Desayuna conmigo (viernes, 20.6.20) Palabra y silencio

De la humildad a la santidad

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Hace unos días, un buen amigo me envió por Facebook un hermoso video, montado con muy bellas imágenes paisajísticas y animado por una deliciosa música relajante. El texto, de autor desconocido, tomado de Teresamuri (2015), es lo que me complace compartir en el desayuno de hoy con los seguidores de este blog. Habla de callar y de hablar, de silencio y palabra, dos grandes baluartes de una robusta fe cristiana cuyo cimiento es precisamente una Palabra que solo se percibe en el silencio y se rumia en sosegada intimidad. Es la palabra de Dios, el padre que nos parece que calla demasiado pero que nos acuna en todo momento, que no se deja ver permitiendo que el vendaval de la vida nos vapulee y sus carencias nos cerquen, pero que nos levanta si caemos y nos mantiene en pie. ¿Dónde está Dios ahora?, gritamos muchas veces, perdidos en el fragor de la vida, sin apercibirnos de que en esos momentos es cuando su voz se vuelve trueno para nuestros sordos oídos y rayo para inyectar fuerzas a nuestro ánimo decaído.

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El texto a que me refiero se compone de contundentes sentencias, concisas lecciones de sentido común y humanidad al alcance de todos, cada una de las cuales podría mantenernos en vilo o en vela todo un día de fructífera reflexión.  En lo que sigue me limito a reproducir cada una de ellas con una ligera glosa.

Callar las cualidades propias es humildad. La humildad es la más rutilante preciosidad humana. Solo nuestras obras deben hablar de nosotros mismos. Quien se pavonea hablando de sí mismo pone en evidencia todas sus miserias. El soberbio es un ser permanentemente embotado.

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Callar las buenas obras del prójimo es envidia.
El hombre más abyecto y deteriorado es también hijo de Dios, razón por la que siempre merecerá nuestra alabanza. Si, además, sus obras son buenas, miel sobre hojuelas para que nuestra alabanza fluya gozosa y espontánea. No hacerlo delataría una patología muy preocupante, la de la envidia, la de intentar borrar o silenciar las buenas cosas del prójimo para no sufrirlas ni sentirnos inferiores si las reconocemos públicamente. La envidia corroe el alma, nubla la vista y paraliza la lengua.

Callar para no herir la susceptibilidad es delicadeza. La palabra que hiere, aunque esté cargada de razón, refleja falta de sensibilidad, propensión al conflicto y ganas de jaleo. La delicadeza cura, mientras que el reproche, si no es oportuno y se hace con amor, mata.

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Callar los defectos propios es prudencia. Si todo lo que se diga puede ser utilizado en contra de uno mismo, conviene no propalar los defectos propios. Hacerlo, además de imprudente, es demostración palmaria de la más corrosiva falsa humildad o simple treta psicológica en demanda de compasión y misericordia: mostrarse como víctima para concitar benevolencia.

Callar los defectos ajenos es caridad. Sin duda, las deficiencias y carencias de todo tipo que llevamos a la espalda nos hacen muy vulnerables. Que los demás se ceben en nosotros es tarea fácil. No hacerlo requiere temple y generosidad, la caridad que todo lo aguanta y soporta. El silencio es muchas veces un gran aliado de la caridad.

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Callar las palabras inútiles es sabiduría. Vivimos en un blablablá continuo, pretendiendo atraer la atención para demostrar que estamos aquí y que se debe contar con nosotros. Para ello deberían bastar nuestras obras. Sin la menor duda, es una actitud sabia la de quien se ahorra las palabras que no comunican nada y que solo pueden desencadenar problemas.

Callar para escuchar es educación. La vida nos educa siempre, incluso de viejos, pues “no te acostarás sin saber una cosa más”. Pero, si no tenemos el oído atento, seguro que no oiremos llegar trenes interesantes que pasarán de largo. Nunca podrá ser educado o enriquecido por el fluir de la vida quien no la escuche.

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Callar a tiempo es discernimiento. Saber callar cuando la palabra descompone la escena es fruto de un análisis provechoso de la situación para sacar partido incluso de lo adverso.

Callar junto al que sufre es solidaridad. El silencio junto al que sufre es muy comunicativo si demuestra que se sufre con él. El silencio hace comunidad.

Callar cuando se ha de hablar es cobardía. La denuncia vigorosa de situaciones peligrosas es como el certero diagnóstico de un cáncer agresivo que conduce a frenarlo a tiempo. Callarse en esa situación denota un espíritu enclenque enroscado sobre sí mismo y la gran penuria mental de quien prefiere vivir en un espacio angosto, replegándose sobre sí mismo.

Callar ante el fuerte es sometimiento. El fuerte se convierte en tal precisamente por el sometimiento de quien se siente débil. El silencio es entonces yugo que certifica sometimiento y señal clara de conformidad con la triste condición de esclavo.

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Callar ante el débil es magnanimidad. El débil necesita fuerza, no griterío. De sobra sabe él que a su cara van a parar todas las tortas. No procede moralmente aprovechar la situación para ponerlo de rodillas y auparse sobre él. Lo moralmente procedente es tenderle la mano y ayudarlo a ponerse de pie para que pueda comportarse como el ser humano que es.

Callar ante una injusticia es complicidad. Vivimos en un mundo muy complejo en el que los egoísmos crean injusticias por doquier. Silenciarlas no es un gesto neutro, pues ello demostraría que se toleran o se aceptan o incluso que uno no se está aprovechando de ellas.

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Callar cuando te humillan es andar en la verdad. Con razón o sin ella, todos tenemos mucho que callar. Seguro que quien te humilla tiene alguna razón para hacerlo. Por eso, aunque la humillación te haga hervir la sangre, encajarla como es debido facilita que se le pueda sacar algún provecho. Hablamos de un silencio que es fruto maduro del conocimiento de sí mismo.

Callar en los momentos de dolor es virtud. Cuando el dolor acosa, lo que sucede muy a menudo, es preciso replegar fuerzas, resistir el envite y reaccionar en acción de gracias por el cambio de rumbo a que lo sufrido obliga. Decimos que Dios aprieta, pero que no ahoga, pues seguro que en esos momentos pasa a tu lado para ayudarte a comprender lo efímera que es tu vida, al tiempo que fortalece tu espíritu.

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Callar ante la injuria es fortaleza. Solo el que está bien armado y provisto se traga la injuria y no agrava el encontronazo que supone. Enteramente suya es la fortaleza de saber que dos no riñen si uno no quiere. Desde luego, en la reacción primaria ante la injuria cuesta amansar la sangre y tener presente que las palabras hirientes solo proclaman la necedad de quien las pronuncia. A fin de cuentas, si bien es muy difícil tragarse un sapo, una vez hecha la digestión uno se siente fuerte como un toro.

Y callar para mejor amar es santidad. El silencio es camino de perfección. Lo saben muy bien quienes acallan el alboroto interior para estar siempre atentos a las necesidades de quienes viven a su alrededor y a la palabra creadora que Dios pronuncia en todo instante. Caridad y oración son pulmones que respiran santidad.

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Hermoso recorrido el que hoy hemos intentado hacer, yendo de la humildad de quien se conoce bien a sí mismo a la santidad de quien alcanza la sabiduría de que su propia nadería pasajera es fuente inagotable de amor para todos los demás. El desayuno de hoy nos invita nada menos que a recorrer el camino panorámico que va de la nada al Todo, de la insignificancia que somos al rostro de Dios que se refleja en cuantos viven a nuestro alrededor.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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