La deuda pendiente con la mujer en la sociedad y en la iglesia
La pandemia del coronavirus está trayendo muchas consecuencias, no todas tenidas en cuenta o divulgadas con la misma insistencia, porque por supuesto, lo principal en este tiempo es lo que se refiere a los contagios. Una de ellas ha sido la constatación de la violencia intrafamiliar, especialmente contra la mujer. Las alertas se han despertado porque el hecho de estar encerrados hace más difícil que las mujeres puedan denunciar y acudir a los centros de ayuda. Además, las circunstancias que trae la cuarentena facilitan esa violencia: casas demasiado pequeñas donde no hay cómo mantener un mínimo de privacidad; escasez económica, rayando con el hambre; sensación de temor por la posibilidad de contagio, incomodidad de estar juntos cuando se llevan años de malos tratos, falta de diálogo, indiferencia, etc. Las cifras son para alarmarse: del 20 de marzo a la fecha se han dado 16 feminicidios en Colombia y más de 3.000 denuncias de violencia, siendo más de la mitad, por violencia sexual. Cada país podrá revisar las cifras y seguro que son muy altas.
Algunos invocan que ya se ha hablado demasiado de la violencia contra las mujeres y que los varones también sufren. Sin duda, la violencia sale del corazón de varones y mujeres y se ejerce contra todos, pero a la mujer la ha afectado mucho más porque la estructura social se ha configurado de tal modo, que ella está más expuesta a dicha violencia. A esto se le llama “sociedad patriarcal” y es lo que en la cotidianidad vivimos sin darnos cuenta: nos da seguridad la figura de un varón, se prefiere un varón en algunas profesiones, se desea que el primer hijo sea un varón, algunas familias privilegian la formación del varón y parece secundaria la de la mujer y así, podríamos multiplicar los ejemplos en que lo masculino parece de más valor, más seriedad, más profesionalismo, más competencia y lo de la mujer parece menos serio, más intuitivo, más sentimental, más tierno. Toda esta realidad social exige mucho trabajo para seguir transformándola. Se han dado pasos, pero faltan muchos más. Ahora bien, todo esto no es ajeno a la iglesia que es lo que también quisiera señalar aquí.
Históricamente las mujeres han sido relegadas a un segundo lugar. Tanto es así que aún hoy, no están en ninguna instancia de decisión, aunque ellas son las más presentes en la iglesia: llevan adelante la mayoría de los grupos apostólicos y obras de caridad y están atentas a todas las necesidades de la comunidad parroquial. Precisamente, porque ocupan tantos lugares de servicio, se aduce que no hace falta pedir más espacios.
Ahora bien, estos tiempos son de cambio y nos exigen buscar transformar “lo que siempre fue así” por lo que sea “más del evangelio”, más de una comunidad cristiana. El mismo Papa Francisco tiene esa inquietud porque sabe que es “un signo de los tiempos” y una “exigencia ética” con las mujeres, el darles el lugar que les corresponde en la iglesia. Desde el inicio del pontificado ha dicho que hay que dar más espacios a la mujer, reconociendo todos sus aportes.
Sin embargo, Francisco no parece encontrar el camino para hacerlo efectivo. Sus acciones no son todavía significativas y sus intentos de explicar por qué y cómo se le ha de dar ese campo a la mujer, no llegan a tener la audacia y la profecía que necesitarían. En cierto sentido, el Papa tiene que enfrentarse a una estructura eclesial que no quiere cambiar en este aspecto. Por eso, aunque en el Sínodo de Amazonía se pidió el diaconado para las mujeres, en la Exhortación Querida Amazonía, el Papa dice que eso sería clericalizarlas, pero al mismo tiempo, crea por segunda vez, una comisión para estudiar el diaconado. Lamentablemente ya hay varias voces que dicen que algunos de los integrantes de esta segunda comisión, no son expertos en el tema y no parecen estar a favor.
Normalmente los cambios no vienen de arriba para abajo. La conciencia que hoy tenemos sobre la sociedad patriarcal y la violencia contra la mujer vino y sigue dándose en la medida en que las que lo sufren -o los que entienden ese injusticia- reclaman un cambio sin cansarse en su demanda. Un cambio en la iglesia será posible cuando las mujeres sean conscientes de ese segundo puesto que han ocupado y exijan ese cambio y no se cansen de exigirlo. Pero lamentablemente aún en muchos ambientes sigue el patriarcalismo eclesial introyectado en las mismas mujeres: prefieren un ministro de comunión varón, un director espiritual varón, un profesor de teología varón, un conferencista varón, un coordinador de la parroquia varón. La presencia de la mujer es bien acogida pero cuando se ocupa del orden, la belleza, la acogida, el servicio y las múltiples tareas que se le han atribuido a las mujeres. Es verdad que en ciertos lugares se van dando pasos, pero todavía son demasiado pocos y la deuda sigue pendiente.
Mayo es un mes en el que en Colombia y en otros países se reconoce la figura de las mamás y también de la virgen María. La cuarentena no va a permitir que haya muchas celebraciones públicas y, tal vez ni privadas por las restricciones que existen. Pero nadie nos impide regalarle -a todas las mujeres- un compromiso con la erradicación de esa mirada patriarcal que produce tanta violencia sobre las mujeres en la sociedad y en la iglesia. La violencia no es sólo física, sexual, psicológica, económica, cultural. La violencia también es religiosa cuando se le dice a la mujer que ella no puede acceder a muchas instancias porque su “esencia” es el servicio y no también la toma de decisiones eclesiales.
La pandemia nos está confrontando en muchos aspectos y no se escapa -por la violencia que sufren las mujeres-, la urgencia de acabar con el patriarcado. Pero no solo en la sociedad sino también en la iglesia.
(Foto tomada de: https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Viol%C3%A8ncia_contra_la_dona.jpg)