Reconciliación y eucaristía
Con frecuencia los pastores incorporan la celebración de la penitencia a la liturgia de la misa. Unas veces convierten el acto penitencial del principio de la celebración en una especie de liturgia sacramental reducida de la penitencia; como si fuera una celebración del perdón de “via estrecha” [sit venia verbo!]. En este sentido, está muy generalizada la idea de que este acto penitencial del inicio de la misa es como una especie de baño lustral que nos permite entrar en el sancta sanctorum de la eucaristía limpios e inmaculados. Según mis informaciones, la idea de quienes llevaron a cabo la reforma del misal fue motivar a los fieles, con ese sencillo rito, a sentirse pobres, pecadores y menesterosos, ya desde el comienzo de la celebración. En ningún caso, a mi juicio, se trata de un sucedáneo del sacramento de la penitencia.
En otros casos, se convierte toda la liturgia de la palabra en una especie de liturgia penitencial, introduciendo lecturas, oraciones y cánticos apropiados. En esos casos, después de un examen de conciencia y las oraciones pertinentes, se procede, antes del ofertorio, a la confesión de los pecados y a la absolución. Se sigue, evidentemente, el mismo desarrollo que observamos en la celebración de otros sacramentos dentro de la misa.
Sin embargo hay que hacer aquí, a este propósito, una observación importante. La reforma litúrgica conciliar de los sacramentos introdujo dos novedades importantes y significativas. Por una parte, incorporó una liturgia de la palabra para la celebración de todos los sacramentos. Incluso, para sacramentos tan mermados en su liturgial, como la unción de enfermos y la confesión, se previó una brevísima lectura bíblica. Esta innovación expresa la preocupación ecuménica del Concilio y su interés por recuperar en la liturgia la lectura de la palabra de Dios.
¿Cuál es, entonces, mi postura a la luz de estos comentarios? En principio, debo confesar mi persuasión de que la eucaristía es un sacramento que hace presente nuestro encuentro con el Señor, que nos acoge con los brazos abiertos. Así se explicaría mejor la referencia al “cáliz de salvación” y a la “sangre derramada para el perdón de los pecados” que proclamamos en el momento central de la celebración. Así también cobran toda su fuerza las palabras del sacerdote antes de la comunión: “este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Ahora bien, en ningún caso estaría en mi pensamiento la idea de que este reconocimiento del carácter reconciliador de la eucaristía deja sin sentido un sacramento específico del perdón. La eucaristía no sustituye al sacramento de la penitencia como sacramento específico de misericordia y reconciliación. Esta visión de la eucaristía, sin embargo, nos permite una vivencia más plena del sacramento eucarístico, en el que celebramos el amor desbordante del Padre que nos acoge y nos reúne en torno a la mesa eucarística; nos acoge como hermanos reconciliados, sin distinción de razas, ni de sexos, ni de culturas. Por la fuerza del Espíritu, hace de nosotros, de los que compartimos su cuerpo y su sangre, una sola alma, un solo cuerpo y un solo espíritu. La acción misericordiosa del Padre rompe todas las barreras, para hacer de nosotros, en virtud de la sangre derramada en la cruz, la gran familia de los redimidos y reconciliados. Este es el gran misterio que celebramos en la eucaristía. Esta es la grandeza de la eucaristía como sacramento de plenitud.