Te adoro sagrada hostia
Traigo a colación este recuerdo porque deseo señalar la fijación que ha existido en la piedad popular clásica respecto al pan consagrado, a la hostia consagrada. Viene de lejos. Desde que en la edad media, en el entorno polémico sobre la presencia real, se instauró la costumbre de elevar la hostia en el momento de la consagración. Porque la elevación de la hostia precedió cronológicamente a la del cáliz, cuya elevación se introdujo posteriormente por mimetismo y por simetría. A este hecho, muy significativo, por cierto, habría que añadir la instauración de la fiesta del Corpus Christi, centrada en el culto a la hostia consagrada; la adoración al santísimo sacramento, mediante la exposición de la hostia en una custodia u ostensorio; le reserva eucarística en el sagrario, limitada solo a la reserva del pan, de las hostias; y, por encima de todo, la exclusión de los fieles de la comunión del cáliz, ofreciéndoles únicamente la comunión del pan consagrado.
Hay que insistir en la doble configuración que reviste el símbolo sacramental de la eucaristía. Tenemos pan y vino, comida y bebida, referidos ambos al cuerpo y a la sangre del Señor; ambas cosas corresponden a los dos gestos que integran el banquete, comer y beber [«El que come mi carne y bebe mi sangre…»]. Esta duplicidad de elementos, que constituyen lo que los antropólogos llaman «conjuntos [couples] de plenitud», forman el elemento unitario y esencial del simbolismo eucarístico, el banquete. Este es el núcleo formal, neurálgico, el que garantiza la unidad sacramental de la eucaristía. En el símbolo del banquete confluyen los dos elementos (pan y vino), los dos gestos (comer y beber) y el mismo contenido sacramental, el cuerpo y la sangre del Señor, expresión de su vida entera, donada y sacrificada, ofrecida en comunión a los que participan en la eucaristía.
Respecto a la piedad eucarística se debiera cuidar con exquisita sensibilidad el obligado equilibrio entre los dos elementos, sin cargar el acento de manera unilateral en el culto a la hostia consagrada. Así lo hizo la reforma conciliar al modificar el nombre de la fiesta del Corpus Christi, denominándola «Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo».