El ¡adiós! a un ser querido no debería ser “oficiado” sin verdadera empatía y compasión Funerales… ¡sin ningún interés!
"Tras una larga noche de espera, llegado el momento de despedir a un ser querido, acudimos a la Iglesia o a la capilla de un tanatorio... Pareciese que estamos ante el guion de un cómic fúnebre"
"Ninguna justificación teórica exime a los sacerdotes de desarrollar su “oficio” con buenas prácticas y con el mayor grado de calidad posible … Un entierro es momento de especial importancia tanto para la fe personal y comunitaria"
"La celebración del funeral y el acompañamiento en el duelo nos brinda una ocasión propicia para ejercer de sanadores espirituales"
"La celebración del funeral y el acompañamiento en el duelo nos brinda una ocasión propicia para ejercer de sanadores espirituales"
Tras una larga noche de espera, llegado el momento de despedir a un ser querido, acudimos a la Iglesia o a la capilla de un tanatorio. Llegará el “oficiante” de turno, leerá los textos que marca el ritual, los interpretará a su manera y con palabras indescifrables, posiblemente hablará del pecado y es posible también que hasta se olvide del nombre del difunto... Pareciese que estamos ante el guion de un cómic fúnebre, pero no es así.
Es obvio que el ¡adiós! a un ser querido al que la familia y los amigos despiden con cariño y profundamente afectados, no debería ser “oficiado” sin verdadera empatía y compasión. No obstante sucede y no en pocas ocasiones. Son numerosas las familias que esperando encontrar acogida, sensibilidad, y palabras de esperanza, se encuentran con un clérigo aburrido y lejano. Así se expresaba una familia después de la experiencia: - el “oficiante”, en lugar de aliviar nuestro corazón herido, nos dejó fríos, vacíos y más desolados. Decían: - le despidió, sin interés alguno.
Estas palabras que expresan dolor y decepción, merecen ser escuchadas. La muerte nos traslada siempre a la esfera de la incertidumbre y del sufrimiento y, necesita, entre otras respuestas: silencio, buena compañía y empatía. Un entierro es momento de especial importancia tanto para la fe personal y comunitaria.
50 días de Pascua, Resurrección, Ascensión, Pentecostés… son solo palabras si se celebran sin amor. Son, sin embargo tiempo propicio para la esperanza cuando abrazados al dolor de los demás, oramos y celebramos juntos la fe. Y si a todo ello añadimos sinodalidad (caminar juntos), estaremos listos para reflexionar acerca de cómo los sacerdotes, celebramos los entierros y acompañamos a las personas en la despedida y en el duelo.
Un "oficio" muy sagrado
La palabra “oficiar”, de entrada, parece insustancial y fría pero tiene su importancia. El amplio abanico de sinónimos remite a los siguientes significados: ocupación habitual, trabajo, empleo, profesión, quehacer… Y si continuamos profundizando nos encontramos con nuevos e interesantes matices: habilidad y destreza logradas por la práctica de una actividad o la experiencia profesional. Esto es lo que se espera de cualquier profesional y, por consiguiente, lo mínimo que deberíamos exigir a un sacerdote que en función de su “oficio pastoral”, preside y celebra la fe con una familia herida profundamente por la muerte de un ser querido, “de cuerpo presente”. Además, la responsabilidad es mayor si ese “oficio” es, en la Iglesia, un ministerio instituido, lo que significa que debe ejercitarse esencialmente como servicio generoso y ánimo esperanzador.
"Cuando mayor es el ditirambo que utilizamos para exaltar una cosa, mayor puede ser la contradicción en la práctica cotidiana"
La doctrina tradicional y la teología no han escatimado afirmaciones para rodear al ministerio sacerdotal de un aura sagrada sin límites. Cualquier sacerdote actúa, en los sacramentos que administra, In persona Christi Capitis, lo que significa que “es Cristo mismo quién está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1548). No estaría de más que, a semejante concepción (que no deja de parecer excesiva), añadiésemos la preocupación por la formación, la sensibilidad y el máximo cuidado en su ejercicio.
Cuando mayor es el ditirambo que utilizamos para exaltar una cosa, mayor puede ser la contradicción en la práctica cotidiana. La misma Iglesia parece haber intuido que una cosa son las definiciones y otra la realidad; una cosa es la eficacia de las cosas de Dios (los sacramentos, en este caso) y otra cómo las encarnan las personas que las “administran”, “presiden” u “ofician” (a esto parece responder la interpretación del famoso ex opere operato, que nos remite a la presencia misericordiosa y sanadora de Dios, sea cual sea la actitud de quienes la administran). Pero lo cierto es que, ninguna de estas definiciones y ninguna justificación teórica exime a los sacerdotes de desarrollar su “oficio” con buenas prácticas y con el mayor grado de calidad posible. Lo demás son únicamente palabras que “no podemos comprender y vivir verdaderamente, si mantenemos el corazón cerrado a los hermanos, especialmente a los pobres, a los que sufren, a los que están agotados o perdidos en la vida" (Papa Francisco, Congreso Eucarístico Nacional de los estadios de América, 19 junio 2023).
Más allá de solicitar un mínimo de profesionalidad a los sacerdotes en los entierros que “ofician”, la despedida de un ser querido nos plantea otras cuestiones profundas y espirituales que debemos revisar y actualizar también en la teología y los rituales. Señalo rápidamente algunas.
Un Dios que no interesa
Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano (Juan 11, 21). Es el lamento que dirige Marta la hermana de Lázaro a Jesús cuando se acerca llorando al entierro de su amigo. Hemos alimentado la creencia en un Dios Todopoderoso, al que en consecuencia y racionalmente deberíamos culpar de la muerte. La literalidad con que interpretamos las narraciones bíblicas nos conducen a un callejón sin salida: Dios, que lo puede todo, decide quién, cuándo y cómo se muere cada persona, sea joven o mayor, por accidente o por una enfermedad acompañada de dolor y sufrimientos insoportables.
Esta doctrina y su predicación es tan disparatada que no merece mayor comentario, excepto que hacen bien quienes renuncian a escuchar ese discurso. La naturaleza y la biología siguen sus propias leyes. Un Dios caprichoso y arbitrario no interesa a nadie, ni deja espacio para la paz interior, el consuelo y la esperanza. Un Dios “sin entrañas de misericordia” sirve únicamente para generar temor y desconfianza. Y, por consiguiente, mejor alejarse de él. Más cerca estaríamos de la gente y de su dolor, en la vida y en la muerte, si dejásemos de hablar de milagros y, abrazados a los que lloran, llorásemos con ellos.
Un pecado desigual
Tomando al pie de la letra los textos, hemos justificado todas las muertes: ¡es lo que merecemos por pecadores! No solo la muerte sino también la enfermedad, la discapacidad y el sufrimiento en general (ya sea dolor físico, vacío interior, desprecio o exclusión), tiene su origen en el pecado original. “Castigo de Dios” es una explicación que, además, nos hace a todos, desde nuestro nacimiento, necesitados de purificación y penitencia. Toda esta cuestión es también disparatada y absurda que sigue presente en rituales y sermones. Esta explicación no solo es inhumana sino que cuestiona profundamente la posibilidad de un encuentro con Jesucristo nuestro Salvador.
Debería bastar con mirar la realidad cotidiana en la que sobresalen las muertes violentas, las causadas por la guerra y el hambre, las injusticias y abusos para buscar otra explicación al lugar que ocupa Dios, en esta historia. Y al mismo tiempo, aprovechar la fe, la liturgia y la oración para denunciar el lugar que ocupan los que realmente generan tanta muerte; y el que ocupan también todos aquellos que, con guante blanco, mantienen estructuras de pecado y de muerte para multiplicar sus beneficios económicos y su poder.
En el Evangelio de Jesús, Dios está con las víctimas, siempre entre las víctimas y, dicho sea de paso (como estamos en mayo, el mes de María), también la Madre de Dios está con ellas, al menos eso parece desprenderse de aquellas palabras que pone Lucas en boca de María de Nazaret: se alegra mi espíritu en Dios mi salvador porque hace obras grandes… derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes (Lucas 1, 46-55). Deberíamos preocuparnos más del “pecado de los poderosos” que de aquel otro pecado que, supuestamente desde el origen de la existencia, nos mete a todos en el mismo saco de inhumanidad y miseria moral condenando a todos, de igual modo y de la misma manera.
Recuerdo el entierro de una niña con discapacidad psíquica, en el que el “oficiante” de tanto pedir perdón por los pecados de nuestra hermana, consiguió exasperar a todos y destrozar, más si cabe, el corazón herido de unos padres creyentes que la amaban profundamente. Una vez más, decepcionados con una Iglesia que debería ser nuestro hogar, lugar de descanso y de paz interior.
¿No habría sido mejor callar? Estoy convencido que sí. Este y otros interrogantes deberían conducirnos a transformar la práctica y las liturgias funerarias. ¿Cabe mayor contradicción que despedir a una persona recordando una y otra vez sus limitaciones insistiendo en sus errores? ¿Dónde queda aquí la convicción de que Cristo venció al pecado y a la muerte?
La tarea más hermosa de la persona es convertir nuestros sufrimientos en perlas. Hildegard von Bingen
Más allá de la falta de interés en los “oficiantes sagrados”, más allá de este Dios que no interesa y del pecado original, la celebración del funeral y el acompañamiento en el duelo nos brinda una ocasión propicia para ejercer de sanadores espirituales, escuchantes y solidarios de aquellos hermanos y hermanas nuestras que sufren, se interrogan y dudan desde lo más hondo. El dolor nos hace a todos más humanos y nos acerca a Dios si le dejamos.
Sirvan estas palabras de una de las pocas “Doctoras” de la Iglesia para cerrar estas líneas con esperanza. Son muchos los sacerdotes y laicos que efectivamente acompañan y alivian, curan y cuidan de sus hermanos en los momentos más vulnerables y oscuros de la existencia. Afortunadamente conocemos a muchos de ellos y ellas. Sirvan estas hermosas palabras para animar a otros, especialmente si son sacerdotes, a relanzar su interior hacia las dimensiones más humanas que brotan desde lo profundo de nuestro ser; más si entendemos nuestra vida y nuestra tarea (ministerio) en este mundo como prolongación de la de Cristo, es decir: servir, con compasión y profunda alegría.
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