no sabe comprender el daño que está haciendo a su mujer. Es un pecado de “omisión”, el más grave, el único pecado grave de Agustín: expulsar a la mujer con la que había convivido doce años… Éste es el pecado: no haber descubierto el valor personal del matrimonio y la fidelidad respecto a su mujer. Jurídicamente, según el derecho romano, Agustín tenía el derecho de “expulsar” a su primera mujer. Cristianamente tenía la “obligación” de haberla querido aún más.

¡Pobre Agustín! Podías haber sido más rico!

Ciertamente, no podemos juzgar a Agustín con nuestros criterios morales. Más aún, podemos y debemos reconocer los valores de su mente poderosa y así verle como el primero de los europeos, en el sentido más profundo del término, un hombre de interioridad desbordante, maestro de todos los pensadores de Europa (¡el que actualmente sría un africano!). Pero el gran san Agustín podría haber sido muchísimo mayor si hubiera compartido su confesión y camino con Floria, siendo cristiano con ella, llegando a ser de esa manera ejemplo de evangelio.
Nos ha quedado un san Agustín genial, pero ambiguo. Un San Agustín testigo del amor de Dios y de los miedos de la historia, pero ciego ante algunos de los valores fundamentales de la gracia de Dios en el despliegue de la vida. Revisar la herencia de Agustín es una de las tareas básicas del cristianismo moderno, tanto del católico como del protestante. Un Agustín obispo casado de Hipona, testigo de Dios con su esposa querida, hubiera sido un maestro ejemplar de todo el cristianismo posterior. Pero, en esa línea, en su relación con Floria, Agustín no fué cristiano. Quizá fue platónico, quizá maniqueo, quizá un reprimido... pero no fue cristiano. En su radicalidad afectiva, Agustín ha sido y sigue siendo un híbrido ejemplar (pero quizá pelgroso).
No estoy negando con esto el valor del celibato, ni el enorme influjo de Agustín en la visión de la vida religiosa como "comunión de amigos...". Pero, por su situación y por su historia, Agustín estaba llamado a ser ejemplo de matrimonio cristiano (o, quizá mejor, de matrimonio episcopal, porque no imagino a un Agustín que no hubiera sido obispo).

El libro de Filella

El primero que me enseñó a leer a San Agustín de esta manera fue mi amigo y profesor Antonio Vázquez, catedrático de Psicología en la Universidad Pontificia de Salamanca, que no se cansaba de repetir el “fallo radical” de la conversión de Agustín: nunca se hizo de verdad cristiana, a pesar de todos sus valores; un hombre como él tenía que haberse adelantado a los tiempos, retomando los valores del evangelio. Por eso tenemos que liberarnos de una lectura parcial de sus obras.
La segunda persona que me ha enseñado a recuperar a Agustín, lo que podía haber sido Agustín si hubiera amado de verdad a Floria y se hubiera casado con ella, ha sido Filella, en el capítulo segundo de este precioso libro. Por eso he querido escribir este post recordando su libro. Quizá otro día expondré el tema de Eloísa y Abelardo o el de Podestá (con cuyo secretario viví unos meses). Hoy me he fijado en el capítulo sobre Agustín y Floria. Sólo este capítulo vale más que mil libros.

Apéndice: Gaarder, un capítulo de la Vita Brevis.

Filella ha tomado como punto de partida la novela histórica de J. Gaarder, Vita Brevis (Siruela, Madrid 1997), donde el autor de El Mundo de Sofía ha puesto de relieve las implicaciones y sentido de la ruptura matrimonial de San Agustín.

J. Gaarder supone que, buscando entre los manuscritos de una librería de viejo de Buenos Aires, encontró una versión tardía de la carta que Melania Floria habría escrito a Agustín, después de haber sido despedido. Los lectores interesados harán bien en leer ante todo las Confesiones de San Agustín y después el libro de Filella. También pueden leer la novela de Gaarder. Para “abrir el apetito” les ofrezco aquí unas páginas de ella. Sitúense en el tema: Floria, la despedida, escriba a Agustín, ya obispo, después de haber leído sus Confesiones. Éste es el texto, tomado del cap. IX:

«De regreso a África llegasteis a Ostia Tiberina. Allí Mónica y tú conversabais «solos los dos, con gran dulzura», buscando «cómo sería la vida eterna de los santos». Llegasteis a la conclusión de que «frente al gozo de aquella vida, el placer de los sentidos carnales, por grande que sea y aunque esté revestido del máximo brillo corporal, no tiene punto de compa¬ración y ni siquiera es digno de que se le mencione» (Cof. IX ,10).
Tendrás que perdonarme, honorable obispo, pero soy ya una mujer erudita. Me siento, pues, humildemente obligada a insinuar que todo esto parece un conjuro. Imagina si estuvieras equivocado precisamente en punto tan decisivo. En ese caso habrías dado la palma a Epicuro, como dijiste cuando aún estábamos juntos. Me inclino a pensar que Adeodato y tú habríais vuelto a Cartago inmediatamente. Así no habrías tenido elección, también tú habrías tenido que vivir como un hombre aquí y ahora, y creo que habrías tenido amor terrenal suficiente incluso para compartir conmigo y otros más.
La vida es tan breve (vita brevis) que no podemos emitir juicio de culpabilidad alguno sobre el amor. Primero debemos vivir, Aurelio, luego podremos filosofar.Mas no nos olvidemos de Mónica. En Ostia cayó en cama con fiebres. Y tú oíste más tarde que ella, «con maternal confianza», habló con unos amigos tuyos «sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte» (Conf. IX, 11)
Ella era una persona piadosa, quiero decir que supo despreciar esta vida. No obstante, me siento obligada a añadir que tal vez eso equivalga a despreciar la obra de la creación divina, ya que ignoramos si Dios nos ha creado algún otro mundo. Me doy cuenta de que empiezo a repetirme, quizá contaminada por esas tantas veces que tú te repites en tus confesiones, honorable obispo. En mi opinión no es más que soberbia el rechazar esta vida, con todos sus placeres terrenales, en favor de una existencia que quizá no sea más que una abstracción. Supongo que no habrás olvidado la crítica de Aristóteles al mundo de las Ideas.
La vida es tan breve, Aurelio, que tenemos derecho a albergar la esperanza de que exista una vida después de ésta. Pero no tenemos obligación de maltratarnos como si esta vida que tenemos fuese un instrumento para alcanzar una existencia de la que nada sabemos. Existe además otra cuestión sobre la que no meditas en ningu¬no de tus libros. En calidad de rétor imperial, deberías haberte planteado la posibilidad de que exista una vida eterna para determinadas almas, pero con un criterio de salvación distinto al que tú pareces dar por establecido. En mi opinión, cultivar el amor carnal con la mujer amada no es necesariamente un pecado mayor que separar a esa mujer de su único hijo. Yo disfruto pensando que ese Dios que creó Cielo y Tierra es el mismo Dios que creó a Venus. ¿Recuerdas cuando yo estaba encinta, o la época en que amamantaba al pequeño Adeodato? Incluso entonces te atrevías a tocarme, y no buscabas a ninguna otra. ¿Fue ésa la época en que más lejos estabas de Dios?...
Mónica murió al noveno día de su enfermedad, cuando ella tenía cincuenta y seis años y yo treinta y tres, fue en¬tonces cuando «aquella alma fiel y piadosa quedó liberada de su cuerpo» (Conf. IX, 11). Luego añades: «Al rendir ella el último suspiro, mi hijo Adeodato rompió a llorar a gritos». Pero tú pensabas «que no era decoroso celebrar aquel entierro entre gemidos y sollozos con los que muchas veces se suele lamentar la miseria de los que mueren o su total extinción. Mi madre, ni moría miserablemente ni moría del todo» (Conf. IX, 12).
¡Que descanse en paz, obispo! No ocultas que tú también sufriste, que sufriste mucho, y que en cuanto te quedabas solo dabas rienda suelta a tus lágrimas; aunque también te avergüenzas de haber derramado lágrimas por tu madre, ya que podía interpretarse como si aún tuvieras sentimientos terrenales….»
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