La vid y los sarmientos
La sagrada liturgia de este V domingo de Pascua, Ciclo B, propone a nuestra consideración de creyentes la bella estampa de la vid y los sarmientos. Pertenece a la célebre parábola homónima de Jesús, y su mensaje cabría resumirlo así: la Iglesia de la edad apostólica enseña a la del siglo XXI cómo vivía ella la Pascua, dónde hacía recaer el acento del kerygma y hasta qué punto Jesús resucitado centraba la celebración de los misterios y era el supremo referente de sus esperanzas.
La primera lectura está tomada de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (9, 26-31). Mediante cinco sencillos versículos acerca de un recién convertido Saulo en Jerusalén, el evangelista de la Misericordia nos recuerda que «las Iglesias gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo» (v. 31). A propósito del inciso donde se dice que se edificaban y progresaban, es decir, se iban construyendo, en el temor --fidelidad al Señor--, es obvio que hemos de tener presente la Eucaristía.
El cardenal de Lubac, uno de los más grandes teólogos del siglo XX, nos dejó dicho que la Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. Dos clásicas expresiones perfectamente comprensibles sólo sobreentendidas con referencia al Cristo de la Eucaristía, sacerdote y víctima, donante y don. En efecto, con la auto-donación de su cuerpo y de su sangre, con la actualización de su misterio pascual y de sus efectos salvadores, es Cristo presente en la Eucaristía el que hace de la Iglesia su Cuerpo y la plasma como sacramento universal de salvación. Y es Cristo presente en la Iglesia, a través de la sucesión apostólica y ministerial del sacerdocio ordenado, por su presencia en cada sacerdote celebrante, el que hace, realiza la Eucaristía. Esta referencia al Cristo eucarístico y al Cristo sacerdotal permite que comprendamos mejor el binomio de reciprocidad entre la Eucaristía que hace la Iglesia y la Iglesia que hace la Eucaristía.
La segunda lectura es del apóstol San Juan (1 Jn 3, 18-24). En ella el apóstol del amor llama nuestra atención acerca de las palabras y las obras: «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (v. 18). Juan da al término «verdad» un sentido muy amplio, tanto que abarca la fe y el amor. Son «de la verdad» los que creen, los que aman: unos y otros. Dicho más sencillamente quizás: El hombre que escucha los reproches de «su corazón», los aldabonazos de su conciencia, sabe que Dios lo conoce todo, y que él es el Amor, que por lo mismo es más clarividente y magnánimo que nuestra conciencia. Sólo así es posible hoy, en pleno siglo XXI, construir la Iglesia, progresar en fidelidad, multiplicarse (es decir, evangelizar) animados del Espíritu Santo.
Nada de lo dicho sería posible sin la Gracia, claro, y por ahí apunta el Evangelio de hoy. La sagrada liturgia, en efecto, completa esta catequesis dominical echando mano en el evangelio de Juan del fragmento acerca de la sugestiva imagen de la vid verdadera (Jn 15, 1-8). Jesús emplea en los Sinópticos la imagen de la viña como parábola del Reino de los Cielos, y hace del «fruto de la vida» la Eucaristía de la nueva Alianza. Hoy en concreto se proclama a sí mismo la verdadera vid, cuyo fruto, el verdadero Israel, no causará decepción a las esperanzas divinas: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador […] Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto (fruto aquí es la santidad de una vida fiel a los mandamientos, especialmente al mandamiento del amor); porque separados de mí no podéis hacer nada» (15,1.5).
El extraordinario retórico que Agustín de Hipona llevó siempre dentro de sí no podía desaprovechar la oportuna circunstancia que Juan brindaba. Doctor sobre todo de la Gracia, se preocupó de cargar el acento, como era de esperar, en ese versillo 5 apenas citado: « porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). «El auténtico maestro, que a nadie adula y a nadie engaña; el verdadero doctor y a la vez salvador al que nos conduce el insoportable pedagogo, al hablar de las buenas obras, es decir, de los frutos de los sarmientos, no dice: “Sin mí podéis hacer algo, aunque os será más fácil con mi ayuda”, ni tampoco: “Podéis dar fruto sin mí, pero será más abundante con mi ayuda”. No es esto lo que dijo. Leed sus palabras; se trata del Evangelio santo al que se someten las cervices de todos los soberbios. No lo dice Agustín, sino el Señor. ¿Qué dice el Señor? Sin mí nada podéis hacer (Jn 15,5). Y ahora, cuando oís: Quienes son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios (Rm 8,14), no os abatáis […]. Dejaos guiar, pero corred también vosotros; dejaos guiar, pero seguid al guía, pues después de haberle seguido, será cierto aquello de que sin él nada podéis hacer» (Sermón 156, 13).
A Israel se le compara a menudo en la Biblia con la viña fecunda cuando es fiel a Dios; pero, si de él se aleja, se vuelve estéril, incapaz de producir el «vino que alegra el corazón del hombre», como canta el Salmo 104 (v. 15). La vid verdadera es el propio Jesús, quien con su sacrificio de amor nos da la salvación, nos abre el camino para ser parte de esta viña. Y como Cristo permanece en el amor de Dios Padre, así los discípulos, sabiamente podados por la palabra del Maestro (cf. Jn 15, 2-4), si están profundamente unidos a él, se convierten en sarmientos fecundos que producen una cosecha abundante. Teniendo en cuenta, eso sí, que la rama bien unida al tronco da fruto no por su propia virtud, sino en virtud de la cepa: nosotros, pues, estamos unidos por la caridad a nuestro Redentor, como los miembros a la cabeza; por eso las buenas obras, tomando de él su valor, merecen la vida eterna. Gracia, pues, y cooperación a la Gracia. Cristo en nosotros, pero asimismo nosotros en Cristo.
La Iglesia nos injerta en el día de nuestro Bautismo como sarmientos en el Misterio pascual de Jesús, en su propia Persona, de cuya raíz recibimos la preciosa savia para participar en la vida divina. Como discípulos, también nosotros, con la ayuda de los pastores de la Iglesia, crecemos en la viña del Señor unidos por su amor. «Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este “permanecer”. Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de él, porque sin él no podemos hacer nada» (cf. Jn 15, 5). Cada uno de nosotros es como un sarmiento, que sólo vive si hace crecer cada día con la oración, con la participación en los sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Y quien ama a Jesús, la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha espiritual.
En la parábola de la vid, no dice Jesús: «Vosotros sois la vid», sino: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5). Lo cual significa que, «Así como los sarmientos están unidos a la vid, de igual modo vosotros me pertenecéis. Pero, perteneciendo a mí, pertenecéis también unos a otros». Y este pertenecerse uno a otro y a Él, no entraña un tipo cualquiera de relación teórica, imaginaria, simbólica, sino un pertenecer a Jesucristo en sentido, podríamos decir, biológico; esto es: plenamente vital. La Iglesia es esa comunidad de vida con Jesucristo y de uno para con el otro, que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la Eucaristía. «Yo soy la verdadera vid»; pero esto significa en realidad, dicho con estilo agustiniano: «Yo soy vosotros y vosotros sois yo»; una identificación inaudita del Señor con nosotros, con su Iglesia.
El Señor prosigue con su discurso altamente exigente: «Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí… porque sin mí -separados de mí, podría traducirse también- no podéis hacer nada» (Jn 15, 4. 5b). Sobre esto, comenta con su acostumbrada sagacidad san Agustín el Hiponense: «El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permaneced, pues, en la vid para libraros del fuego» (In Io. eu. tr., 81, 3).
La imagen de la vid es un signo, al mismo tiempo, de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece, que nos limpia, que nos tonifica. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento. De ahí, en resumen, que nos purifique y transforme misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente.
Tampoco se nos despinta, desde luego, que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida, como la enfermedad y el dolor. Lo importante es que «permanezcamos» en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra «permanecer» una docena de veces. O sea, que no lo despacha porque sí. Al contrario, este «permanecer-en-Cristo» caracteriza todo el discurso. Permanecer es, al fin y al cabo, el verbo típico de la virtud de la fidelidad.
En nuestro tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento, y la serenidad y las formas; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad, por ejemplo, se ha vuelto tan frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de Emaús: «Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), sí, las tinieblas nos rodean», pero tú quédate con nosotros y no te vayas; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un haz inextinguible de luz y amor, esperanza y confianza, seguridad y paz. Donde la aridez y la muerte amenazan a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo comienzo, transformación entrando en su amor.
Permanecer en Cristo, por eso, significa, como ya se ha visto antes, permanecer también en la Iglesia. Una Iglesia entendida como Christus totus, o sea como Cristo Cabeza y Cristo miembros. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En esta comunidad, Él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se sostienen recíprocamente. Juntos resistimos a las tempestades y ofrecemos protección unos a otros. Nosotros no creemos solos, creemos con toda la Iglesia de todo lugar y tiempo, la que está en el cielo y en la tierra.
Es, así, la Iglesia el don más bello de Dios. De ahí que san Agustín llegase a escribir: «Cada uno posee el Espíritu Santo en la medida en que uno ama a la Iglesia» (In Io. eu tr. 32, 8). Con la Iglesia y en la Iglesia podemos anunciar a todos los hombres que Cristo es la fuente de la vida, que Él está presente, que es la gran realidad que buscamos y anhelamos. Se entrega a sí mismo y así nos da a Dios, la felicidad, el amor.
Quien cree en Cristo, tiene futuro. Porque Dios no quiere lo que es árido, lo que es rígido, lo que está muerto, lo que no pasa de artificial, lo que al final es desechado, sino que se complace y desea lo que es fecundo y vivo, la vida en abundancia, la que Él nos da. En la Secuencia de Pentecostés pedimos al Espíritu Santo, enviado por el Padre a petición del Hijo, «doma todo lo que es rígido, funde el témpano, encamina lo extraviado». Él puede hacer también de nosotros sarmientos unidos siempre a la Vid.