«La manifestación del Señor»
La luz de Nochebuena iluminando a los pastores en la cueva de Belén, donde María y José adoraban contemplativos, vuelve hoy a brillar revelando al Hijo unigénito a los pueblos gentiles en la persona de los Magos. La Epifanía es misterio de luz, representada simbólicamente por la estrella que guio a los Magos en su viaje, aunque el foco de luz verdadero y único y divino, el «sol que nace de lo alto» (Lc 1,78), es Cristo.
«Epifanía –precisa san Agustín tirando de etimólogo- es un término griego que puede traducirse por “manifestación”. En efecto, el Redentor de todos los pueblos, al manifestarse en el día de hoy, instituyó esta festividad de todos los gentiles. Hoy celebramos la manifestación de aquel cuyo nacimiento hemos celebrado hace muy pocas fechas. Según la tradición, hoy fue adorado por los magos nuestro Señor Jesucristo, nacido trece días antes. Que el hecho tuvo lugar, lo atestigua la verdad del evangelio (cf. Mt 2,1-12); la fecha la proclama la autoridad de esta célebre solemnidad […]
Las primicias de los judíos, en orden a la fe y revelación de Cristo, fueron aquellos pastores que, llegando de las cercanías, lo vieron el mismo día que nació. A unos se lo anunció una estrella, a otros los ángeles. A éstos se les dijo: Gloria a Dios en los cielos (Lc 2,14); en aquéllos se cumplió que los cielos proclaman la gloria de Dios (Sal 18,2). Unos y otros, como si fuesen los comienzos de dos paredes que traían distinta dirección, la de la circuncisión y la del prepucio, se juntaron en la piedra angular para que fuese su paz, haciendo de las dos una sola cosa» (Sermón 203,1). Quiero con ello decir, en resumen, que la Navidad, a todos los efectos, alcanza su dimensión de veras ecuménica.
Las lecturas que la sagrada Liturgia hoy propone son harto elocuentes. Pertenece la primera al profeta Isaías (60,1-6), quien habla de los tesoros del mar que vienen del Oeste, en barcos fenicios o griegos. Las riquezas del Oriente y de Egipto, en cambio, llegan del desierto de Siria y del Sinaí en caravanas.
«Un sinfín de camellos –afirma textualmente el profeta- te cubrirá, jóvenes dromedarios de Madián y Efá. Todos ellos de Sabá vienen portadores de oro e incienso y pregonando alabanzas al Señor» (Is 60,6). Y bien, resulta que Madián, Efá y Sabá son pueblos árabes. No extrañe, siendo así, que las alusiones a los tesoros del Oriente y la perspectiva universalista del citado v.6 hayan inducido a que la sagrada Liturgia aplique este texto al misterio de la Epifanía.
El resplandor de Cristo alcanza hoy precisamente a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos. Estos Magos de Oriente, por tanto, cuyos cofres con sus restos dentro reposan, por cierto, en la Catedral de Colonia (Alemania)- simbolizan a los que buscan a Dios y lo hacen reconociendo que una estrella –la célebre Estrella de los Magos- les anuncia el nacimiento del Niño Dios. Huelga decir que un episodio así tiene una justa y oportuna aplicación para todos los cristianos que buscan al Salvador, también incluso para los ateos y agnósticos.
El salmista, por su parte, abunda en la idea del profeta Isaías cuando anuncia que ante nuestro Señor se postrarán los pueblos todos de la tierra. Universalidad, bien se echa de ver, de verdadera realeza y señorío –Cristo, Rey del universo- y de incuestionable catolicidad o universalidad, es decir, de amplitud ecuménica: Cristo pidiendo al Padre por la unidad de su Iglesia. No es por eso extraño que las Iglesias ortodoxas, o simplemente orientales, celebren la Navidad en la Epifanía del Señor o fiesta de las luces.
Adentrándonos un poco más en tan esplendoroso manantial de luz y amor, cabe la pregunta: ¿Qué es esta luz? O todavía mejor: ¿Quién es esta luz? ¿Es, acaso, algo? ¿Es, más bien, Alguien? ¿Es sólo, por ventura, una metáfora sugestiva y atractiva, o quizás, a tan bella imagen, corresponde sobremanera una realidad sustantiva? El apóstol san Juan escribe en su primera carta: «Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); y añade más adelante: «Dios es amor». El concilio Vaticano II empieza la Constitución Lumen Gentium: «Cristo es la luz de los pueblos» [«Lumen Gentium cum sit Christus»] (LG, 1).
No es, por tanto, luz de los pueblos la Iglesia, no -como tantos, sin duda equivocadamente, dicen y vuelven a decir-; la Iglesia siempre tendrá una luz refleja. Toda posible iluminación que la Iglesia ejerza o pueda ejercer sobre sus hijos proviene de Cristo…la auténtica, la verdadera, la divina Lumen Gentium. Esa era –y es- la Luz verdadera, la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones, Luz del Verbo encarnado, Luz de los Magos de Oriente por Ella atraídos a través de una Estrella refulgente, que apareció en el cielo, desapareció luego para reaparecer después guiando los pasos regios. La Iglesia está llamada a hacer que en el mundo resplandezca la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol. Y la Estrella de los Magos en ella tiene prolongación y refulgencia en las Sagradas Escrituras.
«No hay más que un solo Dios Padre y un solo Cristo Jesús nuestro Señor, que vino a través de toda la economía y que recapituló todo en sí mismo –precisa el exegeta y doctor de la recapitulación cristocéntrica, san Ireneo-. Recapituló todo en sí mismo, con el fin de que, tal como el Verbo de Dios tiene la primacía sobre los seres supracelestes, espirituales e invisibles, la tenga también sobre los seres visibles y corporales» (Adv. haer. 5,14,2; 3,181;5,21,2).
En la Navidad, por otra parte, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, y sobremanera en la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la «señal» que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12).
Diríase que es el encuentro de unos pastorcillos pobres y sencillos, con la Pobreza y con la Sencillez, asumidas por el Verbo encarnado y acostado en un pesebre. Porque los pastores, junto con María y José, representan al «resto de Israel», a los pobres, los anawin, a quienes se anuncia la buena nueva. Por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos.
Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén, a donde, paradójicamente, los Magos llevan la noticia del nacimiento del Mesías. Noticia que, lejos de suscitar alegría, provoca temor, pavor y temblor y reacciones hostiles. Misterioso designio divino este: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eras malas» (Jn 3,19). Algo que también acontece en estos días inciertos y confusos, de la Humanidad globalizada.
Todo el misterio de la Navidad es, por así decirlo, una «epifanía». Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la Estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos, gloria de Israel, cosa que ya habían hecho los pastorcillos, pero también al Rey de todas las naciones, cosa que en la Noche Buena saltaba ya, en cierto modo, al aire con el canto de los ángeles. «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Lc 2,14). ¿Y en qué hombres no se complace Dios, si Dios es Padre de todos? Luego ahí estaba de algún modo anticipado ya el mensaje salvífico universal.
En la liturgia del tiempo de Navidad se repite a menudo, como estribillo, este versículo del salmo 97: «El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia» (v. 2). Son palabras que la Iglesia utiliza para subrayar la dimensión «epifánica» de la Encarnación. En el Niño de Belén Dios se reveló en la humildad de la «forma humana», en la «condición de siervo», más aún, de crucificado (cf. Flp 2, 6-8). Es la paradoja cristiana.
Precisamente este ocultamiento constituye la «manifestación» más elocuente de Dios: la humildad, la pobreza, la misma ignominia de la Pasión nos permiten conocer cómo es Dios verdaderamente. El rostro del Hijo revela fielmente el del Padre. Por ello, todo el misterio de la Navidad es, digamos, epifánico.
«Hace pocos días –observa penetrante san Agustín- celebramos la fecha en que el Señor nació de los judíos; hoy celebramos aquella en que fue adorado por los gentiles. “La salvación, en efecto, viene de los judíos”; pero esta salvación llega “hasta los confines de la tierra” (Jn 4, 22), pues en aquel día lo adoraron los pastores y hoy los magos. A aquéllos se lo anunciaron los ángeles, a éstos una estrella. Unos y otros lo aprendieron del cielo cuando vieron en la tierra al rey del cielo para que fuese realidad la “gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14).
Al ver la Estrella, los Magos se dijeron: «Éste es el signo del gran Rey; vamos a su encuentro y ofrezcámosle nuestros dones: oro, incienso y mirra» (antífona de Vísperas de la Epifanía). Eso hicieron: con ternura, con humildad, postrados en actitud de adoración. El Niño Jesús, a su vez, respondió a través de los Magos con el don incomparable de su revelación salvífica universal a los gentiles. ¡Bello intercambio de dones!
La epifanía, en consecuencia, mediante cabalgatas y Reyes Magos que visitan a los niños en esa hora de los sueños brinda la oportunidad de, al menos según la costumbre de Occidente, practicar la generosidad, la ternura, el amor. Echar los Reyes en la noche de Reyes es adentrarse en el candor. Hacerlo en clave de nueva evangelización, significa poner a un agnóstico, tal vez; a un no creyente, quizás; a un alejado de la fe, acaso, en el camino del propio Rey de Reyes. Nuestro mejor aguinaldo, en fin, es iluminar el corazón del prójimo con el incomparable regalo del propio Niño Jesús. Como la Virgen con los Magos.