«No he venido a traer paz, sino división»

No paz, sino división

El evangelio de hoy nos brinda una expresión de Jesús cuyo contenido siempre inquieta. De ahí que en todo momento exija ser adecuadamente comprendida. De camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo se despacha de pronto ante sus discípulos con este misterioso parlamento: «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división».

Y añade:«Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra» (Lc 12, 51-53).

Todo buen lector del evangelio de Cristo sabe que tenemos a la vista un mensaje de paz. De la paz por excelencia, cabría decir. Jesús mismo, como escribe san Pablo, «es nuestra paz» (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es, de suyo, amor, alegría y paz. ¿A qué se refiere, pues, el Señor cuando dice —según san Lucas— que ha venido a traer la «división», o —según san Mateo— la «espada» (Mt 10, 34), que se antoja todavía más cruel?

Significa, por de pronto, que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, es fruto de una lucha constante contra el mal. Su combate no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra el gran acusador, Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, tendrá que vérselas con incomprensiones y a veces con auténticas persecuciones. Vamos, que no se va a quedar frío.

¿De qué paz habla, pues, Jesús resucitado? Porque él mismo se encarga de apostillar que la suya no es una paz como la del mundo. ¿Qué paz es esa que da el mundo y que difiere tanto de la paz de Jesús? El mundo habla de paz como lo contrario a la guerra armada. O sea, que se la puede definir como la ausencia de guerra. Triste definición, al fin y a la postre. Porque sería tanto como suponer que es sinónimo de tranquilidad, y que vivir en paz significaría entonces tener la vida económicamente resuelta, sin habérselas de convivir con gente conflictiva y ruidosa.

¿Es esta la paz que nos dejó Jesús? Por supuesto que no. La verdadera paz, lejos de ser negación de la violencia, se cifra te todo en la ejecución efectiva de la justicia y el amor. No se reduce a respetar las opiniones ajenas, sino que es el triunfo de la verdad. La confundimos con la tranquilidad y el bienestar, pero es mucho más que eso: es la consecución de la plenitud y realización humanas. La paz de Jesús empieza por ser fruto del esfuerzo y de la lucha, y las más de las veces con sus buenas dosis de sufrimiento.

Por siglos y siglos fue guerra sangrienta de persecución y martirio. Hoy, en cambio, los ataques, menos sangrientos tal vez, aunque más poderosos, provienen de los medios de comunicación. Bien mediante libros o películas, bien a través de documentales o programas de opinión, circula todo tipo de calumnias y tergiversada información que busca desacreditar la fe en Cristo y la autoridad moral de sus pastores. Donde haya fidelidad y coherencia, habrá oposición.

No he venido a traer paz, sino división

Cristo vino a traer fuego al mundo. ¡Y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! ¡Cómo quisiera vernos a los cristianos así: hechos pura hoguera! No calefacción regulable al gusto del consumidor -espero que se me entienda-, sino antorchas encendidas que incendien e iluminen el mundo con su palabra y su testimonio.

Por más que nuestro seguimiento provoque incomodidad y persecución, bien nos lo predijo ya el divino Maestro: que ese habría de ser el precio a pagar por conseguir la verdadera paz, esa que se alcanza pese a que el mundo, el demonio y la carne nunca nos dejen en paz. Habla Jesús de su pasión y muerte como de un fuego escatológico encendido y de un bautismo escatológico que prepara el camino de su venida para el juicio.

De los símbolos del Espíritu Santo, del fuego en concreto, dice el Catecismo de la Iglesia Católica que simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. Así el profeta Elías que «surgió […] como fuego, su palabra abrasaba como antorcha» (Si 48,1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca.  Y Juan Bautista, que «irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17), anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16). Del Espíritu dirá Jesús: «He venido a arrojar  un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Y no olvidemos, en fin, que en forma de lenguas «como de fuego» se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4).

No extrañe, por tanto, que la tradición espiritual conserve este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo -ahí tenemos a san Juan de la Cruz, con su célebre Llama de amor viva-. «No extingáis el Espíritu»(1 Ts 5, 19), exhorta por su parte san Pablo a los Tesalonicenses [n.696]. Ese fuego es el del Evangelio que desciende sobre nosotros por el Espíritu Santo en el Bautismo, comenta san Cirilo de Alejandría.

Tampoco demos al olvido, en consecuencia, que el comienzo (cf. Lc 3,23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1,22). Juan proclamaba «un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3,7) y prostitutas (cf. Mt 21,32) viene a hacerse bautizar por él. «Entonces aparece Jesús». El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él es «mi Hijo amado» (Mt 3, 13-17). Es la manifestación («Epifanía») de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios [n. 535].

El fuego, símbolo del Espíritu Santo

El bautismo de Jesús es, por lo demás, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) y viene ya a «cumplir toda justicia» (Mt 3,15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados (cf. Mt 26,39).

A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc 3,22; Is 42,1). De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, «se abrieron los cielos» (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación [n. 536].

Por el Bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección [n. 537]. «Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados con él» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 40, 9).

«Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios (San Hilario de Poitiers, In evangelium Matthaei, 2, 6).

Por eso, cuantos quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su maternal intercesión para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.

Todo hace pensar que se trata mayormente de ser fieles en la prueba. El fragmento de la primera lectura de hoy pertenece al libro del profeta Jeremías (Jer 38,4-6.8-10), cuyo mensaje apunta precisamente por ahí al proclamar que él es perseguido e incomprendido de su pueblo, pero que debe ser fiel a la misión encomendada por Dios. El diálogo entre Jeremías y Sedecías lo primerea como día el papa Francisco.

El salmo responsorial sirve de pórtico al rezo del Oficio Divino: Dios mío, ven en mi auxilio. Señor, date prisa en socorrerme (Sal 39). Implica este grito de auxilio perder el miedo a vivir y manifestar la fe por las críticas o persecuciones que ello pueda suponer. Acudamos, pues, al Señor en demanda de auxilio haciéndolo incluso en medio de las dificultades, ya que Él cuida de nosotros y es nuestro auxilio y nuestra liberación.

La Carta a los Hebreos (12,1-4) secunda el mensaje de Jeremías y el del Salmo responsorial cuando nos exhorta a correr en la carrera que nos toca, sin retirarnos, quitándonos de todo lo que nos estorba y del pecado que nos ata, contemplando a Cristo, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz y la oposición de los pecadores.Nos exhorta, en suma, a perseverar en la fe sobrellevando la cruz y luchando contra el pecado.

Yo he venido a traer fuego a la tierra

Jesús, en resumen, no vino a traer paz, sino división (Lc 12,49-53). Es decir, vino a traer fuego a la tierra, el fuego del Espíritu.  Vino para renovar y purificar el mundo. Misión por eso mismo, la suya, salvadora y dramática. Su predicación, si bien repara uno en ella, no es autorreferencial, sino relacional. Parte  de la relación directa que Él, Jesús, tiene con el Padre para comunicarlo y anunciarlo como un Dios que reina desde el amor.

De ahí que no sea ya mera palabra, sino signos y gestos concretos creando de esta suerte una nueva realidad en la que la revelación de Dios se hace patente en la manifestación del Hijo.

Amar a Dios sobre todas las cosas para que consigamos alcanzar sus promesas es lo que pedimos al comienzo de la liturgia de hoy (1ª oración). Esto se traduce en optar por Cristo a pesar de las dificultades familiares que ello pueda comportar. Así como hay idealistas sin ideas, se dan de igual modo pacifistas sin paz. Son los de armas tomar. ¡Lástima que desconozcan el amor de Cristo!

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