Soy un entusiasta del papa Francisco. Está abriendo nuevos horizontes en la Iglesia y nuevas esperanzas. Me gusta el nuevo estilo que el papa argentino está imponiendo: su forma de vestir, sin atuendos innecesarios; su modo de estar y de presentarse, sin protocolos especiales; el modo como se relaciona con la gente, sin convencionalismos ni estereotipos artificiales. El papa Francisco está rompiendo moldes y está inaugurando un estilo más cercano, más entrañable, más evangélico. Ha comenzado una nueva primavera.
Desde mi condición de liturgista, me complace confesar mi aprecio por el nuevo modo de presidir y de celebrar que el papa está inaugurando. Algo he venido escribiendo en este blog en los últimos meses. Aprecio el clima de recogimiento y de oración profunda que el papa Francisco logra crear en su entorno, sin divagaciones ni distracciones innecesarias. Los maestros de ceremonias que le acompañan apenas si necesitan intervenir. Todo discurre con quietud, sin prisas, con serenidad. Además al papa no le gustan los gestos ostentosos, ni los saludos ampulosos; ni siquiera el uso del canto.
Pero aquí deseo introducir unas reservas, humildes y serenas, también desde mi condición de liturgista. No quiero que se me quede nada en el tintero. Hasta pienso que alguien se ha de sentir satisfecho al poder compartir mis reservas. Si tuviera que condensar en una sola observación mi reserva principal me referiría al modo opaco e inexpresivo con que el papa se dirige a la asamblea que le rodea, casi siempre abultada y numerosísima. Cuando uno escucha al papa y oye el saludo con que se dirige a la gran multitud podría pensar que el papa solo tiene delante de si una docena de personas. Uno piensa que el papa Francisco, acostumbrado, como buen jesuita, a dirigir tandas de ejercicios espirituales, utiliza para hablar un tono recatado, opaco, tenue, susurrante. Cuando uno se dirige a una gran asamblea, sobre todo en un espacio abierto, debe sacar otro tono de voz, vibrante, acorde con las exigencias del espacio y con la muchedumbre de personas que le escucha. Esta observación habría que referirla a las grandes alocuciones, a las bendiciones y, sobre todo, a las plegarias importantes. No voy a meterme con el canto, porque yo no conozco las habilidades y las carencias del papa Bergoglio; pero he de reconocer que muchos echamos de menos la proclamación cantada de algunos textos.
Yo no vivo en Roma ni puedo seguir de cerca las costumbres litúrgicas del papa. Me limito a comentar su comportamiento solo a partir de lo que veo en las celebraciones televisadas. En este sentido reconozco que los prefectos de liturgia que organizan las celebraciones papales están consiguiendo una liturgia ejemplar, sin aditamentos superfluos, sobria y, hasta cierto punto, sencilla.
No quiero dejar pasar una referencia a la misa diaria del papa en santa Marta. Hay que felicitarse de que el papa, por fin, haya desistido de su misa particular, en su capilla privada del palacio apostólico, acompañado de su capellán o de su secretario particular, y haya optado por celebrar en la capilla de santa Marta, compartiendo la eucaristía con los sacerdotes de la residencia y el personal de servicio. Hay que reconocer que ésta ha sido una decisión acertadísima y que debe marcar, para muchos obispos y sacerdotes, una línea de comportamiento.
Mi impresión crítica, como puede observarse, está marcada por luces y sombras. Mi impresión global es que Francisco es un gran papa, que está impregnando a la Iglesia de ilusión y de una gran esperanza; pero me fastidia reconocer que Francisco no es un gran liturgo. En las celebraciones que él preside suelo encontrar siempre algo que no me cuadra. Quizás deba reconocer, simple y llanamente, que yo soy víctima de algún trauma profesional inconfesable.