¿Qué pasará cuando esto cale en la masa crédula?
No por suave en las formas deja de ser demoledora en el fondo la afirmación en la que cada vez más gente está de acuerdo: Dios, y por lo tanto la religión, es un producto del ser humano. No hay divinidades flotanto "por ahí", todo es consenso de creencias.
| Pablo Heras Alonso.
Esto, que hasta podría parecer una tautología, cada vez lo afirman con más convicción quienes se adentran en el “misterio de la credulidad”, comenzando por aquellos que tienen el “vicio” de pensar un poco y terminando por quienes, cercanos al mundo de la credulidad, están hartos de las martingalas de sus “servi servorum Dei”.
Generalmente las críticas a la Religión se van por las ramas y poco consiguen. Y menos temen tales críticas los dignatarios de la Multinacional del Rezo. Muy a largo plazo podrían hacer que se secara el olmo crédulo limpiándolo de hojas y ramas, pero es tarea titánica.
Importa la raíz, importa el motivo, importa el germen, importa que los creyentes caigan en la cuenta de que su religión es algo que ha inventado el hombre. Es un simple producto cultural cuya vigencia y virtualidad, amén de haber tocado fondo, está reculando a marchas forzadas.
Todas las religiones, las refinadas y las bastas, apelan a profetas, guías, mesías, redentores, gurús... primigenios. Y curiosamente cuanto más tiempo pasa, mayores son las divergencias respecto a lo que éstos dijeron. Son incapaces de ponerse de acuerdo.
Entre sus primeras teorías de creencia obligada, también había referencias al hombre, a la naturaleza, a la sociedad... Pues bien, cuando el hombre descubrió determinados misterios referidos a sí mismo o a la naturaleza, tales profetas o desveladores de lo misterioso no eran capaces de explicarlos, de cohonestarlos con la fe. Y así se dedicaron a poner obstáculos a tales descubrimientos o a denunciar a quienes sí eran capaces de explicaciones creíbles de la vida o, al final, a decir que no había contradicción. Siempre ha sido así.
Sintomático que el genuino pensador siempre haya dudado de sí mismo, de lo que descubría, hasta que la evidencia clarificaba todo. El creyente en cambio ¡afirma saber la verdad! ¡Está seguro de su verdad! Y no sólo saber, sino saber lo más importante. Y ni siquiera se para ahí.
Dice saber “lo único y más importante de la vida”: sabe que dios existe; sabe que creó y supervisó su creación; sabe lo que ese dios quiere de nosotros; sabe lo que dios quiere que comamos (por ejemplo, en España se puede comer cerdo, pero en Marruecos, su dios lo prohíbe); sabe lo que ese dios ordena respecto a la moral sexual... Impresionante. ¿No será que lo que sabe de ese dios es porque se lo ha dicho el hombre?
Es más, el científico y el hombre corriente, ambos, se dan cuenta de cuanto más se adentran en aquello que “les gusta” y en lo que pretenden profundizar, más vasto se muestra el horizonte de su saber.
Frente a ellos, hay grupos de personas con credos específicos –entre sí, por cierto, casi siempre enfrentados-- que con arrogante autosuficiencia se permiten la grosería de decir a los demás que lo más esencial ya lo conocemos, Dios, sus mandatos, cómo agradarle, como contentarle, qué espera de nosotros, qué opciones incluso políticas le satisfacen más... ¿No será que todo lo divino se ajusta perfectamente a lo humano por ser un producto humano?
Aparte de muestra supina de estulticia, esto en cualquier symposium sería tildado de orgullo intelectual. De ahí que a la fe se la aparte de los debates donde se dirimen cosas que importan a la vida.
Todas esas personas “seguras” y “aseguradas”, que recurren siempre a la garantía de un Dios para confirmar certezas, no es que estén ancladas en los priemeros estadios del desarrollo infantil, es que no han salido de la primera infancia de la humanidad.
No, no se dan cuenta: estamos asistiendo a la “despedida” de las religiones, despedida que ya ha comenzado y que puede ser larga y demorarse unas cuantas generaciones. Por profilaxis de lo humano y como sucede con cualquier despedida, la suya no debería prolongarse demasiado en el tiempo, so pena de quedar convertidos en estatua de sal.