Los obispos: ¿quiénes son y de donde vienen?

Están reunidos los obispos de la Iglesia Católica Española están reunidos en Madrid y son noticia en toda la prensa. Con ese motivo voy a tratar de su origen y función, en el comienzo de la Iglesia. Al principio no los hubo y por eso no parece que sean necesarios, por derecho divino, como algunos dicen.

Pero, de hecho, en un momento dado dado, unos cien años después de Jesús, ellos surgieron y se consolidaron como autoridad central de la Iglesia.

Ahí están, han durado hasta hoy, son importantes. Quizá puede y debe cambiar su nombramiento y función, su figura y su tarea de evangelio (como muchos pensamos) pero, hoy por hoy, son figuras centrales de la Iglesia. De su origen y sentido trata este post, tomado del Diccionario de las Tres Religiones, que he preparado con A. Aya y que saldrá a la luz dentro de unos meses en Ediciones del Verbo Divino. Lamento haber presentado sólo el aspecto "masculino" del tema, aunque quiera que mi lenguaje se entendiera en sentido "inclusivo". Buen día a todos y buen nombramiento del Secretario y Portavoz de los Obispos Españoles. (En las imágenes, varios obispos, con Rouco (derecha) y Camino, presidente y secretario de la CEE)

Obispos

La palabra obispo deriva del griego episkopos, que significa literalmente “super-visor”, es decir vigilante: aquel que mira por la buena marcha de una tarea organización o tarea. El oficio de obispo tiene, en principio, un carácter profano, pero puede recibir un sentido religioso allí donde se aplica a personas que protegen a otras, cuidándose de ellas. En el Nuevo Testamento aparece pocas veces (Hech 20, 28; Flp 1, 1; 1 Tim 3, 2 y Tito 1, 7) y no tiene todavía el sentido técnico que recibirá más tarde, a partir de la segunda mitad del II, en las iglesias cristianas. No es claro el origen y sentido de ese término en la Iglesia: algunos dicen que proviene de los supervisores del templo de Jerusalén o de la comunidad de Qumrán, conservando, por tanto un sentido judío; otros, en cambio, afirman que ha surgido del mundo helenista, profano, y que significa simplemente supervisor o patrono de un grupo de creyentes. Sea como fuere, el término u “oficio” de obispo ha terminado siendo esencial (o, el menos, muy importante) dentro de las iglesias tradicionales.

1. Sobre los orígenes del término y oficio.

Algunos lo vinculan a la Iglesia primitiva de Jerusalén, con → Santiago. Parece que tras la marcha de Pedro y la disolución de los Doce, la iglesia se organizó por un tiempo (43-62 d. C.) bajo el liderazgo monárquico de Santiago, hermano del Señor, a quien la tradición presentará como primer obispo de Jerusalén. Este apelativo (obispo, supervisor o vigilante) puede resultar anacrónico (el episcopado en cuanto tal surgirá más tarde). Además, Santiago no ha sido un simple "supervisor" al servicio de una iglesia de la que ha recibido autoridad (a través de una elección y/o imposición de manos), sino un testigo privilegiado de la pascua de Jesús (cf. 1 Cor 15, 7). Pero en la base de su función podría hallarse la figura del mebaqqer o inspector, que aparece en Qumrán como encargado de la distribución de bienes y el orden comunitario (cf. CD 13, 7-9; 14, 8-14). Así podríamos presentarle como un esenio mesiánico, rodeado de presbíteros. Podemos suponer que él y su grupo aceptaban el carácter mesiánico de Jesús, en una línea de fidelidad sacral de tipo intra-judío.

En una línea algo distinta aparecen en la carta a los fieles de Filipos (Flp 1, 1) los obispos y diáconos (episkopoi kai diakonoi), como figuras destacadas de la comunidad, fundada por Pablo, sobre modelos al parecer helenistas. Los obispos (episcopoi, supervisores) y los diáconos (diakonoi, servidores), ambos en plural, serían los responsables del orden comunitario. No se sabe bien si son grupos distintos o si forman un mismo grupo dirigente. No guardan un orden jerárquico, en el sentido que tendrán más tarde, desde finales del siglo II. No sabemos si Pablo los ha establecido o si surgieron por sí mismos; lo cierto es que actúan, y están encargados de ciertos servicios comunitarios. En esa línea avanzan los obispos de las cartas pastorales, que aparecen vinculados a los “presbíteros o ancianos” de la comunidad. «Quien aspira al episcopado, hermosa tarea desea. Pues el obispo debe ser irreprochable, marido de una mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospitalario, capaz de enseñar, no bebedor ni pendenciero, sino amable, no contencioso, no avaricioso, buen gobernante de su casa, con hijos sumisos en toda dignidad, pues si no sabe presidir su propia casa ¿cómo cuidará la Iglesia de Dios? No sea neófito: no se envanezca y caiga en condena del diablo. Tenga buena reputación entre los de fuera, para que no caiga en descrédito y lazo del diablo» (1 Tim 3, 1-7).

Parece que en cada comunidad hay un obispo o funcionario especial, encargado de la supervisión eclesial, como padre de familia del conjunto de los fieles. Él preside, enseña y representa a los cristianos. Da la impresión de que ese supervisor forma parte de un grupo de ancianos (cf. 1 Tim 5, 17-19) que dirigen la comunidad, al modo de los ancianos de las comunidades judías. En ese contexto se sitúa el discurso de Pablo a los ancianos de Éfeso (cf. Hech 20, 17) , reunidos en Mileto: “Tened cuidado por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha puesto como obispos, para pastorear la iglesia del Señor, la cual adquirió para sí mediante su propia sangre” (Hech 20, 28). Pablo se dirige a los “ancianos” de la comunidad, pero de manera significativa les llama obispos (vigilantes o supervisores). Al unir esas palabras (pastores, presbíteros, obispos), el autor del libro de los Hechos ha querido evocar y unificar el vocabulario y praxis de las comunidades paulinas de su tiempo: unas pueden estar dirigidas por un colegio de presbíteros, otras por obispos (monárquicos o colegiados); en otras se habla de pastores. Es posible que esos términos resulten todavía intercambiables: los que dirigen las iglesias son presbíteros-ancianos, obispos, pastores… Por eso, el texto recoge los diversos lenguajes. Probablemente, los ministerios no se encuentran fijados. Pero es evidente que la iglesia establecida (como rebaño propio, como grupo de creyentes) necesita cierta organización con unos dirigentes.

El lenguaje y contenido del pasaje es de los últimos decenios del I d. C, cercano al de las Cartas Pastorales (a Timoteo y Tiro). El Pablo histórico no hablaba de presbíteros (garantes de la tradición), sino de apóstoles y profetas, maestros y carismáticos, varones o mujeres. Pero después, quizá por influjo de la iglesia judeocristiana de Jerusalén (con su consejo rector de presbíteros), por presión cultural del entorno y por necesidad de mantener la unidad cristiana, las iglesias de herencia paulina crearon esta institución patriarcal de obispos. El texto de Hech 14, 23 los había presentado como garantes de la continuidad cristiana y en esa línea avanza nuestro texto: para asegurar el funcionamiento de sus iglesias en Asia (en todo oriente), Pablo ha confiado su herencia doctrinal y eclesial a un cuerpo de presbíteros. Ellos son guardianes: no creadores de comunidades, sino pastores de un rebaño ya constituido. Pasamos así del ministerio fundante (apóstoles, profetas) al de mantenimiento, que ratifica y guarda lo fundado. Son guardianes discutidos, pues frente a los buenos pastores hallamos "lobos rapaces", que destruyen el rebaño. El riesgo no viene de fuera (legalismo judío, persecución), sino de las mismas disputas de sus "vigilantes". Siendo necesarios, los ministros constituyen un peligro para la iglesia. Por ahora es difícil precisar sus funciones. No sabemos si actúan como poder colegiado o si algunos han recibido una función individual de vigilancia (como los obispos posteriores). Tampoco sabemos cómo se eligen: Hech 14, 23 parece suponer que los nombran los apóstoles, nuestro pasaje que han sido elegidos por las comunidades. Pero el modo es secundario. Lo que importa es la tarea que ejercen: para mantener el legado eclesial, en tiempos de crisis, las iglesias han nombrado equipos de ancianos, con autoridad de vigilancia (pastoreo) sobre los creyentes. No son

2. Visión jerárquica de los obispos. Ignacio de Antioquía.


Pasados unos años, en torno al 130 d. C., Ignacio de Antioquía, que se presenta como obispo de la Iglesia de Siria, quiere establecer o promover en Asia Menor y en diversas iglesias (aunque no en Roma) una organización jerárquica, presidida por el obispo. Su modelo de institución clerical, jerárquica, en tres planos (obispo, presbíteros, diáconos), ha terminado triunfando, decenios más tarde, en el conjunto de las iglesias: «Estáis tan armonizados con el Obispo, como la iglesia con Jesucristo y Jesucristo con el Padre, a fin de que todo suene al unísono (A los Efesios 5, 1). Como el Señor no hizo nada sin el Padre, ni por sí, ni por sus apóstoles, así vosotros nada hagáis sin contar con el Obispo y los presbíteros (A los Magnesios 7, 1). Someteos al Obispo y unos a los otros, como Jesucristo al Padre según la carne, y los apóstoles a Cristo y al Padre y al Espíritu, para unidad corporal y espiritual (Id 13, 2). Sean uno con el Obispo, los presbíteros y diáconos, constituidos según el sentir de Jesucristo, a quienes (Dios) afianzó firmemente, según su propia voluntad, por el Espíritu Santo» (A los Filipenses, Saludo).

Ignacio es un místico de la unión con Cristo (enamorado de la muerte entendida como vinculación a Jesús) y de la unidad eclesial (enamorado de la eclesial, entendida en claves jerárquicas, bajo la presidencia de un obispo, con un colegio de presbíteros y un grupo de diáconos o servidores). Ignacio ha recogido diversas tendencias de la teología y vida cristiana precedente: son claros los influjos de Pablo, de Juan y de Matero y quizá del mismo Lucas. Pero él piensa que la herencia de Jesús corre el riesgo de perderse, a causa de disputas y tendencias gnostizantes; así propone un principio de unidad y autoridad fuerte para la Iglesia, tanto en plano social (vinculación de los cristianos entre sí), como místico (unión con Cristo). El centro de su preocupación no es la expansión del mensaje (como en las Pastorales, donde el presbítero/obispo era servidor de la Palabra), ni el orden jerárquico y la obediencia legal (como en Clemente), sino la experiencia de unidad con Dios (con Cristo), vivida a través de la vinculación eclesial. Así busca el surgimiento de una jerarquía entendida como principio sagrado de unidad.

Es difícil saber si Ignacio describe la estructura episcopal que ya existe (parece estar surgiendo en Antioquía y Esmirna un episcopado monárquico) o si está queriendo evocarla y crearla de algún modo con sus cartas, pues en Roma no existía obispo monárquico estricto (cf. Ignacio, Rom, Inscriptio). Lo cierto es que él defiende una estructura episcopal (unida a la presbiteral y diaconal) y que su propuesta ha triunfado: frente a la gnosis individualista destaca Ignacio la visibilidad social de la iglesia, centrada en el obispo. El mensaje de Reino de Dios (propio de Jesús) y el canto a la libertad mesiánica (propio de Pablo) queda en un segundo plano. Al centro pasa la unidad con el Cristo pascual, expresada por la jerarquía de la iglesia

La aportación de Ignacio no es la unificación de la iglesia en torno al obispo, sino su justificación mística (jerárquica). Parece que, apoyándose en su propia experiencia y descubriendo la unidad eclesial como signo de la unión con Dios, Ignacio se ha sentido obligado a interpretar al obispo como signo sagrado. Quizá podamos distinguir dos elementos. (a) Ignacio ha destacado la unidad mística de la iglesia, entendida no sólo como experiencia mesiánica, sino también como un signo de la revelación unitaria de Dios. (b) La mediación episcopal, como forma privilegiada de crear esa unidad, dentro de una visión jerárquica de la realidad. Es evidente que ambos elementos pueden distinguirse: muchos textos básicos del Nuevo Testamento (cf. Efesios, Ev. de Juan) han destacado la unidad eclesial, pero sin apelar a la mediación del obispo y/o de la jerarquía.

Desde esa perspectiva queremos destacar algunas novedades de la visión de Ignacio. (a) Nivel social. La institución del episcopado monárquico es lógica, pues a medida que la iglesia se amplía resultan más difíciles de coordinar las funciones de los presbíteros y diáconos y la de un obispo (vigilante), sea o no presbítero, que debe asumir la dirección de la comunidad. Al principio puede tratarse de una dirección delegada, temporal... Luego se convierte en dirección permanente. (b) ¿Nivel cristiano? Para fundar la autoridad del obispo con sus presbíteros y diáconos Ignacio no apela a la historia de Jesús ni a la práctica de los apóstoles (en contra de la carta de Clemente, un poco anterior), ni acude a la tradición anterior. Eso nos permite suponer que está introduciendo algo nuevo en la iglesia. (c) Nivel místico. La falta de argumento histórico queda suplida por argumentos místicos (trinitario), que varían de unas cartas a otras. Es posible que Ignacio no tenga todavía una visión unitaria de la función del episcopado y por eso puede apelar a varios símbolos divinos, entre los cuales el más importante es este: como Dios es uno y Padre, así el obispo es uno y padre de la comunidad. (d) Jerarquía sagrada. La visión de Ignacio puede vincularse a la carta de Clemente (1 Clem), de manera que ambos textos se han utilizado para fundar la unidad jerárquica de la iglesia, vinculada a la celebración. Según el evangelio, Dios se revela en la unidad de los hermanos o comunidad de amor. Ignacio le concibe como autoridad sagrada. Por eso, más que servicios en favor de la comunidad, los ministerios aparecen como revelación de Dios, jerarquía originaria.

Ignacio ha empezado siendo una voz solitaria, pero a partir de él se ha puesto en marcha un movimiento que se irá extendiendo por la cristiandad: la figura del obispo jerárquico no es simplemente el efecto de una conveniencia eclesial (unificación de la comunidad), sino expresión de una mística de unidad y sometimiento. La obediencia se vuelve así un gesto religioso en el sentido estricto de la palabra: cristianos son aquellos que forman unidad, sometiéndose al obispo. Lo que Jesús había presentado como camino de liberación, abierto a los necesitados, se transforma en experiencia de la unidad sacral de los fieles, en torno al obispo. Ciertamente, aquí hay comunión, pero no comunión dialogal, en diálogo de amor mutuo y libertad creadora, sino de obediencia mística. La iglesia corre el riesgo de convertirse en un sistema espiritual, administrado en nombre de Jesús por sus jerarcas. La experiencia mesiánica de libertad queda en un segundo plano y y se pierde el diálogo directo entre los creyentes, viniendo a triunfar en su lugar un sistema sacral cristiano.

3. Episcopado y modelos de organización eclesial.

En principio, el movimiento de Jesús no era jerárquico, sino mesiánico. Pero las diversas iglesias cristianas se unificaron, a través de dos impulsos vinculados: el canon del → Nuevo Testamento y el episcopado, como elemento clave del “clero jerárquico”. El surgimiento del clero marcará toda la vida cristiana posterior. Por un lado surgieron los obispos (con los presbíteros y diáconos varones) que se elevaban sobre el resto de los fieles; de esa forma, la iglesia, que había nacido del Reino para los pobres, se convirtió en institución de poder sagrado, que podía estar y estaba muchas veces al servicio de los pobres, pero situándose en un plano más alto. Por otro lado quedó el pueblo, formado ahora por laicos es decir, cristianos pasivos, que escuchan la palabra y reciben los sacramentos que les ofrece el clero, al que sostienen con sus aportaciones económicas.

Ésta es la paradoja: los cristianos rechazaron el carácter religioso de la jerarquía del Imperio romano, siendo perseguidos por ello. Pero, al mismo tiempo, ellos se refundaron y acabaron asumiendo muchos rasgos de ese imperio, hasta sustituirlo. En este contexto hablamos de una «inculturación jerárquica» (judía, helenista y romana) de la iglesia En el momento anterior (en la primera mitad del siglo II d. C.), las diversas iglesias habían desarrollado y mantenían distintas formas de organización, más comunitaria (en la línea del evangelio de Mateo), más aristocrática (gobierno de presbíteros) o más monárquica (con un obispo-presidente a la cabeza), como en algunos comunidades de Siria, que habían ido introduciendo la figura un Obispo o supervisor sobre el consejo de presbíteros. Pero sólo en la segunda mitad siglo del II, asumiendo quizá sin proponerlo movimiento común, y dialogando entre sí, casi todas las iglesias de imperio (helenistas, latinas) asumieron una estructura monárquica o episcopal, que ha durado hasta hoy. De esa forma, ellas se alejaron del judaísmo rabínico, que siguió manteniendo un gobierno colegiado, sin obispos o “monarcas” religiosos y, sobre todo, superaron el riesgo de un tipo de gnosis, que tendía a convertir el cristianismo en una pura experiencia de identidad interior.

Precisemos el tema. A mediados del siglo II d. C. no existía todavía una norma unitaria, ni separación de clero (instancia sacerdotal) y laicado o pueblo. Los ministerios, de diversos tipos, se insertaban dentro de la misma comunión eclesial, formando parte de ella. Pero después fue triunfando un modelo de obediencia sagrada, donde la sumisión a la autoridad apareció como valor sacral.
(a) Seguía habiendo un modelo de autoridad comunitaria: la iglesia es lugar de diálogo en amor, en la línea de Hech 15, Mt 18 y Jn 15, 15. Ciertamente, hay mediaciones ministeriales (profetas y maestros, iluminados y apóstoles, presbíteros y obispos), pero ella se define como institución de hermanos que comparten la vida en veneración a Jesús y servicio mutuo (como muestra un libro clave, llamado la Didajé o Doctrina de los Apóstoles).
(b) Siguió y se fue expandiendo, sobre todo en contexto judeocristiano, un modelo presbiteral: representantes de la comunidad son los "ancianos", que forman un consejo directivo. Ciertamente, existen y se expanden otras formas de autoridad (maestros, profetas, servidores...); pero el conjunto de la iglesia aparece regulada por el consejo de ancianos, que la presiden de manera jerárquica (ese es el modelo que sigue funcionando en Roma, hasta mediados del siglo II d. C., en la línea de la cara primera de Clemente). (c) Pero nació, se expandió y acabó extendiéndose al conjunto de las iglesias una autoridad monárquica, centrada en los obispos. Ellos habían sido supervisores de la comunidad, encargados de asuntos de administración (Flp 1, 1 y Pastorales), en un contexto donde era difícil distinguirlos de los presbíteros. Ahora empieza a extenderse la figura de un obispo individual (monárquico) sobre los presbíteros, dirigiendo las comunidades (ese ha sido el modelo de Ignacio de Antioquia).

De esa forma se entendió un proceso de sacralización jerárquica del cristianismo, de manera que los fieles fueron dejando de ser comunidad activa de hermanos, para convertirse en receptores de una gracia superior, administrada en forma bondadosa, pero impositiva, por la jerarquía. La novedad de Jesús había consistido carecer de novedades, para vivir sólo el amor de un modo radical. Pues bien, en esa línea, la Iglesia fue creando agrupaciones humanas (hoy podríamos decir «humanistas»), abiertas a todos los que quisieran integrarse en ellas, desde el ideal de Cristo. Por eso, algunos pensadores de aquel tiempo pudieron afirmar que los cristianos eran ateos, porque no tenían dioses superiores, ni estructuras sacrales, ni ritos especiales, sino sólo una experiencia de vida compartida, que algunos como Celso interpretaron como «femenina», propia de mujeres, más que como digna de hombres públicos, abiertos a la dignidad y estructuras de la vida social. Pero, como venimos diciendo, los portadores y representantes, organizadores y garantes oficiales de esa «novedad social» de las iglesias (sobre todo, los obispos) ganando autoridad, desde la segunda mitad del II, de manera que ellos vendrán a ser los personajes más significativos de casi mil quinientos años de historia europea. Ellos serán, por un lado, testigos y garantes de una comunión cristiana en la que no existe jerarquía; pero, al mismo tiempo, paradójicamente, serán portadores y representantes de la nueva jerarquía a la que venimos aludiendo.

4. La tradición de los obispos.

Un testimonio clave en el surgimiento y sentido del episcopado lo ofrece Ireneo de Lyon, que procede de Asia Menos, es el testigo privilegiado del gran cambio eclesial que se está dado en la segunda mitad del siglo II, un cambio que se concretiza en el establecimiento universal del episcopado jerárquico, entendido ya como garantía de fidelidad al evangelio de Jesús (al canon del → Nuevo Testamento) y de unidad de la Gran Iglesia. Los diversos grupos gnósticos apelaban a tradiciones particulares, de tipo espiritualista, buscando el apoyo de figuras importantes de la iglesia primitiva (Tomás, Santiago, Juan...). Por eso, los "eclesiásticos", defensores de la unidad y tradición cristiana, se apoyaron en obispos. Como he dicho, el más significativo e influyente ha sido Ireneo de Lyon, que escribe hacia finales del siglo II (del 180 al 200 d. C), poniendo como base de identidad de la Iglesia cristiana la sucesión de los obispos, interpretados ya como sucesores de los apóstoles:

«La tradición de los apóstoles, manifestada en el todo el mundo, pueden verla en cada iglesia todos aquellos que desean ver la verdad; y nosotros podemos enumerar los obispos establecidos desde los apóstoles en las iglesias y su sucesión hasta nosotros... Pero sería demasiado largo enumerar en esta obra las sucesiones de todas las iglesias. Por eso, nos fijaremos en la grandísima y antiquísima iglesia, conocida por todos, fundada y establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles: Pedro y Pablo. Mostrando la tradición recibida por los apóstoles y la fe anunciada a los humanos hasta el día de hoy a través de la sucesión de los obispos confundiremos a todos los que, de cualquier manera.... se reúnen fuera de aquello que es justo (de la iglesia)... Porque con esta iglesia (de Roma), en razón de su origen más excelente, deben estar necesariamente de acuerdo todas las iglesias..., pues en ella se ha conservado siempre, para todos los humanos, la tradición que viene de los apóstoles. Después de haber fundado y edificado la iglesia, los bienaventurados apóstoles confiaron a Lino el servicio del episcopado... A él le sucede Anacleto. Después de él, en tercer lugar a partir de los apóstoles, recibió el episcopado Clemente... A este Clemente sucedió Evaristo, a Evaristo Alejando; después, como sexto después de los apóstoles, fue establecido Sixto; después de él Telesforo... Higinio, Pio, Aniceto, Sotero...Y ahora, en el puesto decimosegundo a partir de los apóstoles, tiene la función del Episcopado Eleuterio. Con este orden y sucesión ha llegado hasta nosotros la tradición que existe en la iglesia a partir de los apóstoles y la predicación de la verdad. Esta es la prueba más completa de que la fe vivificante de los apóstoles es una y la misma y que ha sido conservada y transmitida en la verdad» (Adversus Haeresea 3, 3, 1-3).

Ireneo identifica la iglesia partiendo de sucesión apostólica, que se expresa en los obispos de las grandes comunidades, que serían sucesores directos de los apóstoles de Jesús. Pero de hecho sólo cita los de Roma (y evoca los de Esmirna). Su argumento es válido y sigue siendo probativo en plano básico, de continuidad de fe, pero históricamente resulta, por lo menos, ambiguo. En contra de Ireneo, los historiadores actuales saben que no se puede hablar de una sucesión estricta de los apóstoles (los Doce) a los obispos propiamente dichos. Los obispos monárquicos, en el sentido posterior de la palabra, han ido surgiendo a lo ancho de la iglesia a lo largo del siglo II d. C, por creatividad de la misma iglesia (no como delegación directa de los Doce ni de los apóstoles posteriores, para consolidarse sólo a mediados del siglo III en el conjunto de la cristiandad. Ireneo ha "creado" la lista de obispos de Roma (que se extendería desde Pedro-Pablo hasta Eleuterio), pero lo no lo ha hecho de un modo arbitrario, sino citando y reinterpretando, posiblemente, la función y tarea de los presbíteros más significativos de esa comunidad, pues sabemos, por diversas fuentes, que ella era muy tradicional y se mantuvo mucho tiempo dirigida por presbíteros. En otras palabras, a lo largo de un siglo (desde el 50 hasta el 150-160 d. C.). Roma no tuvo obispos (y menos papas) en el sentido posterior, manteniéndose y creciendo, sin embargo, como iglesia ejemplar, bien organizada, bajo la guía de presbíteros. Ella sólo aceptó el episcopado dos o tres decenios antes de Ireneo. A pesar de ello, debemos afirmar que Ireneo tiene razón al hablar de sucesión apostólica, pues la iglesia ha sido fundada sobre el testimonio y acción de los Doce y de los apóstoles que empezaron saliendo de Jerusalén y Galilea. También la tiene al afirmar que, en su tiempo, los obispos son garantes de fidelidad a la tradición. El establecimiento del episcopado, su extensión a las iglesias y la comunicación entre obispos ha empezado a ser y será en el futuro una de las razones fundamentales del triunfo de la ortodoxia católica de la Gran Iglesia.

Los obispos no están aislados. Con ellos, casi en el mismo nivel de autoridad, se mantienen los presbíteros, que ahora aparecen como garantes de la tradición antigua y de la unidad de la iglesia, frente a los sofistas nuevos, de línea gnóstica. La iglesia, que había empezado siendo experiencia de libertad gratuita y comunión directa, tiene que estructurarse como sociedad estable y tradicional, asumiendo los mejores valores del entorno imperial romano, prodigio de unidad y estabilidad social. Así ha crecido y se ha mantenido hasta nuestro tiempo, ofreciendo al conjunto de los pueblos de occidente su tradición cristiana, en los odres del mejor sistema que podía existir en su tiempo. Aquella iglesia fue (y sigue siendo) un milagro de coherencia y capacidad misionera, en un contexto social que, para nosotros, ya ha pasado. El argumento de Ireneo, admitido después por las iglesias "ortodoxas", resulta en un sentido falso, es decir, partidista: no han existido obispos desde el principio en todas las iglesias; los apóstoles no han fundado el episcopado de un modo directo, sino unas iglesias que se han ido expandiendo y unificando, en un proceso vital múltiple; por eso, sustentar la verdad de la iglesia y su unidad en la sucesión "individual" de obispos en cada una de las iglesias resulta equivocado. Pero en otro aspecto ese argumento de Ireneo sigue siendo verdadero, pues los obispos se han vuelto garantes de unidad eclesial y continuidad cristiana. Ellos han hecho posible que se conserve y extienda el cristianismo, como experiencia de Jesús, en apertura universal.

De todas formas, han surgido iglesias que, por fidelidad a los orígenes cristianos, han rechazado o, al menos, han limitado mucho la función de los obispos, como sucede en la tradición reformada, donde las iglesias se organizan de un modo presbiteral y no episcopal.

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