«No la devemos dormir»



Pues claro que no la devemos dormir, que luego pasa lo que pasa. La Nochebuena o Vigilia de Navidad, celebración cristiana de la noche en que nació Jesús, se considera como una fiesta de carácter cultural y familiar, ya que también se reúnen las familias, aunque no haya celebración religiosa ni cosa que se le parezca. De ahí el villancico No la devemos dormir / la noche sancta. ¡No la devemos dormir! Olvidarse de hacerlo, sería como exponerse a que el mundanal ruido nos colara de matute por la puerta de atrás del Establo un sinfín de mentiras de la posverdad, vocablo del que son maestros los demagogos.

Noche tan sonorizada de villancicos como ésta cuenta con tradición melódica desde que los ángeles anunciaron su mensaje de paz y amor a los pastores y, en ellos y por ellos, a la humanidad. Ahí está Noche de Paz, cuya calidez y ternura lo han convertido en uno de los villancicos más cantados por todo el mundo y traducido a 330 idiomas. Sonó por primera vez durante la Nochebuena de 1818 en la iglesia de San Nicolás de Oberndorf (Austria) y su autor fue el sacerdote austríaco Joseph Mohr. O sea, que se cumplen en esta Noche Santa de 2018 los 200 años de aquel memorable estreno del villancico. Aunque menos claros de estrenos y autorías, ahí se mantienen también, entre los más populares de Occidente, Adeste fideles y El pequeño tamborilero, muy repetido en España desde los 60 gracias al cantante Raphael.



Después de la Misa de Gallo, o del Gallo (parece que ahora ya se admiten ambas formas), algunas familias se reúnen en su hogar a recordar este memorable evento. Antes de cenar y de abrir los regalos, meditan breves instantes en la razón de la cita. Luego, se presenta un esquema para comentar dicha reflexión, dirigida por el (o la) cabeza de familia. A las cuatro velas encendidas de la Corona de Adviento, se agrega una de color blanco o el cirio pascual (apagado) en el centro. El esquema no pretende sino recordar a los presentes que Cristo ha nacido.

Más escueto, y hondo también, lo dice la sagrada Liturgia desde la oración colecta: «¡Oh Dios!, que has iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo, la luz verdadera; concédenos gozar en el cielo del esplendor de su gloria a los que hemos experimentado la claridad de su presencia en la tierra».

Fue el papa Sixto III (siglo V d.C.), quien introdujo en Roma la costumbre de celebrar en Navidad una vigilia a medianoche -«mox ut gallus cantaverit» (tras cantar el gallo)-, en un pequeño oratorio llamado «ad praesepium» (ante el pesebre), situado detrás del altar mayor. Terminada la misa, en la que sólo comulgaba el Papa, presidía el solemne oficio de la noche en la Basílica de San Pedro. La celebración eucarística de esta Noche Santa, comienza con una invitación a la alegría «en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo».

Dicen que la Iglesia primitiva de Roma, con estudiada pedagogía indudablemente, para desarraigar restos paganos empezó a sustituir las fiestas paganas cristianizándolas: así, ésta del 25 de diciembre, con la que se celebraba en el Imperio la fiesta pagana del Sol que nace -«Natalis Invicti» en el culto de Mitra-, fue sustituida por la del nacimiento de Cristo, Sol que viene a iluminar las tinieblas del mundo. ¡Ojalá que ciertas costumbres modernas, de índole más pagana que cristiana, fueran re-cristianizadas!



Narra el Evangelio que después de la Buena Noticia al mundo en la sencillez de los pastores -esta misa también es conocida popularmente como la Misa de los pastores-, se unieron de repente al ángel muchos otros ángeles del cielo, que alababan a Dios diciendo: «¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor!». De donde resulta que, si bien se repara en ello, los domingos todos, solemnidades y fiestas del año contienen, con este bello canto, un inconfundible aire navideño.

El salmo 95 nos hará repetir como profesión de fe gozosa: «Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor». Por eso el «Cantad al Señor un cántico nuevo» y el versículo del Aleluya serán anticipado eco del mensaje angélico: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo» (Lc 2,10). «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor» (Prefacio I de Navidad), ya que el hijo de mujer, en quien «la naturaleza humana se ha unido a la de Dios» (Oración sobre las ofrendas), es la luz que ha «iluminado esta noche santa» (Colecta).

También para Nochebuena los autores, la Liturgia y los poetas han compuesto un Himno a la mística Noche de amor y de paz que no se para en elogios: « ¡Oh, Noche refulgente y gozosa, de amor y felicidad, majestuosa, sublime Noche de fulgores […], Noche excelsa y sacrosanta, más clara que el día y más brillante que las estrellas, que anunciaste el Nacimiento del Mesías, Astro de preciosos resplandores, Misteriosa Noche de gracia, que acompañaste en el parto a la Rosa Mística, Noche de delicias, radiante y solemne: sacratísima, permite que nos asociemos a tu glorioso esplendor mediante la evocación de los profundos misterios que nos revelas: el Nacimiento de la Luz conciliadora, la manifestación de la Sabiduría eterna e increada, la visita del Amor encarnado y la Venida del Maná verdadero, Jesucristo, Hijo Único del Eterno Padre!».

Indudablemente que la Navidad es hoy la fiesta de mayor repercusión en la vida de las gentes: villancicos, belenes, pintorescas costumbres populares, felicitaciones, crismas, cotillones, árbol de Noel, iluminado de las calles y las cenas de Navidad. Sólo un espíritu mezquino podrá decir que tales costumbres son en sí reprobables. Los versos de José de Valdivielso dicen lo contrario: «Pues hacemos alegría cuando nace uno de nos, ¿qué haremos naciendo Dios?». Si la familia se alegra cada vez que una nueva cuna se mece en la casa, ¿cómo no ha de hacer fiesta solemne la familia del pueblo de Dios, la Iglesia, cuando celebra el nacimiento de su Señor? Luis de Góngora nos invita a la gloriosa cueva de Belén para contemplar el gozo de los seres inanimados con sus versos inmortales:

«Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno;
¡qué glorioso que está el heno
porque ha caído sobre él! »

De san Juan de la Cruz se cuenta que bailó una Nochebuena con el Niño Jesús en brazos mientras cantaba: -«Si amores me han de matar, ahora tengan lugar!». Y de Santa Teresa, que repetía: -«Esta noche es noche sancta, no la devemos dormir».

El profeta Isaías entona un canto de alegría contraponiendo dos situaciones muy diferentes: la primera, en que Dios cubrió de oprobio a Zabulón y Neftalí, ambas al oeste del lago de Genesaret. Grandeza y glorificación, en una misma región: la del norte de Palestina: La Galilea de los gentiles, Galaad, contagiada de idolatría, era sincretista, estaba situada en la otra ribera del Jordán. El profeta ve, que la redención del pueblo israelita se va a iniciar por aquella despreciada región del norte, ahora tan castigada y humillada.

San Mateo veía ya realizada la misma luz que a Isaías le había hecho saltar de gozo, siete siglos antes. Si Dios había escondido su faz a la casa de Jacob, ahora anuncia con júbilo un horizonte luminoso de salvación al pueblo que vivía en sombras de muerte, con las huellas abiertas de la devastación y de la guerra. Van a desaparecer todos los vestigios de la guerra. Los que cayeron, caen y caerán aún, serán semillas de vida, sin duda.



En la segunda lectura san Pablo nos dará una intensa lección de teología y de vida: El hecho de que Dios se haya manifestado a todos los hombres, nos enseña desde su amor, a renunciar a la impiedad y los deseos del mundo, y a vivir sobria, justa y piadosamente en este mundo, aguardando la bienaventurada esperanza y la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús, que se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad para formar un pueblo santo y purificado, dedicado a las obras buenas (cf. Tit, 2,11).

Que Dios nació en un pesebre denota, para nosotros, que hemos de aprender a renunciar a los deseos del mundo y a vivir sobria y justamente, negando toda impiedad, aguardando la dicha que esperamos. La cualidad más recomendada a todas las categorías es la moderación y mansedumbre. La gracia salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres.

San Lucas describe con admirable sobriedad el nacimiento del Niño Jesús: «Y dio a luz –dice de María su Madre- a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2,7). A los pastores, almas sencillas, se les apareció inesperadamente «el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz» (v.9). Al verse así rodeados de la luz de lo Alto, ellos «se llenaron de temor» (v.10). Era el temor ante la presencia de Dios, que acreditaba el Ángel de esta manera, y les anunció que el Niño estaba en Belén. El anuncio del ángel es el Evangelio: la Buena Nueva «es para todo el pueblo»: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (v.11). «Un Salvador», «Cristo», el «Ungido», el Mesías, el «Señor». Se trata, pues, del Mesías esperado, pero será «Señor»: título que el Antiguo Testamento reservaba celosamente a Dios.

Los pastores comprendieron que el Mesías había llegado. Contaban, además, con una «señal» para dar con Él: un niño fajado y reclinado en un pesebre. Nada, pues, de palacio, ni de esplendores humanos y pompa. Si reclinado en un «pesebre», tampoco había que buscarlo entre gentes de Belén: allí habría nacido en su casa. Terminado el anuncio del ángel, se le juntó, en el campo de los pastores, «una multitud del ejército celestial» (v.13).



La paz, según san Agustín, es «la tranquilidad del orden» (La Ciudad de Dios, 19,13). Supone, pues, un orden estable: para con Dios, entre los hombres y dentro de nosotros mismos. Tres órdenes intrínsecamente unidos. Para cuantos celebramos rebosantes de gozo el misterio del nacimiento de Cristo, la paz es el distintivo de la Nochebuena, pórtico de la Navidad. Y el gran anhelo de san Juan XXIII en su famosa Encíclica Pacem in terris.

Volver arriba