En Caná de Galilea
El primer milagro de Jesús según san Juan es la conversión del agua en vino en la boda de Caná. Es, por cierto, un signo que subraya el valor del matrimonio, de la familia, como lugar donde Dios actúa, y de las nupcias de Cristo con la Iglesia, a las que son invitadas las naciones, conforme lo da a entender el vino, símbolo de la alegría mesiánica, que sustituye al agua de las purificaciones judías.
«Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos» (Jn 2,1-2). Nótese que en el Evangelio de Juan –es rasgo que lo caracteriza- las expresiones encierran un sentido simbólico y, más concretamente, sacramental. Como aquí con «todavía no ha llegado mi hora» y los «tres días» que introducen el texto: se trata de alusiones a la Pasión. Efectivamente, «tres días después» del encuentro con Felipe y Natanael. El evangelio se abre así con una semana completa, contada casi día por día, que concluye con la manifestación de la gloria de Jesús.
Precisa igualmente san Juan que María está presente en el primer milagro que manifiesta la gloria de Jesús, y de nuevo en la cruz (19,25-27). Con evidente intención, varios rasgos se corresponden en ambas escenas.
Por otra parte, «Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice su madre a Jesús: «No tienen vino». Y éste responde: « ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora». Pero su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”» (Jn 2,3-5).
«¿Qué tengo yo contigo, mujer?» sería, literalmente, «¿Qué a mí y a ti?», o sea un semitismo, frecuente por lo demás, en el Antiguo Testamento. Se emplea para rechazar una intervención inoportuna, incluso para indicar a alguien que no se quiere mantener relación alguna con él. Sólo el contexto permite, en cada caso, salir de apuros y precisar el matiz exacto. Aquí, por ejemplo, Jesús presenta a su madre la dificultad de que «todavía no ha llegado su hora». Este tratamiento, insólito en un hijo para con su madre, se repetirá en 19,26, donde su significado se aclara como evocación de Gn 3,15,20: María es la nueva Eva, «la madre de los vivientes».
Y por lo que atañe a la «hora» de Jesús, digamos que es la de su glorificación o vuelta a la diestra del Padre. El evangelio señala su proximidad. Fijada dicha hora por el Padre, no podrá ser adelantada ni retrasada. Con todo, el milagro conseguido con la intervención de María será su anuncio simbólico.
Concluye el relato: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (v.11). Todo profeta, en efecto, debía probar la autenticidad de su misión mediante «señales» realizadas en nombre de Dios. Del Mesías se esperaba especialmente que renovara los prodigios de Moisés. Jesús, pues, realizó «señales» para estimular a los hombres a creer en su misión divina, porque estas «obras» atestiguan que Dios le ha enviado, que el Padre está en él, con el poder de su gloria; y que el Padre mismo realiza estas obras.
Por último, en el pasaje evangélico, María pide a su Hijo un favor para unos amigos en dificultades: conversación, si se quiere, enteramente humana entre la Madre y su Hijo. Claro que María no se dirige a Jesús simplemente como a un hombre, contando con su habilidad y disponibilidad a ayudar. Ella confía una necesidad humana a su poder, que supera la habilidad y la capacidad humanas.
En este diálogo vemos a la Madre que pide, que intercede, que aboga. No hace una petición a Jesús; sólo le dice: «No tienen vino» (Jn 2,3). La oración no lo es más por tener muchas palabras. Más que el multa importa en ella el multum. No es cosa de palabras sino de ardimiento interior. Las bodas en Tierra Santa se celebraban durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por ende, se consumía mucho vino. Los esposos se encuentran en dificultades y María simplemente se lo dice a Jesús. No le pide nada en particular. Y menos un milagro. Sólo le informa de lo que pasa, y le deja decidir lo que conviene hacer.
A destacar aquí, pues, dos cosas: una, la materna solicitud de María, determinante para que perciba los problemas de los demás. De ahí el «A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas», de la Salve. Y la otra, María lo deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, se entregó toda entera a Dios: «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Perfecto modelo de oración: no querer afirmar ante Dios nuestra voluntad y deseos, sino presentárselos y dejar que él decida qué hacer. Bondad y disposición, en fin, a ayudar, pero también humildad y generosidad aceptando la voluntad de Dios.
Choca también que Jesús le diga «Mujer» y no «Madre». ¿No estará anticipando ya sus palabras de la Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «Hijo, ahí tienes a tu madre»? (Jn 19,26-27). Preludia por eso la hora en que él convertirá a la mujer, su Madre, en Madre de todos sus discípulos. Por otra parte, ese título evoca el relato de la creación de Eva, en la cual Adán encuentra la compañera que buscaba y le da el nombre de «mujer». Así, en el evangelio según san Juan, María representa la mujer nueva, la compañera del Redentor, nuestra Madre: ese título, en apariencia poco afectuoso, es cierto, pero que expresa realmente la grandeza de su misión perenne.
En cuanto a «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4), cabría objetar que tiene mucho, pues fue ella quien le dio la carne y la sangre, o sea su cuerpo; y no sólo su cuerpo, porque con su «sí», pronunciado desde lo más hondo de su corazón virginal, ella engendró a Jesús en su vientre; con amor maternal le dio la vida y lo introdujo en la comunidad del pueblo de Israel.
Puesto por delante este lenguaje, pisamos el buen camino para entender su respuesta. Porque todo esto debe hacernos recordar que en el contexto de la encarnación de Jesús hay dos diálogos juntos que se funden entre sí. Está, ante todo, el diálogo de María con el arcángel Gabriel, cuando ella dice: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Pero existe un texto paralelo a este, cabría precisar que un diálogo dentro de Dios, recogido en la carta a los Hebreos, al afirmar que las palabras del salmo 40 son como un diálogo entre el Padre y el Hijo, diálogo con el que se inicia la Encarnación. El Hijo eterno le dice al Padre: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo [...] He aquí que vengo [...] para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 5-7; cf. Sal 40, 6-8).
El «sí» del Hijo —«He aquí que vengo para hacer tu voluntad»— y el «sí» de María —«Hágase en mí según tu palabra»— se convierten, pues, en un único «sí». De esta manera el Verbo se hace carne en María. En este doble «sí» la obediencia del Hijo se hace cuerpo, y María con su «sí» le da el cuerpo. «¿Qué tengo yo contigo, mujer?». ¿Qué tengo...? La relación más profunda que Jesús y María tienen es este doble «sí», gracias a cuya coincidencia se realizó la Encarnación.
Con su respuesta nuestro Señor alude a este punto de su profundísima unidad. A él remite a su Madre. Ahí, en este común «sí» a la voluntad del Padre, se encuentra la solución. Hacia este punto también debemos nosotros aprender a dirigir nuestros pasos; ahí encontraremos la respuesta a nuestras preguntas.
Partiendo de ahí comprendemos ahora también la segunda frase de la respuesta de Jesús: «Todavía no ha llegado mi hora». Jesús nunca actúa solamente por sí mismo; nunca actúa para agradar a los otros. Siempre actúa partiendo del Padre, y esto es precisamente lo que lo une a María, porque ahí, en esa unidad de voluntad con el Padre, ha querido poner también ella su petición. Por eso, después de la respuesta de Jesús, que parece rechazar la petición, ella sorprendentemente puede decir a los servidores con sencillez: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).
Jesús no hace un prodigio, sino que realiza un signo con el que anuncia su hora, la de las bodas, la de la unión entre Dios y el hombre. No se limita a «producir» vino, sino que transforma las bodas humanas en una imagen de las divinas. Las bodas se convierten en imagen del momento en que Jesús lleva su amor hasta el extremo, permite que le desgarren el cuerpo, y así se entrega a nosotros para siempre, se hace uno con nosotros: bodas entre Dios y el hombre.
La de la cruz es la hora de la que brota el Sacramento, donde él se nos da realmente en carne y sangre, pone su cuerpo en nuestras manos y en nuestro corazón; esta es la hora de las bodas. Así, la hora de Jesús no ha llegado aún, pero en el convertir el agua en vino, en el signo del don festivo, anticipa ya en este momento su hora.
El evangelista san Juan pone de relieve simbólicamente que Jesús es el esposo de Israel, del nuevo Israel que somos nosotros todos en la fe, el esposo que vino a traer la gracia de la nueva Alianza, representada por el «vino bueno». También destaca el papel de María: al principio se la llama «la madre de Jesús», pero después el Hijo mismo llama «mujer». Lo cual implica de hecho que Jesús antepone al parentesco el vínculo espiritual, según el cual María personifica a la esposa amada del Señor, es decir, al pueblo que él se eligió para irradiar su bendición sobre toda la familia humana.
El símbolo del vino, unido al del banquete, vuelve a proponer el tema de la alegría y de la fiesta. El vino, además, como las otras imágenes bíblicas de la viña y de la vid, alude metafóricamente al amor: Dios es el viñador, Israel es la viña, una viña que encontrará su realización perfecta en Cristo, del cual nosotros somos los sarmientos; el vino es el fruto, es decir, el amor, porque precisamente el amor es lo que Dios espera de sus hijos.
Al lado de la tradición –posiblemente la más acertada- que ve en el milagro de Caná una figura de la eucaristía, encontramos otra que lo considera como figura del bautismo. El acento recae entonces en el símbolo del agua y no en el del vino, como sucede con la tradición anterior. Grandes misterios en Caná.