Comunicar lo que llevamos dentro
La vida cristiana supone la dimensión misionera. No solo están llamados a la misión tantos varones y mujeres que con mucho valor y generosidad dejan su tierra, su familia, sus proyectos, para ir a otros lugares a anunciar y vivir el evangelio en medio de otras gentes, sino que todo cristiano está llamado a vivir la misión en su cotidianidad, “haciéndose todo a todos para ganar a algunos” como diría San Pablo (1 Cor 9, 22).
¿Qué es ser misionero?
Ser misionero es ante todo comunicar la propia experiencia de encuentro con Jesucristo con naturalidad, con alegría, con la fuerza que surge de dentro. Es sentir la experiencia de los primeros discípulos que decían “no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20). Es ofrecer a otros lo que uno ha experimentado y le ha dado plenitud y sentido de vida. Ser misionero es sentir la urgencia de comunicar aquello que se lleva dentro. Es tener ganas de amar, de servir, de estar abiertos y disponibles. No es, en primer lugar, comunicar contenidos teóricos sino, ante todo, la alegría de haber encontrado “un tesoro” y “por la alegría que da” dejarlo todo para anunciarlo a los otros (Mt 13, 44). Pero todo esto supone vivirlo. Nadie da lo que no tiene.
La misión nace del cambio experimentado en la propia vida
El hecho de haber recibido la fe de niños y de haber crecido en un ambiente católico nos hace acostumbrarnos a esta tradición religiosa y a no indagar por las razones que nos mantienen en ella. Un buen ejemplo nos lo dan las personas que por las causas que sean, han dejado la Iglesia católica y pertenecen a otro grupo religioso. Normalmente saben darnos razones de este cambio: en ese otro grupo conocieron más la Sagrada Escritura o experimentaron la acogida y la ayuda fraterna o les respondieron interrogantes que tenían o encontraron la fuerza para dejar determinado vicio. Aunque a veces no nos convenzan las razones que nos dan o veamos algunos intereses que no son propiamente cuestiones de fe, lo que es cierto, es que nos indican la dinámica que se debería vivir en la experiencia religiosa: el encuentro con el Dios vivo desinstala, cambia, marca la vida, llama a la conversión, es decir, nos abre otros horizontes por los que no habíamos transitado. Sin esta experiencia personal nuestra fe se limita a la tradición recibida y tal vez repetimos lo aprendido pero no “comunicamos” y mucho menos “contagiamos” la alegría de seguir al Señor y de las maravillas que El hace en las personas que lo encuentran.
Urgencia de mantener la vitalidad de nuestra fe
Por eso conviene preguntarnos por la vitalidad de nuestra fe. Tenemos que saber dar razón de nuestras creencias pero especialmente desde la experiencia. La presencia del Señor tiene que notarse en nuestras vidas. Tiene que hacernos sentir “habitados” por su espíritu que nos impulsa, nos ilumina, nos acompaña, nos lanza siempre al servicio y a la entrega. La misión nace de lo que vivimos dentro y este es el camino privilegiado para una evangelización eficaz.