Dios se ha hecho hombre para que el hombre sea Dios
Los testimonios son abundantes. Se encuentran no sólo en los escritos de los Padres, sino también en los textos litúrgicos utilizados en la Iglesia durante los días de navidad. Pero no viene a cuento traerlos aquí a colación.
En uno de mis escritos anteriores he intentado dejar clara la dimensión nupcial que caracteriza a las relaciones entre Cristo y la humanidad, entre Cristo y la Iglesia. Esas nupcias se han celebrado al asumir el Verbo de Dios una naturaleza humana. Es coherente pensar ahora que entre Esposo y Esposa se establezca un intercambio mutuo de entrega y de donación. Intercambio en el cual es Dios quien toma la iniciativa, quien se da a sí mismo, quien ofrece al hombre una participación en su condición de Hijo de Dios. Ante la impresionante oferta de Dios, el hombre sólo es capaz de ofrecerle la pobreza de su carne mortal y las carencias de su condición humana, dañada por el pecado.
Estas ideas aparecen recogidas en una conocida antífona que la nueva Liturgia de las Horas ha incorporado a la liturgia del día 1 de enero en las primeras vísperas: «¡Qué admirable intercambio! [O admirabile commercium!] El creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad». Y de forma aún más explícita, en uno de los actuales prefacios de navidad: «Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues, al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos» .
Está claro que estos textos no son sino el resumen de las ideas que la tradición patrística había asumido y tematizado hacía tiempo. San Gregorio Nacianceno afirma en una homilía pronunciada el día de navidad: «El Hijo de Dios acepta la pobreza de mi carne a fin de hacerme entrar en posesión de las riquezas de su divinidad. Aquel que es la plenitud de la vida se anonada; se despoja de su gloria a fin de hacerme participante de su propia plenitud». En un tratado contra Nestorio, Cirilo de Alejandría dice, también en este sentido y de forma lacónica: «El Verbo, que procede de Dios Padre, ha nacido como nosotros, según la carne, a fin de que nosotros, también por el Espíritu, podamos nacer de Dios».
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Entre los occidentales hay que citar el testimonio de san Agustín y el de san León. En una de sus homilías de navidad, el Obispo de Hipona afirma: «¿Qué gracia más señalada hubiera podido Dios hacer brillar ante nuestros ojos? Él tiene un Hijo único y le ha hecho hijo del hombre; y, en retorno, por ello mismo, ha hecho de un hijo del hombre un hijo de Dios». Y san León: «El Hijo de Dios ha venido a destruir las obras del demonio. Él se ha unido a nosotros y a nosotros nos ha unido a él; y, así, el descenso de Dios a lo humano ha provocado el ascenso del hombre a lo divino».
De un modo u otro, todos estos testimonios hacen conectar el nacimiento del Hijo de Dios como hombre con el nuevo nacimiento del hombre a la vida de Dios. De esta manera, la fiesta de navidad se convierte en la celebración de lo que algunos Padres llaman los “primordia”, es decir, los «comienzos de la salvación». Al celebrar los orígenes de la vida nueva o del hombre nuevo, en conexión con el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, la navidad aglutina la totalidad del acontecimiento salvador. Dicho de otro modo: al celebrar el nacimiento del Señor, la fiesta de navidad celebra también el nacimiento del hombre a la vida nueva, a la vida de hijo de Dios, que echa sus raíces en el misterio del alumbramiento y culmina en la pascua. Esto nos da pie a pensar que en la fiesta de navidad se celebra, no el acontecimiento aislado del nacimiento, sino la totalidad de la obra redentora, contenida ya como “primicia” en el nacimiento.
Así lo reflejan algunas fórmulas de oración para navidad recogidas en el “Sacramentario de Verona”, llamado también “Leoniano”: «Dios todopoderoso y eterno, que has actuado de tal modo que el principio y la perfección de la liturgia están contenidos en la natividad de nuestro Señor Jesucristo; concédenos, te suplicamos, el ser integrados en el cuerpo de aquel en quien reside la plenitud de la salvación».
Concluyendo, pues, este apunte, hay que dejar constancia de cómo la fiesta de navidad no sólo celebra el misterio del Dios hecho hombre, sino también el misterio del hombre constituido hijo de Dios por adopción; no sólo la humanización de Dios, sino también la divinización del hombre; no sólo el nacimiento humano y temporal del Hijo de Dios, sino también el nacimiento nuevo, a la vida divina, de los hijos de los hombres. Ambos aspectos del misterio, el que se refiere a Dios y el que afecta al hombre, se celebran aquí en una dinámica mutua y correlativa, esto es, en clave de intercambio. Termino este post con una de las oraciones más conocidas de navidad, la que actualmente utilizamos en la misa del día: «Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza, y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana».