Domingo de la Sagrada Familia
Se antoja difícil, si es que no imposible, entender la Navidad fuera del marco familiar. Conviene recordarlo hoy, domingo de la Sagrada Familia (Ciclo-C). Dice san Lucas que los pastores de Belén, apenas recibido el anuncio del ángel, acudieron presurosos y «encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, pues, no sólo encontraron al Niño Jesús, sino también a una pequeña familia: madre, padre e hijo recién nacido. Dios quiso revelarse naciendo en una familia humana y, por eso, esta ha pasado a convertirse en icono de Dios.
De suerte que Dios mismo es Trinidad, comunión de amor, y la familia es, con toda la diferencia que existe entre el Misterio de Dios y su criatura humana, una expresión que refleja el Misterio insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el matrimonio llegan a ser «una sola carne» (Gn 2,24), o sea comunión de amor que engendra nueva vida. La familia humana es, en cierto sentido, icono de la Trinidad por el amor interpersonal y la fecundidad del amor.
La Liturgia propone hoy el célebre episodio evangélico de Jesús perdido y hallado en el Templo de Jerusalén. Sorprendidos y preocupados, sus padres lo encuentran después de tres días discutiendo con los doctores. Vale aquí la pena recordar que este misterio cierra la nómina de los gozosos del Santo Rosario. A su madre, que le pide explicaciones, Jesús le responde con una doble pregunta, tan inesperadas ambas como incomprendidas: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabías que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2,49).
Hay traducciones que rinden «cosas de mi Padre» en vez de «casa de mi Padre». Sea de ello lo que fuere, cierto es, sin duda, que Jesús afirma, delante de José (v.48), que tiene a Dios por Padre (cf. Lc 10,22; 22,29; Jn 20,17); y que reclama para sí relaciones superiores a las de la familia humana. Estamos, en todo caso, ante la primera manifestación de su conciencia de ser «el Hijo» (cf. Mt 4,3). El episodio refleja a un Jesús adolescente lleno de celo por Dios y por el Templo. Oportunidad habrá de que dicho celo llegue a expulsar del Templo a traficantes y cambistas por haber convertido tan santo recinto en una casa de mercado (cf. Jn 2,17).
El icono de la Sagrada Familia nos ofrece, por otra parte, la posibilidad de vislumbrar el sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una deseable colaboración entre los educadores y Dios. La familia cristiana es consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. No es posible, pues, considerarse como posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al plan de Dios, está llamada a educarlos en la mayor libertad, que es precisamente la de decir «sí» a Dios para hacer su voluntad. La Virgen María es el ejemplo perfecto de este «sí». A ella le encomendamos la preciosa misión educativa de las familias, no pequeña ni remisible para cuando ya sea tarde.
El verdadero significado de esta fiesta –haber venido Dios al mundo en el seno de una familia-, indica que la institución familiar es camino seguro para encontrar y conocer a Dios, así como llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos en torno al amor. De donde sale que uno de los mayores servicios que los cristianos pueden prestar a sus semejantes es ofrecerles el testimonio sereno y firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el presente y el futuro de la humanidad. Considero muy de temer que a la familia le estén saliendo enemigos prestos a destruirla por no reparar, ni los atacantes ni los atacados, en su divino fundamento, ya que la familia viene de Dios. Los demagogos de la posverdad no saben qué inventarse.
Se reconozca o no, la familia es, en efecto, la mejor escuela donde aprender a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos. También se comparten en ella penas y alegrías, arropados todos por el cariño que reina dentro del seno familiar. Hasta el dolor resulta más llevadero cuando se soporta compartido dentro de la familia.
Jesús en la casa de Nazaret: «crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). Fue obediente y sumiso, como debe ser un hijo con sus padres. Esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José viene a decirnos todos los años que Él vivió en la tierra, y constituye, por tanto, el período más largo de esa total e ininterrumpida obediencia tributada al Padre celeste. No son muchos los años que Jesús dedicó al servicio de la Buena Nueva y finalmente al Sacrificio de la Cruz. Pertenece así a la Sagrada Familia una parte importante de ese divino misterio, cuyo fruto es la redención del mundo.
La familia está situada en el centro mismo del bien común en sus varias dimensiones, precisamente porque en ella es concebido y nace el hombre. Es necesario hacer todo lo posible para que desde la concepción, este ser humano sea querido, esperado, vivido como un valor particular, único, irrepetible. Este ser debe sentirse importante, útil, amado y valorado, incluso si está inválido o es minusválido; es más, por esto precisamente más amado aún.
El Hijo de Dios, al encarnarse por nuestra salvación eligió una familia. Nos mostró, así, que el matrimonio y la familia forman parte del plan de salvación y que desempeñan un papel singular para el bien de la persona y de la sociedad humana. En el Evangelio no encontramos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad. María y José introdujeron a Jesús en la comunidad religiosa frecuentando la sinagoga de Nazaret. Con ellos aprendió a hacer la peregrinación a Jerusalén, como narra el pasaje evangélico que la liturgia de hoy propone a nuestra meditación.
Este episodio evangélico revela la vocación más auténtica y profunda de la familia: acompañar a cada uno de sus componentes en el camino de descubrimiento de Dios y del plan que ha preparado para él. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres conoció toda la belleza de la fe, del amor a Dios y a su Ley, así como las exigencias de la justicia, que encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). De ellos aprendió que en primer lugar es preciso cumplir la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre.
La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el «prototipo» de toda familia cristiana que, unida en el sacramento del matrimonio y alimentada con la Palabra y la Eucaristía, está llamada a realizar la estupenda vocación y misión de ser célula viva no sólo de la sociedad, sino también de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano.
Cabe preguntarnos: ¿de quién había aprendido Jesús el amor a las «cosas» de su Padre? Ciertamente, como hijo tenía un conocimiento íntimo de su Padre, de Dios, una profunda relación personal y permanente con Él, pero seguro que, en su cultura concreta, aprendió de sus padres las oraciones, el amor al templo y a las instituciones de Israel. Podemos, siendo así, afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el templo era fruto sobre todo de su íntima relación con el Padre, sin duda, pero también de la educación recibida de María y de José. Aquí, en fin, se puede vislumbrar el sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración que siempre se ha de buscar entre los educadores y Dios.
Uno de los mayores servicios que los cristianos podemos prestar a nuestros semejantes es, en consecuencia, ofrecerles nuestro testimonio sereno y firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el presente y el futuro de la humanidad.
La primera vez que Jesús entró en el Templo del Señor fue a los cuarenta días de su nacimiento, cuando sus padres ofrecieron por Él «un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2,24), es decir la ofrenda de los pobres. «Lucas, cuyo Evangelio está impregnado todo él por una teología de los pobres y de la pobreza, nos da a entender –según Benedicto XVI- que la familia de Jesús se contaba entre los pobres de Israel; nos hace comprender que precisamente entre ellos podía madurar el cumplimiento de la promesa» (La infancia de Jesús, 88). Hoy Jesús está nuevamente en el Templo, pero esta vez desempeña un papel diferente, que le implica en primera persona. Él realiza, incluso sin haber cumplido aún los trece años de edad, con María y José, la peregrinación a Jerusalén según cuanto prescribe la Ley (cf. Ex 23,17; 34,23s): un signo de la profunda religiosidad de la Sagrada Familia.
La preocupación de María y de José por Jesús es la de todo padre que educa a un hijo, que le introduce a la vida. Hoy, por lo tanto, cumple elevar una oración especial por todas las familias del mundo. Imitando a la Sagrada Familia de Nazaret, los padres se han de preocupar seriamente por el crecimiento y la educación de los propios hijos, para que maduren como hombres responsables y ciudadanos honestos, sin olvidar nunca que la fe es un don precioso que se debe alimentar en los hijos incluso con el ejemplo personal.
Oremos al mismo tiempo para que cada niño sea acogido como don de Dios y sostenido por el amor del padre y de la madre, para poder crecer como el Señor Jesús «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). Que el amor, la fidelidad y la dedicación de María y José sean ejemplo para todos los esposos cristianos: lejos de ser amigos o dueños de la vida de sus hijos, son los custodios de este don incomparable de Dios. Que el silencio de José, hombre justo (cf. Mt 1,19), y el ejemplo de María, que conservaba todo en su corazón (cf. Lc 2, 51), nos adentren en el misterio pleno de fe y de humanidad de la Sagrada Familia.