Los servidores de la Iglesia. Celibato, mujeres...
| Pablo Heras Alonso.
Por Hechos de los Apóstoles conocemos cómo funcionaban las primeras comunidades cristianas. Los nuevos prosélitos y conversos, en su inmensa mayoría judíos, se reunían con frecuencia y al menos una vez a la semana en casas particulares, comentaban el mensaje de los apóstoles o las cartas de Pablo, oraban, admitían a los nuevos conversos y conmemoraban la Última Cena con una comida que sería el germen de la Eucaristía. Dos eran los sacramentos que se administraban, el Bautismo, por el cual ingresaban en la comunidad, y la Eucaristía.
Necesariamente, de entre el grupo de convocados destacaría alguien, quizá más formado o con mayor carisma o liderazgo que ejercería las funciones de anfitrión. Con el tiempo y la expansión del cristianismo, surgió la necesidad de regular el estamento de rectores de la fe comunitaria. El nombre de “presbítero” se debe a que solían ser los más ancianos los que ejercían el liderazgo dentro de la comunidad, del griego “présbütes”.
A pesar de la versión acaramelada que ofrecen los “Hechos”, los problemas de tales comunidades tuvieron que ser serios: cristianos de distintas culturas, judíos y gentiles en convivencia, hombres y mujeres, esclavos y libres celebrando la “comida”… Además, pronto surgieron interpretaciones diversas de la fe, que con el tiempo derivaron en herejías.
Los aspectos económicos también fueron una fuente de problemas y, con la expansión del cristianismo, religión fundamentalista rayana en el fanatismo, creció la oposición de la plebe y más tarde la persecución por parte de las autoridades.
Nadie nunca puso en duda que los rectores de la vida religiosa de los fieles debieran tener una formación teológica suficiente y adecuada así como una moralidad probada, pero sí hubo un asunto controvertido que todavía colea: el celibato. Ni en el primer cristianismo ni en los sucesivos mil años se impuso, aunque San Pablo influyó mucho desde el principio para su recomendación.
En la Biblia tenemos antecedentes sobre la pureza que convenía a los servidores de la Iglesia, desde el Levítico, donde Aarón y sus hijos son seleccionados para el ministerio sacerdotal con normas estrictas sobre su familia y sobre prácticas rituales, hasta San Pablo, que reivindica la “profesión” del apóstol (ver I Cor. 9) y alaba, aunque no prescribe, la virginidad (I Cor. 7). Más explícito es el mensaje de Jesús en Luc. 18.29: “,,,nadie hay que dejó casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por causa del reino de Dios que no lo recobre multiplicado en el tiempo presente y en el siglo venidero la vida eterna”.
Desde finales del siglo IV se fue extendiendo por la Iglesia una perversa doctrina sobre la sexualidad que influyó en determinadas prácticas contrarias a la cohabitación con mujeres, considerando el acto sexual como algo inmundo e impuro, en frase San Jerónimo “omnis coitus inmundus”. De ahí, también, la proliferación de ermitaños y monjes.
Si esto era así por la parte fundamentalista del rebaño del Señor, el clero en general, desde los monaguillos hasta el papa, no participaban de tal concepto y la costumbre ordinaria era casarse y tener hijos. Hijos de papas y a su vez papas entre el siglo V y el X fueron Inocencio I, Silverio, Anastasio III y Juan XI.
El primer decreto sobre celibato lo emitió Gregorio VII en 1074 y causó tal revuelo y oposición en países tan importantes como Alemania, Francia y España que hubo de recular, aunque tal decreto fue la espita para sucesivas recomendaciones o insinuaciones como los Concilios de Letrán desde 1139; Concilio de Trento 1563; Concilio Vaticano II. Pablo VI insistió en 1967 con “Sacerdotalis caelibatus” y JP2 en 1992 con Pastores dabo vobis.
La insistencia en el mismo tema por parte católica esconde un clima entre protesta y preocupación, siempre presente en la Iglesia. Más aún, supone una ruptura con la práctica general del resto del cristianismo, protestantes y ortodoxos orientales (éstos permiten la ordenación de hombres casados, pero no el de curas célibes).
Y los cristianos se preguntan los motivos de tal empecinamiento que no hace sino generar traumas psicológicos y hacer que proliferen actos inmundos de pederastia. En un principio, según hemos dicho, porque los actos sexuales son todos inmundos; más tarde ya hablan como el evangelio San Lucas; pero se esconden otros motivos más espurios que, como siempre, rozan con el dinero: la Iglesia no puede admitir merma en su patrimonio y que las ganancias de sus clérigos puedan pasar a patrimonio hereditario de los hijos.
Otro asunto que suele reverdecer en estos días es el de la presencia activa de las mujeres en el organigrama y en el rito de la Iglesia, entre otras razones porque la necesidad obliga ante la preocupante carencia de sacerdotes en occidente. Como importa bien poco lo que podamos aducir aquí, damos por sentado que el sentido común se impondrá más pronto que tarde. Ya en pasados cercanos la Iglesia católica siguió lo normado por el protestantismo en otros muchos asuntos: ¿por qué no en este?