"El grande, el bondadoso, el místico, el de luenga barba bíblica, el del abrazo a Pablo VI" El patriarca Atenágoras en el cincuentenario de su muerte
"La riqueza de su carácter y la actualidad de las problemáticas por él afrontadas no tardaron en hacer de su persona toda una figura decisiva en la historia del cristianismo contemporáneo"
«De su figura exterior, majestuosa y sacerdotal, se transparentaba su dignidad interior, y su conversación grave y sencilla tenía acentos de simple bondad evangélica. Infundía reverencia y simpatía. También Nos estamos entre quienes lo han admirado y amado en mayor medida» (San Pablo VI sobre Atenágoras)
«Os escribimos desde Oriente poco antes de la pasión del Señor. La mesa está preparada en la habitación de arriba y nuestro Señor quiere comer la pascua con nosotros. ¿Rehusaremos?» (Atenágoras a Pablo VI: 21 de marzo de 1971).
Falleció de insuficiencia renal a las 22:00h del 7 de julio de 1972, poco después de haber concelebrado en su lecho del dolor una divina liturgia junto a su inseparable y bienamado metropolita Melitón de Calcedonia.
«Os escribimos desde Oriente poco antes de la pasión del Señor. La mesa está preparada en la habitación de arriba y nuestro Señor quiere comer la pascua con nosotros. ¿Rehusaremos?» (Atenágoras a Pablo VI: 21 de marzo de 1971).
Falleció de insuficiencia renal a las 22:00h del 7 de julio de 1972, poco después de haber concelebrado en su lecho del dolor una divina liturgia junto a su inseparable y bienamado metropolita Melitón de Calcedonia.
Se cumplen hoy -7 de julio de 2022- cincuenta años de la muerte del patriarca Atenágoras I, el grande, el bondadoso, el místico, el de luenga barba bíblica, el que pisó, en fin, junto a san Pablo VI, caminos rectos de la eclesiología. Patriarca de Constantinopla y 268.º sucesor de san Andrés desde 1948, fue a lo largo y ancho de su preciosa vida «gran protagonista de la reconciliación de todos los cristianos» (Pablo VI) y apóstol incansable de la unidad.
Ingresado a raíz de una caída por las escaleras del Fanar en el hospital greco-ortodoxo de Baloukli, habitación n.º 12, por fractura de cadera (fémur, matizan algunas fuentes), murió, sin embargo, de insuficiencia renal a las 22:00h del 7 de julio de 1972, poco después de haber concelebrado en su lecho del dolor una divina liturgia junto a su inseparable y bienamado metropolita Melitón de Calcedonia.
Descansa en el Monasterio de la Madre de Dios Fuente Balikli, en el mismo Estambul, donde los Patriarcas de Constantinopla son enterrados desde 1824. Sus últimas palabras, recogidas por el entonces joven archimandrita Bartolomé Archondonis, hoy titular del Santo Trono, suenan como una herencia: «Hemos llegado a un punto y nos hemos parado. Es preciso todavía seguir dando pasos generosos y decisivos para continuar».
El abrazo de Atenágoras y Pablo VI en Jerusalén (6.1.1964) constituye una de las imágenes más conmovedoras de la inolvidable etapa del Concilio: por primera vez, después de siglos de distancia y hostilidad, las Iglesias de Oriente y de Occidente se redescubrían hermanas, dispuestas y disponibles para la fascinante singladura del Ut unum sint.
Elegido para Constantinopla en el 1948, promovió la unidad de la Ortodoxia y trabajó tenazmente por el encuentro entre cristianos de confesiones diversas: su ecumenismo está encerrado todo en la que él llamaba «filosofía de la mirada recíproca», del encuentro fraterno, exento de teóricas discusiones y tendente a reconstruir la fraternidad entre creyentes.
Cultivó con ahínco el sueño dorado del retorno a una Iglesia indivisa, en la que pudieran convivir en profunda armonía y en la recíproca complementariedad tradiciones diversas. La riqueza de su carácter y la actualidad de las problemáticas por él afrontadas no tardaron en hacer de su persona toda una figura decisiva en la historia del cristianismo contemporáneo. Ello explica que a la hora de su muerte las condolencias llegasen a miles desde los más lejanos rincones del orbe y que su prestigio, con el fluir de este medio siglo, no haya cesado de crecer y hoy sea unánime su estima.
Ningún elogio tal vez más acertado, sin embargo, por lo menos desde mi punto de vista, que las palabras de Pablo VI durante el Ángelus del 9 de julio de 1972, horas después del deceso: «De su figura exterior, majestuosa y sacerdotal, se transparentaba su dignidad interior, y su conversación grave y sencilla tenía acentos de simple bondad evangélica. Infundía reverencia y simpatía. También Nos estamos entre quienes lo han admirado y amado en mayor medida».
Quiero sobre todo traer a la memoria en esta sencilla remembranza la dimensión ecuménica de su diligencia patriarcal, a cuyo análisis no puede faltar el protagonismo compartido con Pablo VI, tan elogiado por los sucesores san Juan Pablo II, Benedicto XVI, el papa Francisco y los patriarcas Dimitrios I y Bartolomé I. Y lo digo, porque todavía hoy no acaba de ser, a veces, bien interpretado.
De hecho, el abrazo de Atenágoras y Pablo VI en Jerusalén suele verse, en algunas circunstancias y, por fortuna, sólo desde algunos medios, como referente del encuentro del patriarca Kirill y el papa Francisco en Cuba (12.2.2016). Nunca se me ha pasado por la mente el entenderlos así. Que una cosa es el Patriarcado Ecuménico, y otra bien distinta un patriarcado ortodoxo cuyas ansias de hacerse con la primacía de Constantinopla son, por cierto, indisimulables de puro desmedidas. Habrá pues, que compararlos por sus frutos.
Aquel abrazo en Jerusalén dio paso pronto a la abrogación recíproca de las excomuniones de 1054 (7.12.1965), al intercambio de delegaciones para asistir a las fiestas patronales de Roma y de Constantinopla, y a un sucesivo intercambio de visitas de Pablo VI al Fanar y de Atenágoras I a Roma.
Cuando se cumplan los cincuenta años de la desaparición de Kirill, o de Francisco, ya veremos -los que lo vean o puedan verlo- si es posible siquiera la comparación. Baste de momento comprobar que los frutos del abrazo en Jerusalén, ahí están: evangélicos, abundantes, deliciosos y saludables.
¿Quién no recuerda, ya fallecido Atenágoras, a Pablo VI en la Capilla Sixtina besando humildemente los pies del representante de Constantinopla, metropolita Melitón de Calcedonia? ¿Y quién no destaca y elogia precisamente los esfuerzos de su santidad Bartolomé I llevando a buen puerto contra viento y marea el Concilio Panortodoxo en Creta (2016), cumbre de las asambleas panortodoxas iniciadas por Atenágoras y celebradas, algunas, en Chambèsy, junto a Ginebra?
Los del encuentro en Cuba, por el contrario, todavía no se han visto brillar por ninguna parte. Si Atenágoras y Pablo VI tuvieron el valor de cancelar recíprocamente las excomuniones de 1054, el encuentro de Cuba entre el papa Francisco y el patriarca Kirill, por el contrario, no ha conseguido siquiera el intercambio de visitas al más alto nivel: de Francisco a Moscú y de Kirill a Roma. Tampoco se percibió en Kirill deseos de asistir al Concilio Panortodoxo de Creta (25-30.6.2016), por él completamente boicoteado.
Y nada se diga ya de cancelar excomuniones, porque el patriarca Kirill, más que cancelar excomuniones, las fulmina a diestro y siniestro. En su osadía condenatoria ha llegado incluso a excomulgar al mismo Patriarcado Ecuménico y a cuantas Iglesias ortodoxas autocéfalas cierren filas tras él. Y en cuanto a condenar la guerra desencadenada por Rusia en Ucrania, nada de nada, monada. Al contrario, no sólo no condenarla sino justificarla con razones metafísicas de corte heideggeriano que le han valido ya el alias de Kirill I el metafísico. En resumen, la distancia entre ambos encuentros es de años luz.
En una de sus últimas cartas a Pablo VI se puede leer este sublime pensamiento de Atenágoras: «Os escribimos desde Oriente poco antes de la pasión del Señor. La mesa está preparada en la habitación de arriba y nuestro Señor quiere comer la pascua con nosotros. ¿Rehusaremos?» (21 marzo 1971: BAC 345, n. 284, p. 239-241).
La respuesta de Pablo VI llegó, de alguna manera, con la evocadora alocución papal ante los fieles de Roma dos días después de su muerte: «Siempre resumía sus sentimientos en una sola y suprema esperanza: la de poder “beber en el mismo cáliz” con Nos; es decir, poder celebrar juntos el sacrificio eucarístico, síntesis y corona de la común identificación eclesial con Cristo. Nos también lo hemos deseado ardientemente. Ahora este deseo no logrado debe seguir siempre su herencia y nuestro compromiso» (BAC 345, n. 296, p. 256-257). Atenágoras, pues, como se ve, hilaba fino echando mano de la eucaristía, fuente y fundamento de la unidad eclesial.
Lo cuenta su inseparable Melitón de Calcedonia en confidencias publicadas por Olivier Clément: «Unos días antes de la muerte, ante la propuesta de llegarse de nuevo a Viena para curarse, había dicho a Melitón: “No, no iré a Viena, ahora me debo preparar para otro viaje”».
La fundadora de los Focolares, Chiara Lubich, muy unida a nuestro personaje, con quien llegó a entrevistarse no menos de 25 veces, llegó a evocarlo en Avvenire como «una de las personalidades más grandes del mundo religioso del siglo XX, que pertenece ya a la historia y a la Iglesia». Así lo secundan y refrendan las numerosas biografías por todo el mundo.
De ahí también las palabras finales relativas a su egregia figura en mi libro Apóstoles de la unidad (San Pablo. Madrid 2015, p. 27-38). Me place volver a ellas como cierre de este emocionado recuerdo en el cincuentenario de su muerte: «El día que los cristianos en general acierten a desterrar prejuicios antiecuménicos, se darán cuenta de la extraordinaria altura moral y religiosa de este dignísimo apóstol de la unidad» (p. 38)
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