Sentido agustiniano de la Navidad



Adentrarse con san Agustín de la mano en la Navidad es como devolver a esta insondable palabra su esplendor patrístico. No me refiero a la Pascua, que ese término pertenece al retablo litúrgico de palabras mayores, pero sí, por supuesto, a lo que sin duda es su fundamento y dintel, ya que no sería fácil explicar el Calvario sin acudir primero a Belén de Judá, para arrodillarse delante de la cuna y adorar al recién nacido, que llegó como marcado por nuestros pecados.

Es lo que san Agustín enseñó muchas veces a sus fieles de Hipona. Ser en ello medianamente exhaustivo sería tanto como salir a las librerías con libro denso y cimero, y ese no es ahora mi caso. Me contento con exponer tres títulos troncales que pueden ofrecer al lector una panorámica suficiente para que se haga una idea de lo esencial. Renuncio a colgar citas y citas, ya que sería tanto como empedrar el trabajo de textos que, a la postre, podrían volver el artículo árido y desabrido. Prefiero, más bien, que fluya con agilidad y soltura, aunque fuere como torrente en crecida, siempre al rebufo del estilo singular que ponía en este oficio aquel retórico de cuerpo entero que fue Agustín de Hipona.

1. La Navidad es búsqueda

Buscaron los pastores, con rusticidad bucólica tal vez, con gozosa humildad y limpieza de mirada seguramente. Buscaron, porque secundaron el mensaje celeste de paz y amor. Buscaron también los Magos, guiados por la Estrella: secundaron los requerimientos de la ternura, y encontraron porque abrieron su corazón de puro dejar sus cofres y dones, como un ramo de flores, a los pies del Señor. Buscó la Sagrada Familia, en fin, llevando consigo precisamente a quien buscaban, y acabó por encontrar la quietud del hogar y el consuelo del alma. Han buscado en definitiva los convertidos todos a lo largo de los siglos, dado que, como el mismo Señor dice, tú no me buscarías si no te hubiese yo buscado primero.

El hombre es, por esencia, el ser de la búsqueda. De una búsqueda en estado de inquietud, en trance de aventura, en disposición de generosa incondicionalidad. Podemos entender agustinianamente la Navidad como el misterio en permanente demanda de búsqueda, el nacimiento de Alguien a quien debo, no obstante, buscar porque Él me está buscando, ya que «Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que le sigamos buscando; y es inmenso, para que, después de hallado, le sigamos buscando... Porque llena la capacidad de quien le busca y hace más capaz a quien le halla, para que, cuando pueda recibir más, torne a buscarle para verse lleno» (San Agustín, In Io. eu. tr. 63,1). Los matices son aquí elocuentes: se trata de un buscar para encontrar, pero no de un buscar cualquiera, sino auidius, ni tampoco de un encontrar cualquiera, sino dulcius (De Trin. 15,1,2).

La búsqueda típica de la Navidad exige, según san Agustín, el principio de interioridad. El ruido, la vulgaridad, los portazos, el peculiar fragor de juegos estrepitosos puede aturdir, sin duda, pero no calará hasta el corazón. Sólo por la interioridad, la reflexión, la introspección, el repliegue de la vida interior podremos descubrir no ya qué es, sino qué me pide dicho Misterio.

Porque yo no puedo comunicar a los demás otra cosa que lo que soy y lo que tengo. Y mi Navidad no es mía, es también de mi Comunidad. La búsqueda de que antes he hablado no es ya cuestión de individualidades, también es un esfuerzo común. Pasa por la interioridad, evidentemente, pero asimismo interesa también a la Comunidad en que uno vive, crece y a diario se santifica.

De ahí que la búsqueda, individual y colectiva, de la singularidad y de la comunidad, demande una constante formación para saber discernir los signos de los tiempos. «Porque el mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino» (Prefacio de Adviento III, en: Misal Romano, Coeditores Litúrgicos 1988, p.439).



Si la Navidad es recibir a Cristo que viene en la humildad de nuestra carne y recibirlo en la fe y en el amor, y recibirlo en cada hombre y en cada acontecimiento, ya se podrá colegir qué anchuroso panorama de posibilidades tenemos a la vista para poner la Navidad a punto. Y es que un programa así constituye un reto en la propia Comunidad de uno, por supuesto, pero también en cuanto me circunda por exigencias de oficio, catequesis, trabajo, estudio, familia.

Triste sería conformarse con lo externo. Y muy triste, dejar pasar una oportunidad de gracia, como ésta de las fiestas navideñas, por no someterse a un proceso de autocrítica para cambiar lo que haga falta, y sobre todo para descubrir las huellas de Jesús en tantas y tantas cosas típicas de estos días: la luz, el árbol navideño, el belén, el año que acaba y empieza, y tantos otros elementos capaces de conducirme a Jesús a base de trascender nuestro porte externo.

2. La Navidad es presencia

Del Hijo de Dios encarnado que nace en el mundo. Del Verbo que asume la naturaleza humana y habita en el hombre. De Cristo que se desposa con la Iglesia sin mancha ni arruga, purificándola con su preciosa sangre, con el baño del agua y la palabra. Del Maestro que enseña a su comunidad de elegidos con el ejemplo de su vida pobre y desvalida en Belén.

Es la suya una presencia providencial y sacramental, y no simplemente referencial y episódica; histórica y significativa, y no puramente de simbólico recuerdo; de amor-gracia- salvación, y no de pura filantropía, contraprestaciones o meros intereses. Presencia salvadora, permanente, fraterna. Es presencia, la Navidad, que requiere mi presencia, la mía, la que sólo puedo yo tener y prestar transmitiendo a los demás la Navidad que Dios suscita en mí. «Alegrémonos -reza la Iglesia en Nochebuena- porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo» (Misal: BAC 1,112). Y esa misma noche pide a continuación: «concédenos gozar en el cielo del esplendor de su gloria a los que hemos experimentado la claridad de su presencia en la tierra» (Ib., p.113).

He aquí la clave que necesitamos: experimentar la claridad de la presencia de Jesús recién nacido también en mi bautismo, y en mi formación, teológica, científica y familiar ahora, y permanente después; presencia en la evangelización que por doquier me aguarda, en todo tiempo me interpela, y a toda situación vital me inclina. Todo mi esfuerzo ha de tender a procurar que la presencia de Dios en mí no se interrumpa, y que se extienda y beneficie conmigo a los demás.

El sublime y divino mensaje de la Navidad es que Cristo nace para todos y cada uno, y quiere estar presente todo en todos y en cada uno. No basta, pues, con la presencia que pueda yo permitirle con mi personal acogida. Es preciso que yo me esfuerce para que pueda estar presente en los demás.

Este agustiniano y hermoso pensamiento indica que todos hemos de esforzarnos por propiciar mancomunadamente la presencia de Jesús recién nacido entre notros: presencia de pobreza en nuestra pobreza; de familia en mi comunidad que es, al cabo, una familia, nunca bien avenida faltando estas disposiciones, por descontado, aunque siempre en grado de mejorar y merecer a base de un constante y redoblado empeño por superarse y trascenderse. Y presencia, en fin, de unidad. De unidad en la paz y en la fraternidad.

Oigo y leo muchas veces comentarios acerca de lo que san Agustín pedía a sus monjes, y voy observando con sorpresa que se están gastando ríos de tinta o de saliva por demostrar que lo primero es la pobreza, al estilo de la primera comunidad apostólica. Es lo cierto, sin embargo, que lo fundamental y permanente, lo inaplazable e irrenunciable es la unidad.

La Navidad es, pues, un desafío a construir humildemente la unidad en la fraternidad. La unión de la naturaleza divina con la humana en Cristo pone de manifiesto el argumento de la humanitas, es decir, de la dignidad del hombre asumido y, por ende, redimido; por Cristo, a la vez Dios y hombre.

Pero la humanitas conduce a la fraternitas: todos hermanos, sí, porque todos hemos sido igualmente redimidos y reconciliados por Jesús que nace. La pobreza está, agustinianamente, en función de la unidad comunitaria. En Cristo pobre de Belén, procurada mediante el maravilloso intercambio que nos salva, recuérdese el «admirabile commercium», prueba de forma clara que es resultado de la unión de naturalezas, y en todo caso está conformada como elemento de humillación, y por tanto sacrificial, de la antedicha unidad.



Tiene la Navidad para el eclesiólogo, por supuesto, pero también para el agustino y el agustinólogo, en consecuencia, un continuo reclamo de unidad, de ese unidad del «anima una et cor unum in Deum»; unidad que a lo largo de los días navideños alcanzará tintes completamente vivos y singulares en las figuras del belén.

3. La Navidad es encuentro

Encuentro de la divinidad y de la humanidad en Cristo, que es el sacramento del encuentro con Dios. La cuna de Belén es la de la Iglesia. El divino Esposo de la Iglesia, yace sobre unas humildes pajas. El desposorio de la humanidad con la carne, de Cristo con la Iglesia, es el gozoso encuentro de la nueva alianza, de las bodas místicas, de las del Cordero.

Viene Dios Padre al encuentro de la humanidad en Cristo que nace en Belén. Y la humanidad, con Cristo, nuestro hermano, acude al encuentro de Dios. El encuentro suele ser resultado de una búsqueda, lo que da a entender que nuestra búsqueda de Dios, nuestro estudio de Dios, nuestro camino hacia Dios, ha de pasar necesariamente por Cristo.

Encuentro, por otra parte, de kénosis, es decir, de anonadamiento, de humillación, de sacrificio. Paradoja de las paradojas, decía san Gregorio de Nisa, la Navidad revela que en Jesús recién nacido se da el admirable consorcio de la infinita riqueza y la infinita pobreza.

Se nos viene hablando, y no acaban quienes lo hacen, de la opción por los pobres, de la teología de la liberación, y muchas veces se hace, a lo que creo, sin advertir que la raíz y el fundamento de tan grandiosa prédica radica en la simplicidad de la cuna de Belén, donde Cristo recién nacido nos imparte, desde su infinitud divina recluida en el desvalimiento de un establo comunal y de una carne aterida, de unos padres rechazados, y de unas bestezuelas prodigando calor y compañía, nos imparte, digo, la más importante y hermosa lección de opción por la pobreza.

La pobreza libremente abrazada; la pobreza sacrificialmente sentida; y la pobreza divinamente practicada. La pobreza del anonadamiento y de la humildad; la de la renuncia hasta la mortalidad y la finitud; la de la fraternidad amorosamente redentora.

Encuentro, por último, de la ternura, del gozo y de la sencillez. En nuestro corazón puede haber de todo. Conviene tener esto en cuenta. Le acechan constantemente hendiduras, despeñamientos y toboganes. Pero sobre todo el peligro de una costra dura que demasiadas veces lo recubre e insensibiliza hasta hacerle sentirse demasiado seguro de sí mismo o aparentar lo que no es. Es la costra dura de la vulgaridad, unas veces; del conformismo, otras; de la madurez mal entendida, casi siempre. La costra dura que cuando se entumece a ultranza puede llegar -y Dios no lo permita- a convertir el corazón en pedernal.

Belén es la escuela del silencio y de la contemplación: de un José contemplativo y obediente, y de una María absorta y maternal que meditaba todas aquellas cosas en su corazón de Virgen Madre. Belén es la escuela del sufrimiento y del asombro, de un Dios Niño hecho un puro rebujo de nervios, necesitado de los más elementales cuidados maternales, y de unos animales domésticos de mirada adormilada y cansina, reclinados junto al pesebre; de unos pastorcillos rústicos o de unos magos adivinos que acuden presurosos a la llamada, se arrodillan y adoran.

Belén es también la escuela del sufrimiento a causa de las persecuciones martiriales. Y la escuela de la obediencia y del acatamiento ante la indiferencia humana y el rechazo, con una Virgen grávida y de parto, relegada al más apartado rincón de un establo pobre y en abandono. Belén es la escuela de mil lecciones no aprendidas: escuela, en fin, siempre abierta a los hombres de sencillo corazón, que quieren allegarse hasta Dios dejándose ganar por el desprendimiento, la ternura y el amor.

Colofón. – Es la hora de pedir al Señor que se allegue corazón adentro de nosotros mismos, y haga de nuestro entorno un Belén delicioso y redivivo, estableciendo, en la blanda cuna de nuestro corazón, la cátedra de la pobreza y del desamparo, de la fraternidad y del anonadamiento, de la generosidad, de la sencillez y del amor. Saborear a Cristo recién nacido con el don de sabiduría, sobre todo, a la luz interior de la oración, con los ojos puestos en un sacerdocio ministerial y compartido, de absoluta identificación con el Cristo de la Navidad.



«También para nosotros proclamaron los cielos la gloria de Dios» (Sermón 202, 4), afirma delicioso san Agustín, que no se olvida del exhorto a una sencilla y pragmática Navidad: «Su madre –dice- lo llevó en el seno; llevémosle nosotros en el corazón; la virgen quedó grávida por la encarnación de Cristo; queden grávidos nuestros pechos por la fe en Cristo; ella alumbró al salvador; alumbremos nosotros alabanzas. No seamos estériles, sean nuestras almas fecundas para Dios» (Sermón 189, 3).

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