Domingo de «Gaudete»
«Estad siempre alegres en el Señor […] El Señor está cerca» (Flp 4,4-5).
La liturgia, pues, nos invita con san Pablo a la alegría. Por eso precisamente este domingo III de Adviento se denomina «Gaudete». Son, por otra parte, palabras con que san Pablo VI quiso titular, en 1975, su memorable exhortación apostólica sobre la alegría cristiana: «Gaudete in Domino!».
De alegría cristiana va la cosa, claro es. Entiendo, por eso mismo, que el refranero no anda descaminado cuando afirma que «la alegría es don de Dios y bondad del corazón», y que «la alegría, en el alma sana se cría». De suerte que «una onza de alegría vale más que cien quintales de melancolía». El exhorto suena solo: «alegría ten, y vivirás bien», pues «corazón alegre, sabe hacer fuego de la nieve».
El Adviento es tiempo de alegría, ya que hace revivir la espera del nacimiento del Hijo de Dios de la Virgen María. Saber que Dios no está lejos, sino cerca, que no es indiferente, sino compasivo, que no es extraño, sino Padre misericordioso, que sigue respetando amorosamente nuestra libertad: todo esto es motivo de una alegría profunda, a pocas cosas comparable, de plenitud.
Inconfundible característica de la alegría cristiana es que puede convivir con el sufrimiento porque está totalmente basada en el amor. En efecto, el Señor, que «está cerca» de nosotros hasta el punto de hacerse hombre, viene a infundirnos su alegría, esa que podemos calificar como la alegría de amar.
Sólo así se explica, por otra parte, la serena alegría de los mártires incluso en medio de las pruebas, o también la sonrisa de los santos de la caridad en presencia de quienes sufren: una sonrisa que no ofende, sino que consuela. Quienes así se comportan son conscientes de que «la alegría es el mayor bien de la vida»; es más: «la alegría baja del cielo», «viene de arriba».
«¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20), suplicaban los cristianos de primera hora, entonces con el arameo marana-tha y hoy nosotros en la celebración de la Eucaristía. Urge revestirnos de cordial y santa bondad para con todos los hombres. Vivir sabiendo uno que tiene a Dios cerca, y al Verbo encarnado pegado a tu corazón, constituye la raíz más profunda de la alegría cristiana y la clave de una vida destinada a la eternidad.
Comenta san Agustín: «¿Qué es gozarse en el mundo? Gozarse en el mal, en la torpeza, en las cosas deshonrosas y deformes. En todas estas cosas encuentra su gozo el mundo […] Por lo tanto, hermanos, alegraos en el Señor, no en el mundo; es decir, gozaos en la verdad, no en la maldad; gozad con la esperanza de la eternidad, no con la flor de la vanidad. Sea ése vuestro gozo, y dondequiera y cuando quiera os halléis aquí, el Señor está cerca; no os inquietéis por nada [Flp 4,4.5-6]» (Sermón 171,4-5).
Se trata de la alegría de los cristianos, de los que peregrinan con la Iglesia en el mundo entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, de los que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo. Cobra singular elocuencia en la primera lectura el profeta Sofonías, al final del siglo VII a.C., dirigiéndose a la ciudad de Jerusalén: «Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén […] El Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso salvador» (So 3, 14. 17). Esta promesa se realizó plenamente en el misterio de la Navidad.
¿Qué hemos de hacer, pues? (Lc 3, 10-18). ¿Qué procede hacer? La alegría de ser de Cristo nos da a todos una actitud de sinceridad para adaptar nuestra vida incondicionalmente a la voluntad amorosa de Dios: El Adviento, en cuanto tiempo de preparación navideña entraña profundas actitudes penitenciales: disponibilidad por la renuncia, por la esperanza y por la alegría.
La alegría que la liturgia suscita en el corazón de los cristianos no está reservada sólo a ellos: es un anuncio profético que se destina a todo el género humano y de modo particular a los más pobres, en este caso a los más pobres en alegría. Para hacernos una idea, aunque sea vaga, no hay como traer a la mente a nuestros hermanos y hermanas del Oriente Próximo, o de zonas del África Subsahariana, o a los emigrantes, o a los náufragos en medio del mar, o a los que sufren el drama de la guerra. ¿Cómo tener alegría en esas condiciones? ¿Qué alegría pueden vivir estos hermanos nuestros tan duramente probados? ¿Cómo será su Navidad?
¿Y qué decir de los enfermos incurables y de las personas que viven solas? ¿Y de quienes, además de los sufrimientos físicos, padecen también sufrimientos en el espíritu, porque a menudo se sienten abandonados, aislados, relegados de la sociedad? ¿Cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al respeto en su sufrimiento? Más aún: puesto ya uno en esta retahíla de interrogantes, ¿qué comentar de quienes sufren de tristeza, que los hay?
Porque hay personas que han perdido el sentido de la verdadera alegría, especialmente si son jóvenes, y encima la buscan en vano donde resulta imposible de encontrar: No podemos menos de confrontar la liturgia de hoy y su «Alegraos» con estas realidades dramáticas. Nótese que san Pablo dice «Gaudete in Domino semper».
Se trata, pues, de alegrarse, sí, pero de hacerlo en el Señor. Y aquí tendríamos que añadir: en el Señor que está ya cerca. Ahí precisamente estriba la verdadera alegría. Como en tiempos del profeta Sofonías, la palabra del Señor se dirige de modo privilegiado justamente a quienes soportan pruebas, a los «heridos de la vida y huérfanos de alegría». La invitación a la alegría no es un mensaje alienante, ni tampoco un estéril paliativo, sino, más bien, una profecía de salvación, una llamada a un rescate que parte de la renovación interior, una explosión de entusiasmo dentro del alma.
El Adviento es tiempo de compromiso y conversión para preparar la venida del Señor, pero la Iglesia hoy nos hace pregustar la alegría de la Navidad ya cercana. Este aspecto gozoso está presente en las primeras lecturas bíblicas de este domingo. El Evangelio, en cambio, tira más por la otra dimensión característica del Adviento: la de la conversión en vista de la manifestación del Salvador, anunciado por Juan Bautista.
La primera lectura es una invitación insistente a la alegría. El motivo esencial por el que la hija de Sión puede exultar se expresa en la afirmación del profeta Sofonías: «El Señor está en medio de ti» (Sof 3,15.17); literalmente sería «está en tu seno», con una clara referencia al morar de Dios en el Arca de la Alianza, situada siempre en medio del pueblo de Israel.
El profeta quiere decirnos que no existe ya motivo alguno de desconfianza, de desaliento, de tristeza, cualquiera que sea la situación que se debe afrontar, porque estamos seguros de la presencia del Señor, que por sí sola basta para tranquilizar y alegrar los corazones. Hace entender, además, que esta alegría es recíproca: nosotros somos invitados a alegrarnos, pero también el Señor se alegra por su relación con nosotros; en efecto, el profeta escribe: «Se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo» (v.17). Sofonías aquí resulta sencillamente delicioso.
En la segunda lectura san Pablo invita a los cristianos de Filipos a alegrarse en el Señor. ¿Alegrarnos? ¿Por qué? Es claro: porque «el Señor está cerca» (Flp 4, 5). Debemos alegrarnos por esta cercanía suya, por esta presencia suya y buscar entender cada vez más que está realmente cerca, y así ser penetrados por la realidad de la bondad de Dios, de la alegría de que Cristo está con nosotros.
La alegría que el Señor nos comunica debe hallar en nosotros un amor agradecido. Es plena cuando reconocemos su misericordia, estamos atentos a los signos de su bondad, si realmente percibimos que esta bondad de Dios está con nosotros, y le damos gracias por cuanto recibimos de Él cada día. Quien acoge los dones de Dios de manera egoísta no encuentra la verdadera alegría; en cambio, quien hace de los dones recibidos de Dios ocasión para amarle con sincera gratitud y para comunicar a los demás su amor, tiene el corazón verdaderamente lleno de alegría.
Hoy el Evangelio nos dice que para acoger al Señor que viene, hemos de prepararnos mirando bien nuestra conducta de vida. A las diversas personas que le preguntan qué deben hacer para estar preparadas para la venida del Mesías (cf. Lc 3, 10.12.14), Juan Bautista responde que Dios no exige nada de extraordinario, sino que cada uno viva según criterios de solidaridad y de justicia; sin ellos no es posible prepararse bien al encuentro con el Señor. Por lo tanto preguntemos también nosotros al Señor qué espera y qué quiere que hagamos, y empecemos a entender que no exige cosas extraordinarias, sino vivir la vida ordinaria con rectitud y bondad.
Juan Bautista, claro, indica a quién debemos seguir. Niega ser él mismo el Mesías, y después proclama con firmeza: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias» (v.16). Gran humildad la de Juan el Precursor al reconocer que su misión es la de preparar el camino a Jesús. Al decir «yo os bautizo con agua» denota que su acción es simbólica. Él, en efecto, no puede eliminar ni perdonar los pecados: bautizando con agua sólo puede indicar que es necesario cambiar la vida. Pero Juan, al mismo tiempo, anuncia la venida del «más fuerte», que «os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (ib.).
Usa Juan, en fin, imágenes un tanto fuertes para invitar a la conversión. No lo hace por infundir temor –las suyas no son palabras atemorizadoras-, sino, más bien, para incitar a acoger el Amor de Dios, único que puede purificar verdaderamente la vida. Dios se hace hombre como nosotros para donarnos una esperanza que es certeza en medio de un mundo plagado de incertidumbres: si le seguimos viviendo de modo coherente nuestra vida cristiana, Él nos atraerá cabe Sí; y nos conducirá a la comunión con Él. En nuestro corazón entonces estarán la verdadera alegría y la verdadera paz también en las dificultades y en los momentos de debilidad.