¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?
Hace unos meses una persona conocida sufrió un grave problema de salud. Todos sus familiares estaban muy preocupados por ella, pero se encontraron con una gran dificultad: aunque todos querían expresarle su solidaridad y apoyo, no podían hacerlo con la espontaneidad y libertad que les hubiera gustado porque, en la familia, habían disgustos, incomprensiones, silencios, alejamientos, actitudes que a ciencia cierta ni se sabía cómo habían comenzado, cómo se habían mantenido tantos años y menos cómo superarlos. Lamentablemente, creo que no los superaron. Simplemente intentaron evitar el encuentro y por otros medios fueron expresándole a la enferma su solidaridad. Pero ese hecho me hizo pensar en el pasaje en el que le dicen a Jesús que su madre y sus hermanos le buscan y Él les responde: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 31-35).
Jesús hablaba de la familia que surge no por lazos de sangre sino por lazos de amor libremente forjados. Y es que, aunque todos somos seres llamados a amar y ser amados, esto no surge por generación espontánea, ni se consigue fácilmente. No es algo “natural” y “fácil” aunque se crea que es así. Por eso se explica que haya muchas madres que no aman a sus hijos y hasta les hacen mal, tantos padres que nunca reconocen a sus hijos ni se ocupan de ellos, sin el menor rastro de remordimiento, tantos hermanos que ante una herencia o ante cualquier dificultad rompen los lazos de fraternidad y sigan sus caminos como si no fueran de la misma familia, tanto abandono de los padres cuando se tornan mayores por parte de sus hijos, tantos resentimientos, rencores, odios, venganzas que no parecen adecuarse al ideal de ser humano al que todos aspiramos.
Lo que acabo de describir no significa que no haya también muchas familias que viven la solidaridad a toda prueba y muchos testimonios de amor incondicional que se extiende de padres a hijos por generaciones. Pero he querido explicitar también toda esa vivencia negativa porque existe más de lo que creemos y casi diría que se siente una “impotencia profunda” porque no hay razones que valgan para doblegar los corazones y al contrario de lo que dice la Carta a los Romanos sobre el amor de Dios -“ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios” (Rom 8, 38-39)-, en muchas familias ni la enfermedad, ni los problemas, ni la muerte, logra unir los corazones que una vez compartieron el mismo horizonte de vida.
La posibilidad de amar y ser amado en este mundo exige nuestra libertad y decisión profunda. Nos pide salir de nosotros mismos para darnos, entregarnos, comprender, aceptar, perdonar, reconocer, dejarnos sorprender por el misterio del otro que no siempre es como quisiéramos que fuera pero que es como sus circunstancias le han permitido ser. Y nos pide también abrirnos a recibir el amor, el perdón, la acogida, el reconocimiento, la valoración, y hasta las críticas y exigencias que los otros nos hacen para establecer lazos “no de sangre” sino de “humanidad” que se nos ofrecen en tantas y variadas experiencias a lo largo de la vida. Y este es el misterio de la fe y la gran alegría que surge del creer en Dios: poder ver en el otro no un enemigo o un rival -por muchas dificultades que se vivan- sino un hijo o una hija del mismo Dios que nos dio la vida y a quien aspiramos encontrar al final de la existencia.
Ojalá supiéramos abrirnos al amor y hacerlo experiencia de vida con los hermanos de sangre y con los amigos, conocidos, compañeros que nos da la vida. Qué triste será llegar al final de la existencia con un corazón lleno de odios y rencores incluso hacia los más cercanos. Por el contrario, que libertad inmensa la de llegar a ese momento y poder decir con San Pablo: “Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia (…) pero el amor nunca acabará” (1 Cor 13, 8) porque, definitivamente, lo único que nos llevaremos al morir será lo que hemos amado y nos hemos dejado amar, lo que hemos perdonado y nos hemos dejado perdonar.