Hitchcock y la banalidad del mal


Hitchcock no es sólo “el mago del suspense”, sino uno de los más profundos observadores de la condición humana. Una exposición en Madrid le retrata, mientras se publica en DVD, el documental que narra sus conversaciones con François Truffaut y críticos de todo el mundo han elegido “Vértigo” como la mejor obra de la Historia del séptimo arte –desbancando por primera vez a “Ciudadano Kane” del número uno de las listas–. ¿Por qué nos fascina tanto su cine?

Hay que darse cuenta en primer lugar, que Hitchcock (1899-1980) es el primer director estrella de la Historia del cine. Hasta entonces, todo el mundo iba a ver una película de algún género, porque le gustaba cierto tipo de historias, o le atraía un actor o actriz famosa, pero a nadie le interesaba el nombre del director. De repente, la gente empieza a decir que va a ver “una de Hitchcock”, como si su obra fuera un género en sí mismo.

Su mitificación por la crítica francesa de los años cincuenta, le convierte en el autor por antonomasia del séptimo arte. Su libro de conversaciones con François Truffaut sigue siendo la obra más reeditada de la literatura cinematográfica. Es probablemente el único director que admiran por igual, tanto los cinéfilos como el gran público, siendo reconocido tanto por su interés artístico como por su valor comercial.

En un sentido, Hitchcock es el cine. Pocos directores hay, que tengan tantas películas que podamos escoger como nuestra favorita. A mí me cuesta elegir una, aunque últimamente tengo también una relación especial con “Vértigo” –conocida en España como “De entre los muertos”–. A mi madre le gustaba “Rebeca” (1940) –que dio nombre en este país a una popular chaqueta de lana, que llevaba Joan Fontaine en la película–. Todavía conservo de mis padres un programa de mano de los que repartían los cines en aquella época.

¿MONSTRUO O MORALISTA?
Los biógrafos de Hitchcock parecen estar divididos en cuanto a su personalidad. En 1983, un teólogo católico llamado Donald Spoto –que se dedica a especular sobre el lado oscuro de los famosos–, publicó un libro sensacionalista en que construye la infame imagen de Hitchcock como un monstruo sádico, obseso sexual y voyeur manipulador. Esto se contrapone a la visión de directores franceses como Truffaut, Rohmer o Chabrol, que lo ven más bien como un moralista, un cineasta católico. El cuadro más objetivo sea probablemente el de la monumental biografía de Patrick McGilligan, que muestra tanto sus luces como sus sombras.

Lo que todos están de acuerdo, es que no se puede entender a Hitchcock sin considerar su estricta educación católica. Ya que aunque es una religión minoritaria en Gran Bretaña, los padres del cineasta le dieron una educación jesuita desde 1908, en el colegio San Ignacio de Stamford Hill en Londres. Iba a misa a la parroquia donde estaba su primo de cura. Fue monaguillo un tiempo, pero vivió el ambiente opresivo y amenazador de un colegio religioso donde los niños recibían frecuentes castigos corporales. “Fue todo un ejercicio de vivir en el miedo”, dice él. Ya que los golpes no eran administrados inmediatamente.

La anécdota más conocida de la infancia de Hitchcock, la cuenta su hija Patricia. Su abuelo hizo encerrar a su padre en la celda de una comisaría, para darle una lección, por algo que había hecho mal. Tenía tanto miedo a los policías, que su hija piensa que por eso no conducía. Lo hacía su esposa Alma, que se convirtió al catolicismo para casarse con él en 1926. Ella trabajaba como su montadora e iban a misa todas las semanas. Dieron mucho dinero para la iglesia y la caridad católica. Patricia se casó además con un sobrino-nieto del poderoso arzobispo de Boston, el cardenal O´Connell.

¿DÓNDE ESTÁ EL MAL?
"Los largometrajes de Hitchcock resultan escalofriantes, no porque muestren cómo el mal asola el mundo, sino porque el mal es, con mucha frecuencia, banal y cotidiano y deambula por las calles de ciudades pequeñas o metrópolis como las nuestras", dice Greg Garrett en "El Evangelio según Hollywood". Justo la misma clase de mal que albergamos dentro de nosotros mismos.

La película preferida de Hitchcock era “La sombra de una duda” (1943). En ella, Joseph Cotten es el guapo y encantador tío Charlie. Este hombre adorado por su hermana y su sobrina, es en realidad un despiadado criminal. Así también en “Psicosis”, todos sospechamos que tras la suave voz del nervioso Norman hay en realidad un lunático asesino, pero Hitchcock nos manipula de principio a fin. Nuestra simpatía al principio es por Marion, que huye después de haber robado en su oficina, pero entendemos que necesita el dinero para casarse. Lo que pasa es que luego nos metemos también en la piel de Norman. Y no sigo, por si no ha visto la película…

Nos gusta creer que el mal está ahí fuera; pero la desagradable verdad, la expresó muy bien el escritor G. K. Chesterton, cuando el Times le preguntó cuál creía él, que era el problema del mundo: "Estimados señores, el problema soy yo".



¿QUÉ HA PASADO CON EL PECADO?
Lo que la Biblia llama pecado, ha sido siempre un tema de dificultad y confusión para muchas personas. La simple mención de la palabra resulta tremendamente incómoda. Por eso muchos reaccionan con una risa nerviosa, para evitar la triste realidad de que no nos conocemos a nosotros mismos. Nos cuesta aceptar que "el mal está en nosotros" (Romanos 7:21), pero hasta que no lo hacemos, no entendemos nada del mundo, ni de nuestra propia vida.

Cuando se dice que Hitchcock muestra una morbosa perversidad, ¿qué es lo que quieren decir? Muchos piensan que su educación le dio esa mente estrecha y retorcida, que hace resaltar las imperfecciones del género humano. Como si nuestro conocimiento y educación nos hubiera librado de ese discurso que creemos que nos paraliza y reprime. ¿Es la visión cristiana del hombre un retrato tan distorsionado de la vida?, ¿no es hacer del ser humano un monstruo?

“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8). “Andar en tinieblas” es lo que Juan llama pecar. No son los actos o pecados concretos. Es un poder que domina al hombre. La Biblia dice que el pecado es la explicación de todos nuestros males, pero no está fuera, sino dentro de nosotros, dice Jesús (Mateo 15:11, 18; Marcos 7:15, 23).

Todos nacemos en este mundo bajo el poder de la oscuridad. Tal y como somos por naturaleza, tendemos a vivir de ese modo. Es por eso que rara vez pensamos en Dios. No sabemos siquiera que andamos en tinieblas. Somos totalmente inconscientes de estas cosas. No nos interesan y creemos que a nosotros no nos afectan, cuando lo que hacemos demuestra lo que somos.

TRANSFERENCIA DE CULPA
Dicen los jesuitas: “dame un niño, los primeros siete años, y yo te daré un hombre”. Otra versión de la misma frase añade: “y no importa quién lo tenga después”. Así que aunque Hitchcock decía a Bogdanovich que había “superado el temor religioso”, la complejidad psicológica de sus personajes sigue marcada por la realidad de la culpa. Un tema recurrente de sus películas es la persona inocente, que es acusada de un crimen que no cometió. Lo que los críticos llaman transferencia de culpa.

En un sentido, es así cómo el Evangelio nos presenta a Jesús. Como una víctima inocente, es falsamente acusado, cargando con los pecados del mundo. La diferencia, por supuesto, es que Él no tiene un lado oscuro como nosotros. En su luz, no hay ningunas tinieblas (1 Juan 1:5). “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz; porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).



La Verdad de Cristo ilumina las profundidades de nuestro ser, poniendo al descubierto todos nuestros malvados y oscuros rincones. Es cuando descubrimos que “no hay justo, ni aun uno” (Romanos 1:10), que entendemos que Jesús vino “a salvar lo que se había perdido. En su cruz se produce una “transferencia de culpa”, por la que su justicia se hace nuestra. Es ese bendito intercambio, el que nos rescata del poder de la oscuridad.

La sangre de Jesús manifiesta la justicia que nos libra de la banalidad del mal (Romanos 1:25). Porque Él murió en aquella cruz, descubrimos que el mal no quedará sin consecuencias. Si nuestra esperanza está en Cristo, Él murió en nuestro lugar y resucitó para nuestra justificación, “a fin de que Él sea el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (v. 26). Su sangre nos limpia de toda maldad.

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