La esperanza del Adviento
El primer domingo de Adviento inaugura un nuevo año litúrgico, cuyas lecturas evangélicas son esta vez -ciclo C- de san Lucas, evangelista de la misericordia. Momento fuerte, sin duda, para recordar quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Los verbos de la Misa dominical, por otra parte, están en futuro. Y es que, desde el punto de vista cristiano, la historia humana es toda ella una larga espera.
Antes de Cristo se esperaba su venida; después de él, su retorno glorioso al final de los tiempos. Precisamente por esto el Adviento tiene algo muy importante que decirnos. Calderón de la Barca escribió: La vida es sueño. De modo similar podríamos nosotros añadir: ¡La vida es espera! De una mujer embarazada se dice que «espera» un niño; la antesala del ambulatorio, del hospital, del odontólogo suele denominarse «sala de espera». Pensándolo bien, la vida misma es una sala de espera. Y menos mal, porque si dejáramos de esperar, sería como quedarnos encerrados en el lazareto de la angustia. Una persona que nada espera ya de la vida, está muerta. La vida es espera, sí, pero resulta que también ¡la espera es vida!
Al hilo de lo cual, digamos que la sabiduría del refranero es pródiga suministrando dichos sobre la esperanza, la espera y el esperar. De modo que igual tenemos: «Nada le es grave a quien esperar sabe», que «Quien espera, desespera», sin omitir tampoco «Lo que con ansia se aguarda, por poco que tarde, tarda». Y ya con la Navidad al fondo, habrá opiniones para todos los gustos en este dicho esperanzador: «El bien cuando es esperado sabe mejor que gozado».
El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se aprestan a celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía, o sea la última venida del Señor. Las antífonas de las primeras Vísperas del Adviento, con diversos matices dicho sea de paso, están orientadas hacia esa perspectiva. La lectura breve, tomada de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5, 23-24) hace referencia explícita a la venida final de Cristo, usando precisamente el término griego parusía (v. 23).
El sustantivo adviento –en latín adventus-, que significa venida, advenimiento, y que deriva del verbo venir, hace referencia directa a la venida del Señor. Con adventus, la liturgia se refiere a un tiempo de preparación que precede a las fiestas de Navidad y Epifanía. En el lenguaje cristiano primitivo, el vocablo adventus hacía referencia a la última venida del Señor, a su vuelta gloriosa y definitiva. Pero en seguida, al aparecer las fiestas de Navidad y Epifanía, sirvió luego para significar la venida del Señor en la humildad de nuestra carne.
Toda esta liturgia vespertina y prologal invita a la esperanza, indicando en el horizonte de la historia la luz del Salvador que viene: «Aquel día brillará una gran luz» (segunda antífona); «vendrá el Señor con toda su gloria» (tercera antífona); «su resplandor ilumina toda la tierra» (antífona del Magníficat). Esta luz, que proviene del futuro de Dios, se manifestó ya en la plenitud de los tiempos.
Por eso nuestra esperanza no carece de raíz; al contrario, se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret. Más aún, la venida del Señor en Belén y su última venida en gloria y majestad se contemplan dentro de una visión unitaria, no como dos venidas distintas, o sea como dos eventos más o menos sucesivos, sino como una sola y única venida, desdoblada, eso sí, en etapas distintas.
Al tema de la esperanza dedicó Benedicto XVI su segunda encíclica: Spe salvi (30.11.2007), apoyada fundamentalmente en la Epístola a los Romanos de san Pablo. Los fieles pueden redescubrir en ella la belleza y profundidad de la esperanza cristiana, la cual está, en efecto, inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, rostro que Jesús, Hijo unigénito del Padre, nos reveló con su encarnación, su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.
La esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16), para que los hombres, y con ellos las criaturas todas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10,10). La esperanza es considerada como la «segura y sólida ancla de nuestra alma» (Hb 6,19). El ancla, símbolo clásico de la estabilidad, se convertirá en la iconografía cristiana del siglo II, en la imagen privilegiada de la esperanza.
El Adviento, en consecuencia, es el tiempo favorable para redescubrir una esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y fiable, por estar «anclada» en Cristo, Dios hecho hombre, roca de nuestra salvación. Y el Adviento de este ciclo C, basado en el Evangelio de san Lucas, evangelista de la misericordia, ilustra curiosamente toda la dimensión misericordiosa propia del Adviento entendido como venida del Señor en la humildad de nuestra carne.
Como se puede apreciar en el Nuevo Testamento desde el inicio una nueva esperanza distinguió a los cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana. San Pablo recuerda a los Efesios que, antes de abrazar la fe en Cristo, estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12). Esta expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días: la podemos referir en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.
En realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Está en juego la relación entre la existencia aquí y ahora y lo que llamamos el «más allá». El más allá no es lugar donde acabaremos después de la muerte, sino la realidad de Dios, plenitud de vida a la que todo ser humano tiende. A esta espera del hombre, Dios ha respondido en Cristo con el don de la esperanza.
El hombre es la única criatura libre de decir sí o no a Dios. Puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a Dios de su vida, siendo así que Dios quiere hablar, mediante la Iglesia, a la humanidad y salvar a los hombres. Desde esta perspectiva, la celebración del Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de Dios Esposo, «que es, que era y que viene» (Ap 1,8). A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la esperanza.
Sorprendente descubrimiento, este de mi esperanza, nuestra esperanza, precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros, y que precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor, que nos abraza siempre primero (cf. 1Jn 4,10), que nos primerea, como le gusta decir al papa Francisco. En este sentido, la esperanza cristiana se llama «teologal»: es decir, Dios es su fuente, su apoyo y su término.
Cada hombre está llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él. Por lo demás, la experiencia nos demuestra que eso es precisamente así. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del hombre, porque Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada.
Es de notar un detalle nada baladí. Me refiero al tiempo del verbo empleado en la narración: no se usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente: «Dios viene». Según podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento «Dios viene».
Anunciar que «Dios viene» significa, pues, en consecuencia, anunciar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y característicos: es el Dios-que-viene. Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, viene a salvarnos.
Para la venida de Cristo que podríamos llamar «encarnación espiritual», el arquetipo siempre es María. Como la Virgen Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así cada una de las almas y la Iglesia toda están llamadas, en su peregrinación terrena, a esperar a Cristo que viene -que está viniendo-, y a acogerlo con fe y amor siempre renovados.
La Liturgia del Adviento pone así de relieve que la Iglesia cuerpo místicamente unido a Cristo cabeza, es sacramento, esto es, signo e instrumento eficaz también de esta espera de Dios. De una forma que sólo él conoce, la comunidad cristiana puede apresurar la venida final, ayudando a la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Y lo hace ante todo, pero no sólo, con la oración. Las «obras buenas» son inseparables de la oración, según recuerda este primer domingo de Adviento pidiendo al Padre celestial que suscite en nosotros «el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras».
El Adviento, en fin, es un tiempo apto para vivirlo en comunión con todos los que esperan en un mundo más justo y fraterno. En este compromiso por la justicia pueden unirse de algún modo hombres de cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes, pues todos, al fin y al cabo, albergan el mismo anhelo de un futuro de justicia y de paz, que es tanto como tener, de salida, medio camino hecho. Lo importante de la Navidad no son los regalos, los adornos y las fiestas, sino la causa de todo ello: Que Jesús ha venido al mundo para quedarse a vivir con nosotros como el Emmanuel.