5. El puesto de las mujeres en la Iglesia

Algo se ha dicho a lo largo de este capítulo respecto a la participación de la mujer en el ministerio. El tema es importante y, a raíz de las reivindicaciones feministas, se ha convertido en un tema de candente actualidad. Por tanto, aunque no podamos tratarlo aquí con la amplitud que merece, sí que vamos a señalar las posibles pistas de reflexión que se ofrecen y los interrogantes que se plantean.

Como se apuntó en su lugar, se han dado algunos pasos en orden a la incorporación de la mujer a los ministerios no ordenados. Son pasos tímidos y aprobados con notables reticencias. Tanto para el ejercicio del ministerio del lector como para la tarea de distribuir la comunión, que corresponde al acólito, las mujeres pueden sed admitidas, pero sólo de manera esporádica o circunstancial; no con carácter definitivo y estable. Eso, como se vio, queda reservado para los varones.

La panorámica se hace más problemática si pasamos a los ministerios ordenados. A la mujer no se le ha negado de manera explícita y positiva la posibilidad de acceder al ejercicio del diaconado. Simplemente se ha silenciado esta posibilidad. Sin hacer comentarios ni a favor ni en contra. Así ocurre en la Declaración «Inter insigniores», hecha pública por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la que se trata el tema vidrioso del acceso de las mujeres a la ordenación sacerdotal. El documento, que excluye taxativamente esta posibilidad, pasa por alto completamente el tema relativo al diaconado.

En todo caso, en la historia de la Iglesia encontramos datos relativamente abundantes en los que se hace alusión al ministerio del diaconado ejercido por mujeres. Estos datos son abundantes en las iglesias de oriente, sobre todo en Antioquía, a juzgar por el testimonio de las Constituciones Apostólicas. En el libro VIII de esta obra hasta se describe la ceremonia de ordenación de las diaconisas. Se trataba de una imposición de manos ejecutada únicamente por el obispo, análoga a la de los diáconos, acompañada de la siguiente oración: «Dios misericordioso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, creador del varón y de la mujer, que llenaste del Espíritu a María, a Devora, a Ana y a Olda; que no tuviste por indigno que tu unigénito Hijo naciera de una mujer y que elegiste en la tienda del testimonio y en el templo a guardianas de tus santas puertas; mira ahora a esta tu sierva, elegida para la diaconía; concédele el Espíritu Santo y purifícala de todas las manchas del cuerpo y del espíritu para que cumpla dignamente la obra que le ha sido confiada para gloria tuya y de tu Cristo, con el cual te sean dadas la gloria y la adoración, en el Espíritu Santo, por los siglos. Amen».

Previamente, en el Libro III de la misma obra, se insta al obispo a que elija mujeres para la diaconía: «Que el obispo instituya colaboradores que le ayuden para servir al pueblo. Que elija e instituya varones diáconos, para que se ocupen de muchas tareas necesarias, y a mujeres diaconisas para que se ocupen de las mujeres. Hay casas a las que no puedes enviar al diácono para que atienda a las mujeres a causa de los gentiles. Entonces manda a las diaconisas. Hay muchas tareas en las que necesitas la ayuda de las diaconisas. Primero, cuando las mujeres descienden a la fuente bautismal deben ser ungidas por la diaconisa». Sin embargo las diaconisas no podían ni predicar, ni bautizar, ni mucho menos repartir la eucaristía. El libro VIII de las Constituciones lo prohibe: «La diaconisa no bendice, ni hace nada de lo que realizan los presbíteros o los diáconos, excepto guardar las puertas y ayudar a los sacerdotes en el bautismo de las mujeres, por decoro».

Esta presencia de la mujer en el ejercicio del diaconado, decidida en Antioquía por motivos más bien de discutible entidad, puede documentarse en oriente hasta mediados del siglo VI. En occidente, en cambio, los testimonios son escasos y apenas si queda constancia de la existencia de diaconisas, excepción hecha de las iglesias de la Galia, a juzgar por las decisiones de algunos Concilios locales. Posteriormente, a partir de la Reforma, en las iglesias luteranas y calvinistas se mantendrá la institución diaconal femenina, aunque reducida a servicios de caridad o de índole social. En la Comunión Anglicana, en 1862, se restauró el diaconado femenino con ordenación, extendiéndose progresivamente a las demás iglesias. En el seno de la iglesia católica, tras la restauración del diaconado masculino permanente por Pablo VI en 1966, como hemos visto más arriba, el acceso de las mujeres a este ministerio ha quedado silenciado a pesar de las constantes solicitudes y peticiones que, desde diversos puntos, han ido alzándose durante estos últimos años. Entre ellas hay que señalar las voces cualificadas del III Congreso Mundial del Apostolado Seglar de Roma (1967), del Concilio Pastoral holandés (1970), del Sínodo Episcopal Romano (1971 y 1974), del Sínodo Interdiocesano Alemán (1975), y de otros importantes sínodos.

Roma no ha puesto el veto expreso a la posibilidad de incorporar a la mujer al ministerio diaconal. La pelota está, como se dice, en el tejado. Las puertas y las ventanas siguen todavía abiertas Pero las autoridades romanas no tienen prisa en dar el paso definitivo hacia adelante. Mientras tanto las mujeres siguen siendo víctimas de esta vergonzosa discriminación que, en la Iglesia, es ya una historia de siglos.

Como se sabe, el problema se plantea de manera más aguda al tratarse del acceso de las mujeres al ministerio presbiteral. En la declaración «Inter insigniores» de 1977 la Congregación para la Doctrina de la Fe se pronunció sobre la cuestión afirmando que la Iglesia católica no se considera autorizada para proceder a la ordenación presbiteral de las mujeres. Jamás la Iglesia, afirma, ha admitido que las mujeres puedan recibir válidamente el presbiterado o el episcopado. No obstante, este documento romano asegura que esta práctica tiene carácter normativo, fundado en el ejemplo de Cristo.

Para encauzar los criterios de interpretación de esta Declaración hay que tener en cuenta que se trata de un documento menor de la autoridad docente. Emana de una Congregación y no del papa, que lo aprobó in forma communi y no in forma speciali. Se trata, en definitiva, de un documento revisable.
Otro talante tendrá, más exigente y más drástico, la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II sobre la ordenación sacerdotal reservada a los varones, del 22 de mayo de 1994. El pasaje más importante de este documento se expresa en estos términos: «Por lo tanto, con el fin de desvanecer toda duda sobre una cuestión de tan gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia».

Se trata de un documento que nace en un clima polémico, provocado por las múltiples tensiones surgidas en el seno de las iglesias y en la misma iglesia católica respecto a la ordenación sacerdotal de la mujer; no es un escrito puramente disciplinar, sino doctrinal, aunque no está avalado por el carácter de infalibilidad. Es, pues, un documento falible. La discusión teológica sobre el tema, por tanto es no solo posible sino incluso un bien para la Iglesia.

Los argumentos aducidos en favor del planteamiento del papa pueden resumirse en estos cuatro puntos: 1º Para proseguir la tarea de su misión Jesús llama a los doce, los cuales son todos varones; 2º Al escoger a sus continuadores, los apóstoles eligieron sólo a varones. 3º De ahí se deduce una ley permanente para la Iglesia respecto a las personas que continúan la misión apostólica, para representar a Cristo, Señor y Salvador; 4º Esto no implica discriminación alguna para la mujer, pues tampoco María recibió el ministerio sacerdotal. A la luz de los documentos aducidos se desprende que en ningún lugar habló Jesús sobre este tema, ni a favor ni en contra. Por tanto, aquí hay que partir, no de lo que Jesús dijo o hizo, sino de lo que no hizo y no dijo. Es el argumento del silencio cuyas causas o razones pueden ser muy diferentes y de índole muy distinta.

Voy a volver de nuevo al punto que parece más vulnerable del escrito de Juan Pablo II. Me refiero al carácter definitivo del planteamiento y a la supuesta prohibición de proseguir en el estudio y discusión del tema. ¿Es una cuestión zanjada, sí o no? Para responder a la pregunta voy a citar unas palabras de un teólogo alemán, Wolfgang Beinert: «En una carta a los agentes de pastoral de su diócesis, escribe el obispo de Basilea J.Vogel en junio de 1994, la decisión papal nos ha sobrecogido a muchos de nosotros. Muchos piensan que la discusión teológica de este tema no está cerrada. En mi opinión, la Carta Apostólica, más que resolver los problemas antiguos, habrá planteado otros nuevos. Otros obispos se han manifestado en la misma línea. Incluso el nuncio apostólico en Alemania está a la espera de un diálogo sereno. Ahora lo que se pone de manifiesto es que el telón papal no es de hierro. Siguiendo con el símil teatral, ese telón marca ciertamente el final de un acto, pero no el final de la función. No hay duda de que la obra debe continuar».
Para concluir este vidrioso tema habría que comenzar diciendo que la posibilidad de incorporar a la mujer al ministerio sacerdotal (episcopal o presbiteral) nunca se había planteado, hasta ahora, de manera expresa y universal ni había sido resuelta de forma infalible por el magisterio. Hay que considerarla, por tanto, una cuestión abierta. Los criterios para elaborar una respuesta sobre la viabilidad o no de esta incorporación femenina, son diversos: En la Biblia no hay una respuesta normativa; en todo caso, Jesús aceptó a la mujer. Es cierto que, por los testimonios históricos que conocemos, a la mujer no se la eligió para este ministerio, pero esta exclusión pudo ser ocasional. Desde el punto de vista dogmático, no existe disposición alguna en contra; los reparos son sólo de tipo histórico y, por tanto, superables. La teología, por lo demás, no tiene duda sobre la indiscutible dignidad de la mujer; otra cosa es la expresión concreta de esta dignidad en el organigrama y en las decisiones de la Iglesia. Para salir al paso a un argumento que suele formularse con frecuencia habría que preguntarse hasta qué punto obrar «in persona Christi», como lo hace el sacerdote, exige que el ministro sea varón y no mujer. ¿Hay que atribuir al término «persona» aplicado a Cristo glorificado y al creyente una connotación sexual? A mi juicio, realmente no. En todo caso es una cuestión abierta. Desde un punto de vista pastoral, la ordenación de la mujer habría que considerarla conveniente y hasta urgente. Una decisión de la Iglesia en este sentido supondría, por supuesto, un universo de reajustes, transformaciones y adaptaciones muy importantes y seguramente complicadas en el interior de la comunidad eclesial. En todo caso habría que apostar con valentía por este riesgo.

(Desde la otra orilla. Confesiones de un dominico secularizado, desde la lealtad)

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