Espíritu Santo - Epíclesis - Eucaristía

La cincuentena pascual va acercándose a su fin. El broche final lo pone la fiesta de pentecostés en la que celebramos la efusión del Espíritu sobre la comunidad de los discípulos. En relación con el tono de esta fiesta, la del día cincuenta, voy a intentar ofrecer una breve reflexión, muy elemental, sobre la importancia del Espíritu en la celebración de la eucaristía. No se trata, como puede apreciarse, de una sutil elucubración teológica sobre el ser de la tercera persona de la santísima Trinidad, sino sobre la experiencia viva de la comunidad cristiana cuando celebra la cena del Señor.

Nosotros, los latinos occidentales, no somos muy propensos a valorar la presencia y la acción del Espíritu en la Iglesia. Sin embargo, en estas últimas décadas, sobre todo a raíz de la renovación conciliar, gracias a la labor de algunos eminentes teólogos (Congar, Mühlen), estamos prestando una mayor atención a la Pneumatología y descubriendo la importancia de la acción del Espíritu en la vida de la Iglesia.

Voy a fijarme aquí en la acción de Espíritu Santo en la eucaristía. Lo voy a hacer señalando la importancia de la «epíclesis» en la celebración eucarística. Designamos con este nombre tan pintoresco la oración por la que el presbítero celebrante suplica al Padre para que envíe su Espíritu sobre los dones de pan y de vino, los santifique, los consagre, y los convierta en el cuerpo y en la sangre del Señor. En realidad suplicamos al Padre que ese banquete de fraternidad, que celebramos reproduciendo los gestos y palabras de Jesús en la última cena, se convierta, por la fuerza vivificadora del Espíritu, en memorial del acontecimiento pascual y en presencia viva del Señor Resucitado entre nosotros. Toda la tradición confiesa que la presencia del Señor en los misterios es fruto del Espíritu Santo.

Pero la plegaria de «epíclesis» ofrece una variante importante, que en la tradición romana se desdobla de manera patente. Hay, en efecto, una súplica sobre los dones de pan y de vino; y otra sobre la comunidad reunida para celebrar los misterios. También en este caso el celebrante ruega al Padre que envíe su Espíritu sobre la comunidad de fieles para convertirla en cuerpo vivo del Señor. La función del Espíritu es hacer presente y vivo al Señor Jesús, no solo en el pan y en el vino, sino también en la comunidad reunida. Por eso el apóstol Pablo reconoce con fuerza que quienes celebran la fracción del pan y comen el cuerpo del Señor forman un solo cuerpo. Es el cuerpo pleno y total de Cristo, fruto del Espíritu Santo.

No es superfluo recoger aquí una conexión de este tema con la imagen singular de María, la madre del Señor. También ella fue objeto de la acción misteriosa del Espíritu. También ella, por el anuncio del ángel, acogió con sobresalto y emoción el don del Espíritu, que la cubrió con su sombra, e hizo presente en su seno al Hijo eterno del Altísimo. El cuerpo de Jesús, presente en las entrañas de María, es también fruto del Espíritu Santo. Porque el cuerpo de Cristo, que reconocemos presente en los dones del banquete eucarístico, es el mismo cuerpo que la doncella de Nazaret albergó en sus entrañas y dio a luz en Belén.

Habría que pasar ahora a otras áreas de la liturgia. Estoy pensando en el gesto, tan tradicional y tan expresivo, de la imposición de las manos. Se realiza con frecuencia en la liturgia. Se imponen las manos a los que reciben el sacramento de la confirmación; a quienes son admitidos al sacramento de la reconciliación; pero es de una importancia extraordinaria la imposición de las manos en el momento de conferir el orden sagrado a los diáconos, a los presbíteros y a los obispos. En este caso se trata de un gesto lleno de fuerza y expresividad, cargado de sentido, a través del cual se transmite a quienes son ordenados la poderosa gracia del Espíritu. Reproducimos así el gesto de Jesús cuando acogía y curaba a los enfermos, los desvalidos, los niños. Es un gesto definitivo y total.
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