Lo que importa – 36 De religión y política, paso
Lo óptimo y lo pésimo
A mí particularmente, planteado el tema en las coordenadas sociales en que hoy nos desenvolvemos, su simple enunciado no solo me aburre, sino también me hunde en la más absoluta indiferencia y hasta me asquea, aun a sabiendas, repito, de que se trata de dos ejes fundamentales para el buen desarrollo de la vida humana. Frente a ellos, francamente prefiero predicar en el desierto, escribir en el agua o colgarme del aire. La razón, fácilmente adivinable en mi caso, es que, de tener alguna posibilidad o influencia para cambiar un poquito las cosas, a la religión y a la política que hoy nos toca sufrir me gustaría darles la vuelta por completo, como se hace con un calcetín sucio, sudado y roto.
La clave del asco es común a ambas: la más absoluta impotencia frente a la manipulación perversa de ver cómo lo óptimo deviene pésimo y de cómo lo que de suyo no debería ser más que un hermoso y eficiente servicio a los seres humanos se convierte en perversa manipulación que convierte el servicio pregonado en tiranía simulada para poder descuartizarlos como si fueran cerdos (perdón por la crudeza de la imagen) de los que solemos decir que todo es aprovechable. Uno tiene derecho a preguntarse, dados los padecimientos a que se ve sometido en todo lo referente a lo público, lo mismo en el ámbito civil que en el eclesiástico, si los políticos y los clérigos sirven realmente al pueblo como proclaman profusamente y sin descanso los primeros en sus mítines y programas y, los otros, en sus prédicas y ritos, o si lo que realmente hacen es servirse de los ciudadanos, de sus votos e impuestos, aquellos, y de su adscripción estadística y dádivas, estos.
Entiendo, a riesgo de desenfocar la mirilla, que los primeros, los políticos, tienen por misión, clara e irrenunciable, la de administrar los dineros comunes, razón por la que llamamos “administración” al escenario propio de su actuación. No me cebaré justificando y describiendo una decepción que es obvia en demasía, pues muchos de nuestros políticos actuales, demasiado mediocres en un alto porcentaje, se incardinan a la política como una forma holgada de ganarse la vida sin apenas dar golpe y adornarse con una autoridad que solo es abuso de poder. Mientras, el pueblo, el auténtico señor, se ve completamente preterido y reducido, perdón de nuevo por insistir en la imagen, a la condición del cerdo servicial. ¿Dónde queda hoy la vieja imagen del ideal de ver a una clase política pobre o, cuando menos, austera, administrando un país rico? Si le damos una vuelta más a este tornillo crítico, uno se ve precisado a concluir que los políticos actuales, seguramente siguiendo las huellas de otros muchos pasados, además de estafar al pueblo, resultan caros al producir poco y cobrar mucho. ¡Malos y, para mayor inri, caros!
Si de los políticos pasamos a los eclesiásticos, que entran más de lleno en la línea de mis propias preocupaciones y reflexiones en este blog, vemos que los resortes críticos vienen a ser los mismos, aunque obviamente lo sean con distinta intensidad, pues los presupuestos que manejan estos son infinitamente menores que los de aquellos. Efectivamente, también en este ámbito el servicio se corrompe convirtiéndose en dominio y el cristiano de a pie, el laico, no viene a ser en el tinglado católico más que un obrero mal pagado por no decir un esclavo o repetir lo de cerdo aprovechable. Si no ignoramos ni soslayamos el requisito previo para poder seguir a Jesús, el de venderlo todo y darlo a los pobres, uno tiene derecho a preguntarse cuántos eclesiásticos son realmente seguidores o discípulos auténticos de Jesús. También en este ámbito, igual que ocurre en el político, son muchos los que tratan de encontrar no solo acomodo económico, libre además de cargas familiares, sin someterse a disciplinas laborales severas ni pesadas, y, sobre todo, con el goloso plus de “revestirse” de una “auctoritas” usurpada para contrarrestar sus carencias o llenar sus lagunas. Aunque en este caso no sean caros, no por ello dejan de ser malos.
Insisto en que, aun a riesgo de un reduccionismo aniquilador, el quehacer político debería limitarse a emplear bien el dinero público, previo naturalmente un estudio serio de las necesidades de los ciudadanos y de los impuestos que pueden pagar razonablemente para cubrirlas, amén de encauzar debidamente mediante leyes sensatas los comportamientos sociales. Lo demás debería quedar a la iniciativa de los ciudadanos. Las ideologías pudren las políticas al erigirse estas en rectoras de la vida. Por su parte, el quehacer eclesial debería ceñirse totalmente a la acción misional de transcribir para nuestro tiempo la figura modélica y el mensaje de salvación de Jesús de Nazaret, dejando por completo de lado, a la iniciativa de los creyentes, tantas creencias míticas y prácticas o ritos, hoy desgraciadamente tan meticulosamente acotados a pesar de saber que muchos de ellos se derivan de circunstancias ajenas, incluso extrañas, a nuestra actual forma de vida.
En resumen, que los políticos ganen el pan que comen, que no es poco, con el sudor de su frente, ordenando con tacto la sociedad civil y administrando con austeridad sus bienes. Así sería posible alcanzar el ideal de vivir en países ricos cuyos políticos fueran, si no pobres, sí al menos austeros. Y que los eclesiásticos se lo ganen igualmente, animando el pueblo de Dios a vivir en el ámbito delimitado por las bienaventuranzas que predicó Jesús. Los seguidores de Jesús podemos hacernos un tremendo lío y meternos en honduras irrespirables al preguntarnos quién fue él realmente, es decir, el alcance de su condición divina, pero eso no sucederá si de verdad nos preguntamos qué hizo y qué debemos hacer nosotros para seguir sus huellas.
Volviendo al principio, estimo que sería muy entretenido e incluso divertido poder hablar abiertamente de religión y política en las reuniones familiares y sociales, sin peligro de incomodar o soliviantar a nadie, pues ello contribuiría, además de a crear sólidos vínculos entre los contertulios, a que cada participante pudiera enriquecerse fácilmente no solo con la forma como sus acompañantes ven la vida, sino también con como la sienten en realidad. Dicho en otros términos, tanto los políticos como los eclesiásticos, actuando debidamente cada uno en el ámbito específico de sus competencias, tendrían que ser poderosas herramientas para que los ciudadanos pudiéramos ir mejorando un poquito cada día nuestra forma de vida humana. De sus inicios hasta su conclusión, la vida humana, de la que forman parte inexorable la política y la religión, se cifra en mejorar. De hecho, sin esa perspectiva, se agostaría en un santiamén.