El paraíso perdido de Gauguin
El año 2004 se presentó en estas mismas salas una muestra sobre este pintor y los orígenes del simbolismo, que abarcaba la primera etapa de su creación y sus viajes, antes de su huida definitiva. La nueva exhibición –que ha hecho Paloma Alarcó, como comisaria– está a la altura de los mejores museos del mundo. Se ocupa de la breve estancia del artista en Panamá y Martinica entre 1886 y 1887, sus viajes a la Polinesia de 1891 a 1893, así como su estancia final, desde 1895 hasta su muerte en 1903. ¿Encontró allí Gauguin el paraíso?
Como dice la interesante biografía de Leonard Sweetman –agotada en inglés, pero disponible en español, por la traducción que publicó Paidós en 1998, Biografía de un salvaje –, “todos creemos saber quién es Gauguin, pero, ¿qué es en realidad lo que sabemos de él? Para muchos continúa representando el sueño más seductor del arte occidental: el agente de bolsa francés que abandonó a su familia y su carrera, viajó a los confines de la tierra, en busca de un Edén tropical y, al final, lo inmortalizó en algunos de los lienzos más hermosos de nuestra época. Pero hay también voces que se han levantado para enfrentarse al mito, que hablan de excentricidades sin límite, sífilis y explotación colonial.”
Se ha creado toda una mitología en torno al artista , de la que todavía se alimentan autores como el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa. Según su novela, El paraíso en la otra esquina (2003), Gauguin era un rebelde, como su abuela, Flora Tristán. Buscaba un mundo primitivo y salvaje, no contaminado por las convenciones sociales, donde poder recuperar su energía y revigorizar su arte. La realidad fue algo diferente, ya que el día que toma el velero Océanien en Marsella en 1891, lo que estaba haciendo es abandonar a su familia. Puesto que al embarcarse a los mares del sur, dejaba a sus cinco hijos y a su esposa, la danesa Mette Gad.
LA FAMILIA DEL PASTOR
Se dice siempre que el pintor estaba harto de Europa, donde todo estaba podrido, y había un arte cada vez más superficial e insustancial. Vargas Llosa dice que “era un próspero burgués”, que “vivía en un barrio elegante, sin privarse de nada”. La verdad es que estaba arruinado y cansado de la vida familiar. No es la primera vez que huía de todo compromiso, como hizo cuando se fue a vivir con Van Gogh en una casa del sur de Francia, pero su convivencia se acabó convirtiendo entonces en un infierno.
La esposa de Gauguin era hija de un pastor luterano de Copenhague. Tras una boda civil, tienen una vida cómoda con él trabajando en una agencia de cambio, hasta que las expectativas de la esposa se vienen abajo cuando él intenta vivir del arte. Llenos de deudas, se trasladan a Dinamarca, para tener el apoyo de la familia. Aunque encuentra un empleo, la relación matrimonial es cada vez mas complicada . Gauguin aborrece el país, su clima, sus costumbres y la rígida piedad protestante. Su separación se hace inevitable. En 1885, el pintor regresa a París, donde lleva una vida bohemia , pero mantiene la relación con su familia. Tiene un especial afecto por su hija Aline.
Gauguin nunca se divorció. Mantuvo un matrimonio de conveniencia, teniendo relación con varias mujeres, sin mucho sentimiento. Nancy Mowll Mathews le describe como un “oportunista sexual” en su Vida erótica –publicada por la Universidad de Yale, el año 2001–. Eso explica por qué, cuando Vargas Llosa va con su hija a buscar sus huellas en Tahití y Atuona, le sorprende la antipatía que despierta el artista : “muchas personas, jóvenes sobre todo, le reprochaban de haber abusado de las nativas pese a saber muy bien que la sífilis que padecía era contagiosa y haber actuado con sus amantes indígenas haciendo gala de un innoble machismo.”
LAS HUELLAS DEL SALVAJE
Aunque se veía a sí mismo como un salvaje, lo que encuentra en Polinesia ya no es la Oceanía paradisíaca que conoció el capitán Cook, sino una colonia francesa con la cultura de finales del siglo XIX. Como el paraíso no existe, tiene que inventarlo.
Poco quedaba de la cultura maorí que el pintor iba buscando. Su objetivo será entonces reconstruir el Tahití de sus sueños . Cuadros como Mata mua (1892) –que significa Érase una vez –,nos muestran escenas pastorales, envueltas en la naturaleza exuberante de una isla, que evocan un tiempo añorado como la arcadia.
Su Matamoe (1892)–que él traduce como Muerte, aunque su sentido correcto en canaco es Ojos dormidos –, nos muestra una de sus pocas figuras masculinas, pero el hombre sujeta un hacha, dispuesto a golpear un tronco, en medio de un paraíso lleno de vida y calma.
En 1901 deja Tahití y se instala en su último refugio en las Islas Marquesas, donde muere dos años más tarde, cuando va a cumplir 55 años . Su último cuadro es un paisaje de Bretaña en invierno, que pinta rodeado de reproducciones de artistas como Rafael o Durero.
Abandonado por sus jóvenes amantes, con una pierna rota, enfermo de sífilis y consumido por el alcohol, Gauguin no puede ya volver a París, como quería, ya que su marchante le dice que es mejor para las ventas que se quede en aquellos parajes exóticos, donde acabará siendo víctima de su propia leyenda. Afectado por la muerte de uno de sus hijos, piensa ya en el suicidio y tras un intento fallido de morir envenenado, fallece de lo que parece un ataque de corazón, solo y desesperado.
LEJOS DEL EDÉN
Sus supuestas vírgenes con mirada y aura de María, no son más que modelos y amantes –como Teha’amaba, una chica que apenas tenía trece años, cuando Gauguin la encuentra en Mataiea, una aldea al sur del Papeete–. Los desnudos que llenaban su Casa del Placer en Atuona fueron de hecho purgados por Monseñor Martin, que hizo quemar todo aquello que le pareció indecente, antes de darle finalmente católica sepultura. Su fe por eso nos resulta a veces poco más que una inmensa parodia, pero nos habla sin embargo de ese anhelo de redención, por el que el hombre todavía suspira, esperando la restauración de las relaciones rotas entre el hombre y la creación.
El artista buscaba ya con Van Gogh la luminosidad de esa espiritualidad invisible que intuyeron aquellos días en los campos de la Provenza. La religiosidad que llena la obra de Gauguin a partir de su encuentro con la sencilla piedad de las mujeres de Bretaña –que vemos en La visión tras el sermón (1888) de La lucha de Jacob con el ángel – nos revela algo de “lo que de Dios se conoce, pues Dios lo manifestó” . Porque como dice el apóstol Pablo a los Romanos, “las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas” (1:19-20). La tragedia del hombre es que “habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” (21).
Sólo así entendemos el orgullo con el que Gauguin habla de sí mismo como un profeta, que ve su obra como algo sagrado . Contempla de hecho no sólo su vida, sino también su muerte, al estilo de una ofrenda religiosa, ya que no está dispuesto a consumirse en “la eterna lucha contra los imbéciles”. Es la locura, por la que los hombres “profesando ser sabios se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por semejanza de imagen de hombre corruptible” ( Ro. 1:22-23), al “cambiar la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (24-25).
El problema es que anhelamos todavía ese paraíso perdido, que sólo en Cristo puede ser recobrado . “Un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, sale de su trono”, pero en Apocalipsis esa nueva creación ya no es un huerto, sino una ciudad. La solución no está por lo tanto en volver atrás, sino en que “el que tiene sed, venga, y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (22:17). Porque sólo así recuperaremos algo más que el Edén.