¿Se casó Jesús?

Apuntábamos el día pasado el asunto de la ordenación de mujeres en la Iglesia católica que, entre otras razones, sería remedio seguro para subvenir la tremenda crisis de sacerdotes que la Iglesia padece en Occidente. El sentir general es propicio a ello, incluso esa es la conclusión de distintas comisiones convocadas por el Vaticano para recabar pareceres y doctrina sobre el asunto.

Preciso es consignar, como venda antes de la herida, que, según voces autorizadas, el Nuevo Testamento no dice de manera clara y definitiva si las mujeres pueden ser ordenadas, como tampoco excluyen tal posibilidad.

Ante este dilema de si ordenar o no mujeres sacerdotes, el muro vaticano se alza robusto y poderoso, porque no es algo a lo que los últimos papas hayan querido enfrentarse. Es grande el peso de la tradición. Ya dos de ellos han emitido veredicto oficial sobre el asunto, Pablo VI o Juan Pablo II. Los demás han dejado correr el tiempo con un velo de silencio sobre el supuesto problema. Aventuramos no principios teológicos o bíblicos sino espíritu pacato, miedo en definitiva a romper nudos del pasado, escudados en la prudencia vaticana.

Dice el primero de ellos en la Declaración “Inter Insigniores”: La Iglesia, fiel al ejemplo del Señor, no se considera autorizada para admitir a las mujeres en la ordenación sacerdotal”

Y del segundo la contundente sentencia en la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis”: “La Iglesia no tiene ninguna facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal, y esta sentencia debe ser respetada de manera definitiva por todos los fieles de la Iglesia”.  

¿Hablaba aquí “ex cathedra” Juan Pablo II en cuyo caso la sentencia es infalible?  A nuestro parecer, ese “de manera definitiva” no deja en buen lugar al prócer personaje y resulta una afirmación excesiva, teniendo en cuenta el precedente de la ordenación de mujeres en la otra rama cristiana, la protestante, y porque la historia nos dice que nada hay definitivo en esta vida excepto lo que respecta al orden natural.

Lo dicho por el papa polaco lo ratificaba el todavía cardenal Ratzinger, repitiendo sus palabras: “Esta doctrina exige un asentimiento definitivo… y se debe mantener siempre y por doquier por todos los fieles, por cuanto es perteneciente al sedimento de la fe”.

Dos afirmaciones hemos resaltado, una, que no ordenar mujeres es seguir el ejemplo del Señor; otra, que es doctrina fija y permanente de la Iglesia. Y desde nuestra docta ignorancia afirmamos que ambas razones son falsas y perversas. Falsas por las premisas de que parte, más o menos que Jesús ni eligió “discípulas” y “apóstolas” ni eligió compañera ni esposa en su vida; perversas porque ancla a la Iglesia católica en tiempos pretéritos, como si la historia no atestiguara progreso social respecto al estamento femenino.

Que no tuvo apóstoles femeninos es claro según los evangelios. Adolecía Jesús de seguir los dictados de su tiempo y pecaba de lo mismo que los papas de ahora: no podía enfrentarse al qué dirán. Quedarse soltero, sin embargo, sí que iba a contracorriente. Y si fue así, hubiese sido mal visto por la sociedad: un muchacho joven sin dar hijos para Israel no era propio de un buen judío. No se podía tomar como ejemplo, por no hablar de otras posibles tendencias sospechosas, nefandas y condenadas por el Levítico y los profetas. Un Jesús casado sólo choca con los criterios fundamentalistas y rigoristas anti sexuales de los cristianos del siglo IV o V, visión que perduró en los siglos venideros.

¿Y si Jesús se casó? Inconcebible para la Iglesia, tema recurrente de ciertas novelas, pero algo que parece normal y lógico para cualquiera que piense y deduzca. Los mismos evangelios aportan nombres al elenco de posibles novias. Dado el poco predicamento que una mujer normal  podía tener en ese tiempo, el matrimonio de Jesús fue… “uno más”. La mujer quedó sumida en la penumbra y él  pasó a formar parte del elenco de predicadores  populares cuyo éxito social quedó truncado por los romanos. Ni la mujer ni los posibles hijos hubieran querido verse asociados a un malhechor crucificado.

El devenir posterior de Jesús ya es otra historia… y no tan normal. La Iglesia, ya en el siglo IV, secuestró al Jesús construido por San Pablo para provecho de la nueva casta sacerdotal, una casta viril, masculina en casi todo, donde las mujeres tenían el doble oficio de ser “martas” y “marías”. Así, una parte de las mujeres se dedicarían a ungir y escuchar embobadas al Señor y las otras se prestaron sumisas a preparar la tortilla y los filetes para aliviar la penosa tarea de quienes predicaban el Reino desde los mármoles de las basílicas.

El signo de los tiempos, cual es la incorporación de la mujer a la vida profesional, no parece resonar en los ámbitos vaticanos. Error manifiesto y mayúsculo. Se escudan en lo que llaman “sedimento de la fe”, que en otros pagos se dice “contumacia doctrinal”, se obcecan en los prejuicios de la casta y dejan pasar la oportunidad que les brinda la historia.

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