La otra cara del Concilio de Constanza (1414). Consideraciones sobre Jan Hus (y 4)

[Sintomática la estatua que hay en Constanza: una prostituta sosteniendo en sus manos al Emperador y al Papa]
Hubo consecuencias del Concilio de Constanza que duraron poco, que lo fueron a corto plazo. Con él terminó el Cisma de Occidente y la sede de la Iglesia retornó a Roma. Atrás quedaron Avignon… y Peñíscola. Poco más. Aquello de la supremacía del Concilio sobre el Papa quedó en papel mojado, pasados unos años. La regeneración de la Curia y de los Pontífices… ni se tocó. ¿Algo más?
Sin embargo las consecuencias derivadas de la persecución de los husitas trajeron algo más grave, la separación de millones de fieles al cabo de un siglo. Jean Hus tenía razón.
Jan Hus acudió al Concilio persuadido de su verdad y de que sus palabras harían cambiar las costumbres, preceptos, imposiciones y también la forma de vida depravada de las altas jerarquías de la Iglesia. Visiones de un iluminado sustentadas, sin embargo, en los gravámenes que sufría el pueblo.
Al final vio con claridad que lo único seguro era su condena a muerte, privado incluso de la protección primera del emperador Segismundo. Y la aceptó como dicen que la aceptaban los fanáticos mártires de otros tiempos. Así lo decía en las cartas que envió a sus amigos y seguidores: moría por fidelidad a la verdadera Iglesia, les exhortaba a permanecer fieles a Dios y a su conciencia, su muerte era agradable a Dios, éste no le abandonaría en la última hora (¿alguien entiende esto?)...
La parafernalia que la Iglesia organizaba para “asesinar” a sus opositores servía de mucho. No sólo era escarmiento de disidentes sino, sobre todo, argumento convincente para que todos supieran cuál debía ser el camino recto, aprendiendo en cabeza ajena.
En la madrugada del 28 de junio de 1415 una larguísima comitiva se dirigió de la prisión a las afueras de la ciudad. Hablan de 3.000 soldados y un enorme gentío. Por prescripción canónica, los padres conciliares no podían asistir al espectáculo de ajusticiar a uno de los suyos. El “relajado” era entregado al “brazo secular”: al contrario que los judíos, ellos “no se hacían reos de la sangre de aquel justo”. ¡Cuánta hipocresía! La Historia de la Iglesia, T. III de la BAC, que nos sirve de guía en estos relatos, dice que tal pena era la que estipulaba la legislación de la Iglesia.
El desdichado Hus iba vestido como ordenaban los cánones, con sayón negro y una coroza de cartón pintada con tres diablos y la inscripción “Hic est haeresiarca". Iba con los ojos fijos en el cielo, desencajado, gritando de vez en cuando “¡Christe, Fili Dei vivi, miserere mei!”. Repitió la misma frase al dejarse caer de rodillas junto al montón de leña. Amarrado al poste, todavía predicaba con ardor su inocencia y proclamas en pro de la regeneración de la Iglesia.
Podemos imaginar tan lamentable espectáculo, sus chillidos de dolor, sus alaridos, el chamuscar de la carne, el retorcerse… hasta que ya no se oyó nada, asfixiado por el humo y achicharrado en el poste.
¿Qué pensar, hoy, de tan degradante representación y de espectáculo tan bárbaro? No podemos quedar indiferentes ante algo que la Iglesia de Cristo instituyó como “normal” contra sus adversarios. Vergüenza, bochorno, oprobio es poco. Rechazo de tal Iglesia es lo mínimo. Esta práctica fue instituida por una “sociedad” que predicaba la mansedumbre y el perdón, una institución que se decía “santa y madre”. Y lo respaldaban personajes de catadura moral tan ínfima que no le llegaban ni al zapato a aquel que veían convertirse en hoguera viviente.
Quemaban a un pobre hombre, mermado por tantos ayunos y penitencias; fanático e iluminado, sí, pero con deseos sinceros y voluntad recta de anhelar una Iglesia pura y fiel al Evangelio. Y lo quemaban personajes que se decían representantes de Cristo, predicadores del perdón y del amor…
No digan ahora que la Iglesia actual no tiene nada que ver con aquella. No vengan Vaticano II o JP-2 a decir que la Iglesia “respeta la libertad de conciencia”, que “no se puede obligar a nadie a creer”, que “la fe se propone, no se impone”... A sarcasmo suenan todas estas soflamas.
La Iglesia también es su historia, su presente se ha hecho con los cimientos del pasado. Ellos mismos dicen que la Iglesia se sustenta en el Nuevo Testamento y en la Tradición… ¿No es ésta también “su tradición”? ¿No nos dice el pasado que, en igualdad de circunstancias la Iglesia volvería a ser lo que fue? Renegar de ese pasado hace precaver de un posible futuro.
A los once meses y por el mismo macabro procedimiento, moría Jerónimo de Praga, discípulo y acompañante de Jean Hus en el Concilio de Constanza.
Dos añadidos finales. El primero se refiere a una supuesta profecía vociferada por Hus al tribunal que lo condenó: «Vais a asar un ganso (hus, en checo), pero dentro de un siglo os encontraréis con un cisne que no podréis asar”[otros ponen "de mis cenizas nacerá un cisne] Ciento dos años más tarde y con la figura de un cisne en el pergamino, Lutero clavó sus 95 tesis en la catedral de Wittenberg. Importa poco que sea verdad o invención: ésa fue la realidad.
El segundo tiene que ver con una boutade más de Juan Pablo II reconociendo o pidiendo perdón por "errores" del pasado: «Siento el deber de expresar mi profunda pena por la cruel muerte infligida a Jan Hus y por la consiguiente herida, fuente de conflictos y divisiones, que se abrió de ese modo en la mente y en el corazón del pueblo». ¡Si fuisteis vosotros!
Ni siquiera nos permitimos presuponer sinceridad en sus palabras porque… ¡a buenas horas, mangas verdes!
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AÑADIDO. Comentario de un historiador con relación a las atrocidades de la Iglesia a lo largo de sus dos mil años de vida.
¿En virtud de qué versículo del evangelio la Iglesia católica se habrá sentido tan segura para quemar y degollar a sus propios hijos? El espectáculo de un pobre hombre, pidiéndole inútilmente ayuda a Cristo, por quien entregaba la vida, y el espectáculo de unos barbianes eclesiásticos, llenos de soberbia y de mundanidad pero totalmente vacíos del espíritu de su maestro, viendo impasibles cómo se retorcía en la hoguera, son para quitarle la fe a cualquiera que se detenga a reflexionar sobre ello.
¡Cuánto más, a pesar de todas sus «herejías» y de todo su fanatismo, se parecía a Cristo en la cruz el pobre Juan Hus, amarrado al poste llameante, que los venerables cardenales y obispos, bien alimentados y bien engalanados con sus ornamentos pontificales y con toda su indumentaria operática con la que pretenden representar al que «no tenía donde reclinar la cabeza»! Los dos mil años de la Iglesia nos han hecho perder perspectiva y admitir como cosas normales verdaderas monstruosidades. S.Freixedo. Cristianismo, un mito más.