La Navidad, misterio de Dios
Adentrarse en el misterio de la Navidad es como acudir a Belén para contemplar la gloria del Cielo en el desvalimiento de un Niño, venido a la tierra para salvar lo que estaba perdido. Ninguna herramienta mejor para dar rienda suelta a semejante peregrinaje que la teología. Con ella de la mano, podremos celebrar contemplativos el dulce recuerdo del nacimiento humilde y maravilloso de Cristo en el mundo, en la historia y entre nosotros.
La Palabra de Dios, viviendo en la carne pobre y pura de Jesús, se nos hizo nuestro hermano, nuestro guía, nuestro colega, nuestro amigo, nuestro líder, nuestra vida. Nacido el Mesías, vayamos presurosos a Belén, « transeamus usque ad Betlem » (Lc 2,15); y veamos un poco 'cómo son las cosas, « et videamus hoc Verbum quod factum est » ( ibid.). Y este afán de saber, de tocar la prodigiosa realidad de la venida del Emmanuel al mundo; de creer en el misterio de la Encarnación, de acudir al contacto personal con Cristo: esto es Navidad.
Meditar sobre el nacimiento de Cristo Jesús en el mundo, ocurrido hace veintiún siglos en Belén de Judá, conocida como la ciudad de David, en circunstancias que todos conocemos, es a todas luces apasionante. Tenemos ante los ojos de nuestra imaginación el cuadro del acontecimiento. Se refleja en nuestras almas y, de forma mística y sacramental, se renueva con misterioso realismo sobre el altar durante la celebración de la santa Misa.
Nuestra atención puede tomar dos caminos. Uno, el de la escena histórica y sensible, evocada por san Lucas (quien probablemente la oyó contar a María misma, la Madre, la protagonista del hecho que se conmemora); es la escena del pesebre, la escena idílica del miserable alojamiento ocasional, escogido por los dos peregrinos, María y José, para el inminente nacimiento; todo atrae nuestro interés: la noche, el frío, la pobreza, la soledad; y después, el abrirse de los cielos, el incomparable anuncio angélico, la llegada de los pastores. La fantasía reconstruye los particulares; es un paisaje arcádico, la verdad, que se antoja familiar, para una historia encantadora. Todos nos volvemos niños y disfrutamos con la vivencia de ese momento delicioso.
Pero nuestra mente se siente atraída por otro camino de reflexión, que es el profético. ¿Quién es Aquel que ha nacido? El anuncio angélico en esta noche lo dice con precisión: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). El anuncio adquiere en el acto una maravillosa particularidad: la de una meta alcanzada. Ante nosotros se presenta no sólo el hecho, siempre conmovedor, de un nuevo hombre que entra en el mundo (cfr. Jn 16,21), sino que se presenta también una historia, un designio que atraviesa los siglos, un Salvador.
El nacimiento de Cristo señala, en el cuadrante de los siglos, el momento crucial del cumplimiento de este plan divino, mantenido en alto por encima del torrente tumultuoso de la historia humana; el nacimiento de Cristo señala «la plenitud de los tiempos» de que habla san Pablo (Gal 4, 4; Ef 1, 10), en la que se observa una convergencia de los destinos humanos; se cumple la lejana profecía de Isaías: «Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y se llamará su nombre “Maravilla de Consejero”, “Dios Fuerte”, “Siempre Padre”, “Príncipe de la Paz”· Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia, desde ahora y hasta siempre» (Is 9,6-7).
Sobre este niño, que es Hijo de Dios e hijo de María, nacido bajo el régimen de la ley mosaica (Gal 4,4), recae toda la tradición trascendente, de la que Israel era portador; y en Él se transforma y se difunde por el mundo. Este pequeño Jesús de Belén es el punto focal de la historia de la humanidad; en él se concentran las sendas humanas todas, desembocando en el camino recto de la elección de los hijos de Abraham, el cual vio de lejos, en la noche de los siglos, este futuro punto luminoso y, como Cristo mismo nos dijo: «lo vio y se llenó de gozo» (Jn 8, 56).
Esta visión de la Navidad que es la verdadera, es, especialmente para todos, motivo de reflexión sobre la suerte del mundo. Es una visión vinculada con la humildísima cuna, en la que está reclinado el Verbo de Dios hecho carne. Allí donde llega esta irradiación cristiana llamada Evangelio, llega la luz, llega la unidad, llega el hombre no ya con la cabeza baja, sino erguido, llega la dignidad de su persona, llega la paz, llega la salvación.
Ciertamente, en la Noche santa de Belén, la elección es fácil, es dulce, es fuerte; cada uno puede decir con corazón gozoso: ¡El ha venido para mí! (cfr. Gal 2,20; Ef 5,2), lo cual es grande, imprevisible, consolador, misterioso. Porque la Navidad es puro misterio desde cualquiera de sus múltiples facetas a estudiar y a contemplar. Me detendré sólo en tres, a cual más bella y estimulante.
1. Misterio de la Palabra hecha carne. - La Iglesia recuerda que «gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de la gloria divina brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor» (Prefacio de Navidad I: Misal, BAC 1, 945). Y san Agustín, del que no me canso de aprender, que «se llama día del nacimiento del Señor a la fecha en que la Sabiduría de Dios se manifestó como niño y la Palabra de Dios, sin palabras, emitió la voz de la carne» (Sermón 185,1). Y san Juan Pablo II, que «el anuncio esencial de la Navidad es la Encarnación del Hijo de Dios. La Palabra del Padre se hace carne y habita entre nosotros (cf. Jn 1,14). Viene para el hombre. Para cada uno de los hombres» (22.12.1979: Pueblo de Dios 1979, p. 1076).
La oración del Ángelus, siendo así, esconde siempre un aire navideño, porque nos recuerda que la Navidad es el tiempo litúrgico de la Encarnación y del Nacimiento del Hijo de Dios; tiempo de la plenitud de los tiempos; tiempo en que el Padre celeste nos da el don de su Hijo, don por excelencia, en el que hemos recibido todos los dones en el orden de la naturaleza y de la gracia. Jesús Niño, al nacer, «trae consigo al mundo todo el amor del Padre al hombre. Es revelación de la divina 'filantropía'. El Padre se da a Sí mismo, en Él, a todo hombre, y en Él se confirma la herencia eterna del hombre en Dios. En Él se revela, hasta el fin, el futuro del hombre» (San Juan Pablo II: 25-XII-1979: Ib., p.1134).
Un misterio, pues, este de la Palabra hecha carne, que sitúa a la humanidad entera en el espacio abierto del Espíritu, el cual nos ayuda a comprender que el Amor pudo más que el desamor. La indefensión pudo más que el orgullo y la esclavitud de las malas posesiones de la vida. El misterio de la Palabra hecha carne evidencia, por otra parte, que Dios está entre nosotros, porque se allegó hasta los hombres de la manera más extraordinaria y sencilla que quepa imaginarse, con propósitos, eso sí, de salvación y elevación. El Amor, por eso mismo, no cesa de salvar, como la soberbia no cesa de perder. Se trata de un Amor que nos penetra y nos gana; un Amor ante el que no cabe más que reconocer y adorar.
2. Misterio del Emmanuel. - Emmanuel es vocablo hebreo que significa «Dios con nosotros». Es nombre impuesto por Dios al Mesías. Lo vaticina Isaías: «He aquí que la virgen grávida da a luz un hijo y le llama Emmanuel» (Is. 7,14; cf.8, 8-l0). San Mateo recoge este oráculo al rematar las genealogías de Jesucristo, Hijo de David, y su nacimiento: «Todo esto -escribe- sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que traducido significa: “Dios con nosotros”» (Mt 1,22-23).
Profunda, inacabable y sublime, la teología del Emmanuel: «Puesto que la Palabra de Dios que permanece por siempre se hizo carne para habitar en medio de nosotros, dada la forma de Dios, oculta, pero estable, le ponemos por nombre Emmanuel, como lo anunció Gabriel. Permaneciendo en su ser, Dios se hizo hombre, para que ciertamente se llame al hijo del hombre Dios con nosotros; no es Dios uno y hombre otro» (San Agustín, Sermón 187,4). Y es que Dios nos ha dicho a los hombres, en Jesucristo, su Palabra definitiva: Emmanuel. Yo estoy con vosotros. Y ahora de una manera irrevocable, no como en la antigua fórmula de la Alianza, que siempre podía romperse por culpa del hombre.
El Emmanuel está sobrentendido en el «et habitavit in nobis», del Ángelus. Ello significa que la Encarnación comporta un desposorio, de la divinidad con la humanidad en Cristo, de lo sobrenatural con lo natural, de Cristo Dios con Cristo hombre, del Cristo Cabeza con el Cristo miembros para formar el Christus totus, esto es: Cristo y la Iglesia. Por eso la Navidad es la fiesta de las bodas místicas de Cristo con la Iglesia. Un desposorio indisoluble, ciertamente, como indisoluble es también la unión hipostática.
Indica la Navidad, de igual modo, vista desde el prisma del Emmanuel, la presencia de Dios Padre en los hombres por medio de su Hijo. Y de Cristo en la Iglesia por medio de su Encarnación. Y de la Encarnación en la vida espiritual de los fieles en cuanto Iglesia y como individuos por medio de la gracia: «De su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad vino por Jesucristo» (Jn 1,16-17).
Es el Emmanuel de la Navidad, en fin, el misterio santo por el que celebramos que «Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza, se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al Reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado» (Prefacio de Navidad II: Misal BAC 1, 946). Presencia de Dios Padre en Cristo; presencia de Dios Cristo Hijo en la Iglesia; presencia de la Iglesia en el mundo y en los hombres. Una presencia de amor, una presencia providente, una presencia de gracia.
3. Misterio de la «Kénosis» del Verbo. - A pesar de que los misterios son para la mente humana como la noche oscura de los tiempos, reconocemos en ese enigmático mundo de lo ignoto y mistérico cierta jerarquía y cierta gradación: los hay más y menos. Misterio es indudablemente que Jesucristo muera en la cruz. Y misterio asimismo es que el Hijo de Dios se encarne. Pero los teólogos encuentran un abismo mayor en el segundo. De ahí que la redención empiece desde que María pronuncia el Sí. Empieza entonces la kénosis del Verbo, su revestimiento de los harapos humanos, su infinita humillación.
También la Natividad del Señor, por consiguiente, y antes la misma Encarnación pueden ser entendidas desde los esquemas del anonadamiento redentor. «¿Cómo se anonadó? Recibiendo lo que no era, sin perder lo que era. Se anonadó, es decir, se humilló. Siendo Dios, se manifestó como hombre» (San Agustín, Sermón 92,2). La interpretación agustiniana de Filipenses 2,7ss resulta, en este sentido, de una riqueza panorámica singular: «Se rebajó tomando la forma de siervo», y el Obispo de Hipona responde preguntándose: «¿Qué hay de más rico que la forma de Dios?; ¿qué de más pobre que la forma de siervo?» (Sermón 41,7).
Aquí, si bien se medita, descubrimos ya estrechamente relacionadas la Navidad y la Pobreza. En su completa radicalidad, digamos que la Pobreza sin la cual es imposible la verdadera riqueza, presente en la misma cuna de Belén. Porque la verdadera pobreza es la humildad, y no hay humildad mayor que la del Hijo de Dios encarnado.
Si en lo relativo a la palabra Emmanuel llegábamos a la conclusión de que en la Encarnación se da el desposorio de Cristo con la Iglesia, aquí podemos añadir igualmente este desposorio de la divinidad con la humildad, del espíritu con la carne, de la riqueza con la pobreza. Ante el portal de Belén acaban las grandezas humanas todas. Porque la infinita divinidad queda en Belén recluida dentro de los angostos límites de un destartalado Establo en el que yace un recién nacido, necesitado de los más elementales y tiernos cuidados maternales.
Retórico de cuerpo entero, el de Hipona juega a placer aquí con la figura de la antítesis al escribir: «El creador de María nació de María; es hijo de David el señor de David; del linaje de Abrahán quien existe antes que Abrahán. El creador de la tierra fue hecho en la tierra; el creador del cielo fue creado bajo el cielo. Él es el día que hizo el Señor, y el Señor mismo es el día de nuestro corazón. Caminemos en su luz, exultemos y gocémonos en él» (Sermón 187, 4).