Te adoro sagrada hostia

La cantamos de pequeños todos los que peinamos canas. Perteneció al repertorio religioso popular en los años de la posguerra. Junto con otras canciones del mismo corte: «Hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada», o «La puerta del sagrario quien la pudiera abrir», o «Vamos, niños, al sagrario que Jesús llorando está». Los más cultivados hasta recordarán aquellos motetes «Panis angelicus fit panis hominum» o aquel otro «O salutaris hostia», que se cantaban a coro en las funciones religiosas más solemnes.

Traigo a colación este recuerdo porque deseo señalar la fijación que ha existido en la piedad popular clásica respecto al pan consagrado, a la hostia consagrada. Viene de lejos. Desde que en la edad media, en el entorno polémico sobre la presencia real, se instauró la costumbre de elevar la hostia en el momento de la consagración. Porque la elevación de la hostia precedió cronológicamente a la del cáliz, cuya elevación se introdujo posteriormente por mimetismo y por simetría. A este hecho, muy significativo, por cierto, habría que añadir la instauración de la fiesta del Corpus Christi, centrada en el culto a la hostia consagrada; la adoración al santísimo sacramento, mediante la exposición de la hostia en una custodia u ostensorio; le reserva eucarística en el sagrario, limitada solo a la reserva del pan, de las hostias; y, por encima de todo, la exclusión de los fieles de la comunión del cáliz, ofreciéndoles únicamente la comunión del pan consagrado.

Frente a todos estos datos, indicios de una inexplicable polarización de la piedad eucarística en la Iglesia, quiero recordar el texto de una preciosa antífona compuesta por Tomás de Aquino, el santo teólogo dominico, en cuyas palabras se refleja su indudable sensibilidad teológica: O sacrum convivium in quo Christus sumitur… [«Oh sagrado banquete, en el que Cristo se convierte en nuestro manjar»]. Al referirse al santo sacramento de la eucaristía Tomás lo llama y reconoce como convivium [banquete, convite, comida, festín]. Un banquete en el que se come y se bebe.

Hay que insistir en la doble configuración que reviste el símbolo sacramental de la eucaristía. Tenemos pan y vino, comida y bebida, referidos ambos al cuerpo y a la sangre del Señor; ambas cosas corresponden a los dos gestos que integran el banquete, comer y beber [«El que come mi carne y bebe mi sangre…»]. Esta duplicidad de elementos, que constituyen lo que los antropólogos llaman «conjuntos [couples] de plenitud», forman el elemento unitario y esencial del simbolismo eucarístico, el banquete. Este es el núcleo formal, neurálgico, el que garantiza la unidad sacramental de la eucaristía. En el símbolo del banquete confluyen los dos elementos (pan y vino), los dos gestos (comer y beber) y el mismo contenido sacramental, el cuerpo y la sangre del Señor, expresión de su vida entera, donada y sacrificada, ofrecida en comunión a los que participan en la eucaristía.

A partir de esta reflexión considero oportuno insistir en la importancia de los dos elementos y de los dos gestos que constituyen el único signo sacramental de la eucaristía que es el banquete: comida y bebida, pan y vino, comer y beber. La fidelidad al simbolismo sacramental del banquete [sacrum convivium] exigiría de los responsables de la pastoral una mayor sensibilidad, un mayor aprecio, a la celebración eucarística compartiendo el pan y el cáliz.

Respecto a la piedad eucarística se debiera cuidar con exquisita sensibilidad el obligado equilibrio entre los dos elementos, sin cargar el acento de manera unilateral en el culto a la hostia consagrada. Así lo hizo la reforma conciliar al modificar el nombre de la fiesta del Corpus Christi, denominándola «Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo».

Yo sé que existen inconvenientes prácticos que dificultan la observancia de determinadas prácticas. Lo sé. Pero yo me refiero a la escasa sensibilidad litúrgica y pastoral que se aprecia con frecuencia cuando, de manera sistemática, se pasan por alto exigencias importantes, señaladas en la normativa actual sobre este tema. No es un problema de orden práctico; es un problema de sensibilidad.

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