La Virgen María y el diálogo ecuménico (II): desde el Medievo hasta la Reforma protestante
El decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio) recuerda que «existe un orden o “jerarquía” en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11).
«En la teología devocional y en la predicación de la teología católica, se procede a veces como si se olvidase esta jerarquía. Se dedica más atención a la mediación de algunos santos, y especialmente de María, que a la mediación de Cristo» (Napiórkowski, p. 645).
«La fe católica hay que exponerla con mayor profundidad y con mayor exactitud, con una forma y un lenguaje que la haga realmente comprensible a los hermanos separados» (UR 11).
«La fe católica hay que exponerla con mayor profundidad y con mayor exactitud, con una forma y un lenguaje que la haga realmente comprensible a los hermanos separados» (UR 11).
1.- La Virgen María en la Iglesia medieval. Teología y piedad marianas concentran en María, desde la Alta Edad Media, la dualidad de las realidades celeste y terrestre. Sobre todo en términos y títulos siempre ambivalentes: ella es a la vez virgen y Theotókos, hermana y madre, madre e hija, generadora y engendrada, del Salvador.
El conflicto iconoclasta (ss. VIII-IX) pone al día la tensión inherente a esta piedad: María, deviniendo imagen perfecta de la belleza y de la mujer, amenaza con desviar la fe en Cristo hacia una adoración idolátrica de ella misma. Se imparten reglas estrictas al respecto de las imágenes. Las de María son autorizadas como objetos de veneración, que no de adoración, reservada sólo a las personas de la Trinidad.
Contra la costumbre del Oriente, donde la iconografía mariana sabe mantenerse dentro de límites bien definidos, Occidente va a dar rienda suelta, en este campo, a la normativa del análisis en la interpretación. Y así, del siglo XI en adelante, valga el ejemplo, resonará por doquier la expresión De Maria nunquam satis (de María nunca se dice lo suficiente), atribuida sin fundamento explícito a san Bernardo de Claraval, cuya teología mariana está paradójicamente centrada, más que sobre la exaltación, en la humildad de la madre de Cristo. La fórmula, después de todo, refleja sobreactuación de la piedad mariana propia de la época. Tres cuestiones, en fin, polarizan desde entonces la atención de teólogos y estudiosos:
1:1) La VirgenMaría y el pecado original. ¿Nació en o sin pecado? Tenemos, pues, a la vista el quid de la Inmaculada como argumento. El beato franciscano, doctor sutil y mariólogo Juan Duns Escoto (+ 1308) defiende con acierto la tesis inmaculista, que luego irá ganando adeptos hasta el punto de que el Concilio de Basilea (1431-49) define una primera vez la Inmaculada Concepción. Definición conciliar esta, por cierto, que no fue recibida, que no llegó a cuajar vamos, en la Iglesia a causa de la ruptura producida en ese tiempo entre este concilio conciliarista y el Papa.
1:2) Fiesta de la Asunta. ¿Qué tipo de Asunción hubo en la Virgen María? A juicio de los santos Bernardo de Claraval y Alberto Magno la Virgen María fue recibida en los cielos sin la ascensión corporal. Aunque san Bernardino de Siena (+1444) o Fulberto de Chartres (+1028) defienden la asunción corpórea, no se puede decir que sea tema reconocido por la teología y piedad medievales.
1:3) La Virgen María, a favor de los creyentes, en la tierra y en el cielo. La cuestión ha de radicar en la «llena de Gracia» (Lc 1, 18). En cuanto reina del cielo, es considerada como la que transmite los méritos de Cristo a los creyentes. Es cuanto expresan desde los alrededores del 1100 los cánticos de la Salve Regina o del Ave Regina coelorum. María Virgen se ocupa principalmente de los más miserables en la tierra, ella es la madre de misericordia (mater misericordiae).
Brotan los títulos de mediadora (mediatrix) y de cooperadora (cooperatrix), las oraciones y cánticos litúrgicos marianos, el salterio mariano, el oficio mariano (de Juan XXII, +1334), las completas marianas (ss. XII-XIV), el oficio de los Siete Dolores de María (constatado desde 1324). Esta piedad se desarrolla particularmente en el monacato medieval. María Virgen ilustra la dimensión diaconal de la vida cristiana. Todo ello da pie a la pintura y arte sagrados.
Surgen los desbordamientos, los cuales van poco a poco alcanzando popularidad creciente, cada vez menos controlada, eso sí, desde el punto de vista teológico.
2.- La Reforma protestante y la Virgen María. Del siglo XVI al XX, la evolución de la reflexión mariana en la tradición protestante puede resumirse de la siguiente manera:
María Virgen tiene al principio en los reformadores un puesto de relativa importancia, determinado sobre todo por el contexto de la época. Después, aunque persistan aún laudables excepciones, su preocupación empieza a remitir debido sobre todo a motivos de polémica confesional.
El protestantismo reprocha al catolicismo ciertos conceptos mariológicos y prácticas de devoción mariana. Cierto es que algunos están ligados al modo de pensar del catolicismo. Otros, en cambio, son formas de pensar menos afortunadas si se quiere, e incluso abusos en el campo católico. Cabe subrayar, además, dentro del mismo campo protestante, la frecuente discordancia que se produce entre el pensamiento mariano de los primeros reformadores y las posiciones actuales de los Iglesias salidas de la Reforma.
La actitud de los reformadores con la Virgen María se enseña ambivalente: por un lado, polémicos frente a la piedad mariana del Medio Evo; de otro, en cambio, positivos. En los tres grandes reformadores, por lo demás, o sea en Martín Lutero (+1546), Huldrych Zwinglio (+1531) y Juan Calvino (+1564), puede evidenciarse un pensamiento mariano.
Lutero mantiene tres grandes fiestas marianas: la Anunciación, la Visitación y la Purificación: con cuyo motivo llegó a pronunciar cerca de 80 sermones sobre la Virgen María. He aquí sus puntos de vista:
2:1) Repensar cristológicamente el papel de María: la mariología, sometida siempre a la cristología y no a la inversa (Dombes I, 39).
2:2) La maternidad: nada más grande se puede decir de María que proclamarla «madre de Dios» y, por ello, instrumento del Espíritu Santo, su Templo.
2:3) La eclesiología: hay analogía entre el destino de María y el de la Iglesia. Los sufrimientos de María reenvían a las persecuciones de la Iglesia; y su perseverancia, a la continuidad y fidelidad de la Iglesia. La dignidad de María se expresa paradójicamente en su humildad. En su maternidad, María Virgen es también «madre de la Iglesia, esta Iglesia de la cual ella es el miembro más eminente».
2:4) La Inmaculada Concepción de María, que Lutero estudia desde el ángulo de «María y el pecado» y la santidad de María. La posición del reformador en este punto mariano en concreto es indecisa, pero desplaza en todo caso la cuestión hacia Cristo: lo que importa es que Cristo haya nacido sin pecado.
2:5) La Asunción (que a Lutero apenas si le tira en cuanto tema): a su juicio es evidente que la Virgen María está junto a Dios, en la comunión de los santos. Al final de sus días, sin embargo, el de Eisleben predicará contra esta fiesta, estimando que ella porta prejuicio contra la Ascensión de Cristo.
2:6) La devoción mariana: Lutero contempla siempre a la Virgen María por el ángulo cristológico. Lo que a María le hace ser grande, reina, emperatriz, es su humildad, reconocida de dos maneras: por su obediencia y por su disponibilidad a servir (cf. los otros reformadores, en Dombes I, 42-45).
Tal vez el escrito que mejor refleja la mariología de Lutero sea su Comentario al Magníficat (Lc 1, 46-55). «Para comprender bien este cántico -afirma el propio Lutero- hay que resaltar que la bienaventurada Virgen María habla después de tener una experiencia personal, en la cual el Espíritu Santo la ha iluminado y enseñado. Porque nadie puede comprender a Dios, ni la Palabra de Dios, si esto no le es concedido sin intermediario por el Espíritu Santo. Tampoco nadie puede recibir este don de parte del Espíritu Santo si no lo experimenta, ni lo gusta, ni lo prueba; sólo en esta experiencia nos enseña el Espíritu; fuera de su escuela nada se aprende que no sea palabra vacía y charlatanería.
De este modo, habiendo experimentado personalmente que Dios hace grandes cosas en ella, la santa Virgen, que es por tanto tan humilde, tan poco considerada, tan pobre y menospreciada, aprende del Espíritu Santo una ciencia y sabiduría preciosas; entiende que Dios es un Señor que tiene por única ocupación elevar a quien está bajo, abajar a quien está elevado, o sea, de abatir aquello que está hecho y renacer aquello que está abatido» (WA [Weimar Ausgabe] 7, 546; cf. en R. Lazcano, Biografía de Martín Lutero (1483-1546). Editorial Agustiniana-Guadarrama [Madrid] 2009, pp.208-211: 210).
El protestantismo, en resumen, objeta al catolicismo, según he dicho antes, ciertos conceptos mariológicos y determinadas prácticas de devoción mariana. Algunos de los cuales están ligados al pensamiento católico; otros, en cambio, no pasan de ser formas menos afortunadas, e incluso abusos que se dan en el catolicismo.
El decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio) recuerda que «existe un orden o “jerarquía” en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11).
«En la teología devocional y en la predicación de la teología católica, se procede a veces como si se olvidase esta jerarquía. Se dedica más atención a la mediación de algunos santos, y especialmente de María, que a la mediación de Cristo. En algunas regiones católicas las procesiones con la Virgen atraen a los fieles más eficazmente que la eucaristía en las fiestas pascuales.
En muchas iglesias, a los fieles les gusta más rezar ante el altar del santo predilecto o de la madre de Dios que ante el tabernáculo. Al ver los cristianos no católicos tales hechos, llegan a la convicción de que verdaderamente se ha alterado la jerarquía de las verdades» (S. C. Napiórkowski, Ecumenismo, en: S. de Fiores-S. Meo-E. Tourón (dirs.), Nuevo diccionario de Mariología. San Pablo, Madrid 1988, pp. 644-654: 645s).
De ahí la importancia de lo que Unitatis redintegratio afirma en todo el número 11. Sobre todo en lo siguiente: «La fe católica hay que exponerla con mayor profundidad y con mayor exactitud, con una forma y un lenguaje que la haga realmente comprensible a los hermanos separados.- Aparte de esto, en el diálogo ecuménico, los teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, al investigar con los hermanos separados sobre los divinos misterios, deben proceder con amor a la verdad, con caridad y con humildad» (UR 11: BAC 252, pp. 742-743).