Sobre creencias (I). Conceptos y temas aquí surgidos que merecen esclarecimiento

Los ateos (no creyentes o agnósticos escépticos) no tenemos ningún credo. Simplemente, no creemos que exista un Creador personal del universo, ni que una consciencia rija el cosmos o la evolución de los seres vivos. Y vivimos en la práctica sin pensar en Dios (el dios de la mayoría de la gente que nos rodea), ni en ninguna deidad (ninguna otra modalidad de inteligencia rectora, ningún dios personal).
Tampoco creemos, salvo muy raras excepciones, que tengamos un alma espiritual, inmortal o que sobreviva a nuestro cuerpo; ni que exista más vida que ésta que compartimos con los demás seres dotados de ella. No somos, pues, “creyentes” en Dios ni en las cosas que se le suelen asociar.
No existe, que yo sepa, un “manual ateo”, ni “agnóstico”. Y si alguien tuviera noticia de lo contrario, debería saber que la inmensa mayoría de los ateos no seguimos ni ese ni ningún otro manual. Motivo por el cual le invito a comprobar si esa idea tiene fundamento, encuestando a diferentes personas no creyentes, a ver qué tipo de creencias –aparte de las increencias definitorias consignadas supra- compartimos entre nosotros.
Claro está que me refiero a “creencias”, no a razonamientos tipo “carga de la prueba”, “razones en contra de sospechar existencia”, o “a favor de sospechar inexistencia”, ya que este tipo de razones, lógicamente, y en especial desde los diversos hallazgos científicos y señeros ensayos de pensadores añejos y filósofos críticos de cualquier tiempo y lugar, forman parte del “Zeitgeist” (espíritu de los tiempos) que promueve una visión o enfoque filosófico próximo a un agnosticismo escéptico coherente con la que podemos considerar “la actual visión del mundo”: del cosmos, de la vida, del hombre...
No quiere decir lo anterior que sea mejor no ser creyente que serlo, ni tampoco lo contrario. No es difícil comprobar que se puede ser perfectamente moral, humanista, defensor de los derechos humanos, demócrata, solidario, etc., siendo creyente, no creyente o agnóstico intermedio. Tiene tan poco que ver con las variables analizadas como haber nacido en tal o cual lugar, o ser de esta raza o aquella. Recalcando lo dicho, no cabe predecir que una persona sea mejor o peor en base a su fe en un dios personal, en el karma, en la reencarnación, o en un paraíso al que vayan las almas; ni a la falta de fe que tenga en cualquiera de estos entes o propuestas hipotéticas.
Las ideas son sólo ideas. Muchas de ellas son independientes entre sí. Se pueden debatir libremente –desde el respeto personal, y no necesariamente a las ideas- sobre lo que sea. Es un placer hacerlo cuando nos centramos en los argumentos y controlamos las emociones que pudieran dar lugar al típico apasionamiento que lleve al ataque personal. Siendo constructivos, sólo podemos ganar (aprender, mejorar…).
No es lo mismo ser materialista, en un sentido filosófico, que serlo en otro sentido; se puede ser materialista filosófico y una persona muy espiritual o idealista. Y esa misma persona puede ser irreligiosa sin ser anti-religiosa, ni anti-cristiana.
El problema de las generalizaciones es que nunca proceden. (Ni siquiera ésta.) Falsean la realidad y son injustas, no digamos ya cuando se asocian a prejuicios o incluyen el ejercicio de falacias argumentales; o cuando se usan contra personas descalificándolas por aversión o aun con la clara intención de dañarlas moralmente.
El que uno sea ateo, agnóstico (con diverso grado de tendencia al ateísmo, al deísmo o al teísmo) o creyente, es una opción personal bastante irrelevante en cualquier sentido que afecte a otros, y sujeta a un posible cambio. Si hoy considero que la existencia de Dios es tan improbable como un 0,01% de factibilidad, puede que algún nuevo descubrimiento o argumento me la haga parecer más probable –incluso mucho más- o, como ha venido ocurriendo en los últimos 40 años, aún menos. Cada cual hallará razones que expliquen su creencia o su increencia. Las mías incluyen tanto la falta de razones a favor (que podría haberlas: Dios no tendría por qué esconderse, ni pergeñar un mundo que sea perfectamente explicable sin su existencia), como la existencia de razones en contra. Dicho sea sin soslayar que la “carga de la prueba” (“a quien afirme, incumbe la prueba”) afecta a quien haga la propuesta de que exista algo de cuya existencia se dude y no cuente evidencias a favor. Esto es, sólo se puede demostrar la existencia de lo que existe, no la inexistencia de lo que no existe, y no digamos ya si a un ente hipotético carga con atributos como inverificable, incognoscible o indetectable.
Son las personas, no las creencias, las que deben respetarse. Éstas se pueden cuestionar e incluso cabe debatir su coherencia interna como conjunto de ideas. Por ejemplo, si no creo en Dios pero sí en que tenemos un alma inmortal que sobrevive a la muerte, es normal que se me pregunten cosas adicionales. También en el caso de que crea en Dios pero no sepa explicar a qué me refiero, ni aproximadamente, o no creo que sobrevivamos a nuestra muerte. Y no digamos si, como tanta gente (como veremos), me llamo cristiano, pero no creo que Jesús haya existido, o fuera un personaje divino, etc.
Cuando digo que no creo en ninguna deidad, significa exactamente eso. Ni más, ni menos. No cabe imaginar 10.000 deidades y decir que apenas nadie cree en 9.999 de ellas. Se entiende el significado de “ninguna”. Y ello no significa descartar nada constructivo, ni preferir no darle una buena solución a algún problema que la tenga. Creemos aquello que nos resulte creíble, no lo que habría sido “mejor” ni más deseable. Podría ser mejor no morir nunca, o vivir 400 años; y que la despedida de nuestros familiares y amigos no fuera tan definitiva (ni siquiera la de nuestros mejores animales); que no hubiera enfermedades incurables, etc. Pero nada de ello (nos) torna más creíble –me refiero a los agnósticos o ateos- aquella realidad alternativa.
Calificar a alguien con términos despectivos, sólo en base a su creencia o increencia -otra cosa sería, de referirse al dogmatismo, el fanatismo o la intolerancia- dice más del descalificador que del descalificado. Aprovecho para decir, una vez más, que no me siento más próximo a un supuesto grupo de no creyentes -“per se”- que a otro conformado por personas tolerantes y amigas de un debate respetuoso y honesto. De buen rollo. Y éste no es un deseo hipotético que vaya a contradecir en la práctica.
El que alguien comente públicamente su fe, o los motivos de la misma, no lo convierte en dogmático, “ateísta” o “cristianista”. Sincerarse, o comentar las propias ideas o los motivos de las mismas, sólo nos define como ateos, creyentes o agnósticos. Una vez más, el recurso a la falacia del “hombre de paja”, dice más del descalificador gratuito, que caricaturiza al opinante para atacarlo personalmente sin contraargumentar, que del atacado. Aprovecho para recalcar que no tengo interés en hacer proselitismo ateo; entiendo perfectamente que nuestras razones son personales y que la mayoría de las personas están más satisfechas creyendo –o no creyendo- en lo que sea. Pero a algunos nos gusta intercambiar razones, ideas y argumentos, especialmente en plan constructivo. Así aprendemos.
Los motivos para creer son más de índole emocional que racional, esto es, se asocian más a esos sentimientos asociados al ambiente infantil y a la ideología maternal que a un ejercicio autónomo de la razón que se asoma analíticamente a los datos. Nuestra fe, o grado de increencia, no es algo cien por cien voluntario. A pesar de ello, el número de creyentes en todo Occidente ha decrecido sustancialmente en las últimas décadas, pasando a ser inferior al de no creyentes en varios países. Y hace tiempo que lo era en China y Japón.
¿Cuántos creyentes hay actualmente en España y en qué creen?
Este será el tema del próximo post.