La Navidad, salvación del hombre



La Navidad y salvación del hombre es otro de los grandes temas que la teología recoge de la sagrada Escritura para regocijo del corazón. La teología se esfuerza por entender ese misterio a la luz de la fe. O más concretamente aún que la teología, la cristología, una de sus concreciones. Ya en la Noche Buena, el ángel alude a ella en su buena noticia a los pastores: «Os anuncio una gran alegría» (Lc 2,10). Frase que, andando el tiempo, pasará al ceremonial de la Iglesia católica: cuando el cardenal proto-diácono, al cabo de un cónclave, se dirija desde la Logia central de la basílica de San Pedro a la multitud con las palabras: Annuntio vobis gaudium magnum.

Pero lo que del purpurado de turno sigue –habemus Papam!- se queda corto ante el ángel de la Noche Santa, cuyo parlamento resuena incomparablemente más cordial y emotivo: «os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). ¡Un salvador! El que trae la salvación al género humano. El que, en sí mismo, es Jesús, es decir, salud-salvación, y por ende, salvador.

Vista por ese espléndido prisma de la sublimación de lo humano, la Navidad se enseña particularmente atractiva y deliciosa y mistérica en no pocos ámbitos de la vida. Navidad es, por eso mismo, una fiesta esperada por todos. La alegría de su celebración es evidente en todos los ambientes. Meses antes el mundo se sumerge en una vorágine de mercado donde abunda la oferta y la demanda.

Todo esto es aceptable, en realidad, con tal de mantenerse dentro de las constantes de la cordura y de la templanza. Lo malo sería olvidarse del verdadero significado de la Navidad. En ella celebramos el cumplimiento de las profecías mesiánicas, que es el «Amor de Dios entre nosotros». Hay quienes la celebran al estilo pagano convirtiéndola en un desenfrenado consumismo y en una juerga materialista y bullanguera, sin tener en cuenta el sentido espiritual. Jesús nace para la humanidad que busca libertad y paz; para un mundo sediento de esperanza. El humilde pesebre sobre cuyas pajas yace nos habla, pues, de humildad, de pobreza y de amor. La bibliografía cristológica, al respecto, es particularmente copiosa y sugestiva. Veamos sólo algunos puntos de reflexión.

1. Fiesta de la humanidad. La Navidad es la fiesta del hombre. «Si celebramos con tanta solemnidad el nacimiento de Jesús, lo hacemos para dar testimonio de que todo hombre es alguien, único, irrepetible. Si es verdad que nuestras estadísticas humanas, las catalogaciones humanas, los humanos sistemas políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas no son capaces de asegurar al hombre que pueda nacer, existir y obrar como único e irrepetible, todo eso se lo asegura Dios. Por Él y ante Él, el hombre es único e irrepetible; alguien eternamente ideado y eternamente elegido; alguien llamado y denominado por su propio nombre.- Lo mismo que el primer hombre, Adán; y lo mismo que el nuevo Adán, que nace de la Virgen María en la gruta de Belén: 'a quien pondrás por nombre Jesús'(Lc 1,31)» (San Juan Pablo II: 28.12.1978).



«Es, efectivamente, la humanidad la que queda elevada con el nacimiento de Dios en la tierra. La humanidad, 'la naturaleza' humana, queda asumida en la unidad de la Divina Persona del Hijo; en la unidad del Verbo Eterno, en el que Dios se expresa eternamente a Sí mismo; esta Divinidad, Dios la expresa en Dios: Dios verdadero en Dios verdadero: el Padre en el Hijo, y ambos en el Espíritu Santo» (Ib., p.388).

La patrística dejó dicho que había quedado salvado lo que había sido asumido. Y el Verbo Eterno, al encarnarse, asumió nuestra naturaleza toda, excepto el pecado, que lo tomó sobre su espaldas para clavarlo en la Cruz.

Pero «en la solemnidad de este día nos elevamos también hacia el misterio inescrutable de este nacimiento divino.Al mismo tiempo, el nacimiento de Jesús en Belén testimonia que Dios ha expresado esta Palabra eterna -su Hijo Unigénito- en el tiempo, en la historia. De esta 'expresión' Él ha hecho y sigue haciendo la estructura de la historia del hombre. El nacimiento del Verbo Encarnado es el comienzo de una nueva fuerza de la misma humanidad; la fuerza abierta a todo hombre, según palabras de San Juan: 'Les dio poder de hacerse hijos de Dios' (Jn 1,12)» (Ib.p.388).

La Navidad, por eso, afecta a cada uno de los hombres, dondequiera que trabaje, crea, sufra, combata, peque, ame, odie, dude, viva o muera.

Omitir u olvidar estas facetas cristológicas dentro del género humano es tanto como perder el sobrenatural encanto de la Natividad del Señor que, de este modo, se verá sumamente rebajada a unas celebraciones meramente mundanales, donde lo religioso se queda reducido a lo meramente circunstancial y transitorio, por no decir banal y anecdótico.

2. Fiesta de la familia. Es la Navidad asimismo fiesta de la familia, ya que la fuerza de su misterio irradia no sólo sobre cada hombre en singular, sino ante todo sobre cada hombre en comunión con los demás hombres. La Navidad es la fuerza divina que irradia sobre todo lo que es humano. Todo lo que es humano, crece a partir de esta fuerza; sin ella se marchita; sin ella va la ruina.

Quiere esto decir que es la familia en general, con la amplísima elasticidad sinonímica del vocablo, la que recibe lustre, fuerza y estímulo en la Navidad: naciones, estados, organizaciones internacionales, sistemas políticos, económicos, sociales y culturales, familias de la más diversa condición, deben procurar que la vida de los hombres sea en sus diversos aspectos cada vez más humana, es decir, cada vez más digna del hombre.

El Señor de la Navidad viene a realizar «la unión, la comunión y la reconciliación entre las realidades celestes y las terrestres: Dios y el hombre" (Pseudo-Macario, Hom. 52,1). Fiesta de la familia, pues, porque Jesús nace en el seno de una familia, porque reconcilia entre sí a todas las familias del universo, y porque nace como Esposo de la Esposa, que es la Iglesia.

«Con El nace la Iglesia, como subraya muy bien San Ambrosio comentando el nacimiento de Cristo: “Mirad los comienzos de la Iglesia que nace: Cristo nace, y los Pastores (esto es, los obispos) comienzan a vigilar para reunir en el atrio del Señor la grey de los gentiles” (Exp. Ev. s. Luc. 2,50)”.

A la Iglesia, por su misión primordial, nacida con Cristo nacido y recibida de El con mandato solemne, incumbe defender la dignidad del hombre» (Ib., p.1077) en singular y en familia, ya que «todo hombre viene al mundo concebido en el seno materno, naciendo de madre, y es precisamente por razón del misterio de la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la Iglesia» (Ib. p.1077), que inmediatamente lo mece y lo acuna en su regazo maternal mediante los sacramentos.



3. Fiesta de la divinización del hombre. Maravillosamente lo resume el argumento del intercambio existente en la Encarnación del Verbo, del «admirabile commercium». «Por él -rezamos en un prefacio-, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues, al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos» (Prefacio de Navidad III: BAC I, p. 947).

Muy bien lo viene a resumir la conocida frase de que Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. La repiten los grandes autores de la primitiva Iglesia, que la heredan de san Agustín, quien vuelve una y otra vez a ella, particularmente cuando pretende subrayar el argumento de la humillación del Verbo: «Tú, siendo hombre, quisiste ser Dios, para tu perdición; él, siendo Dios, quiso ser hombre, para hallar lo que estaba perdido. Tanto te oprimía la soberbia humana, que sólo la humildad divina te podía levantar» (Sermón 188, 3).

«¿Qué hombre conocerá todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Nuestro conocimiento –responde el Obispo de Hipona- es parcial hasta que llegue la plenitud. Para hacernos capaces de alcanzarla, el que era igual al Padre en la forma de Dios, hecho semejante a nosotros en la forma de siervo, nos restaura en la semejanza de Dios. Haciéndose hijo del hombre el hijo único de Dios, convierte en hijos de Dios a muchos hijos de los hombres, y nutriendo, mediante la forma visible de siervo, a quienes son esclavos, los hace libres para ver la forma de Dios» (Sermón 194,4).

La Navidad, concluyendo, contiene una fuerza redentora y deificadora por cuya virtud nos hacemos deiformes, hijos de Dios, paradójicamente por la simplicidad y sencillez del Niño que nos ha nacido, del Hijo que se nos ha dado: «Puer natus est nobis et Filius datus est nobis» (Misal, Navidad).

Y así, uno tras otro, podríamos seguir exponiendo sublimes aspectos del argumento aquí tratado: fiesta de la humillación del Verbo, fiesta de la actuación del Espíritu preparando en el seno de María una carne de la que revestirse, fiesta de las cosas del establo absortas en la noche limpia y grávida de misterios de la Natividad del Señor. Quién sabe si, ante nuestro desentendido comportamiento, olvidadizos y abandonados como somos, Belén se pueda seguir definiendo como la lección nunca del todo aprendida de amor, de vida, y de humanidad.

Belén es el Evangelio de la sencillez hecha carne. Todo lo más humilde y simple y desechado -unas pajas agradecidas, denso frío, como para no olvidar el de los hombres desagradecidos, unos troncos musgosos, un olor de establo y heno pisoteado-, todo ello, tan pobre y tan simple, tan elemental, sirve para recibir al Señor.



Belén es la más segura escuela de certidumbres y de evidencias, sí, pero también la consecuencia de la fría insolidaridad de los hombres, prontos a cerrar la posada y decir que no hay sitio para el extranjero que lo necesita, para el pobre que lo ansía, para el emigrante siempre a la deriva y siempre menesteroso. Pero mientras haya ángeles jubilosos que exultan y cantan, pastores contemplativos, voces de paz en las alturas, mientras sobre unas pajas humildes descanse la plenitud del Amor, Belén será y seguirá siendo siempre Belén de Judá, sí, la casa del Pan para los etimólogos, desde luego, pero sobre todo el prodigio silencioso de la hospitalidad dispensada al Señor del Cielo y de la Tierra.

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