El tercer fundador del cristianismo, Constantino.


Es fuerte decir eso, pero más fuerte es conocer los entresijos de la oficialización de la Iglesia cristiano-romana como religión de estado. Y eso fue posible por obra de Constantino.

Aunque a su madre, Helena de Constantinopla, la Iglesia cristiana la declaró “santa”, no se atrevió a tanto con su hijo, Constantino, porque de todos fue conocido el vivir y sin vivir de tal personaje. No fue un lobo con piel de oveja, como quisiera haberlo desenmascarado cualquier evangelista: fue verdaderamente un lobo con piel de lobo, un doble lobo, en lo político y en lo religioso, si es que alguna vez lo religioso fue algo distinto a lo político.

Fue uno de los emperadores más crueles y sanguinarios de la historiografía imperial: en sus andanzas militares por Europa masacró pueblos enteros; el Circo romano fue testigo de cómo morían sus enemigos destrozados por las fauces de fieras hambrientas; le cortó el cuello a su hijo Crispo, acusado por su madre Fausta de traición pero siendo inocente de tal cargo; asesinó a su suegro y mandó matar a su cuñado; a su esposa Fausta, mujer tan perversa como él, la hizo ahogar en agua hirviendo.

La historiografía cristiana destaca del que luego denominaron Constantino “el Grande” que fue él quien trocó el status del cristianismo de religión perseguida en religión oficial. Religión única y oficial del Imperio Romano. Fue “grande”, también, por los regalos que recibió la Iglesia: grandes fincas, lujosos templos construidos con dinero público, cargos oficiales…

Tres siglos después del anuncio del Reino, esto se hizo realidad: la Iglesia cristiana se constituyó en Reino. Murió la asamblea de fieles para nacer el entramado burocrático del nuevo reino. Constantino, consciente del poder de cualquier religión, quiso tener “la suya”, el cristianismo. Convocó el Concilio de Nicea (325) para conformar esta Iglesia según su criterio político. No fue éste convocado por ningún papa, desde luego, sino por el emperador. Es más, el obispo de Roma que andaba un tanto receloso del Emperador, ni siquiera fue llamado a tan magno evento.

Constantino quería un solo imperio –logró al fin deshacerse de todos sus rivales—y un solo Dios, el dios de Constantino, el Jesucristo modelado según su parecer. En este Concilio Constantino definió quién era el Jesús que Pablo de Tarso ya había previamente desfigurado convirtiéndolo en Cristo.

En Nicea nació el dogma de la Santísima Trinidad, haciéndole a Jesucristo consustancial al Dios Padre, algo en lo que “no habían caído en la cuenta” durante tres siglos. Parece que el ostracismo religioso tiene esas consecuencias, entre ellas la de que los fieles no perciban la hondura de su fe. Ese credo que hoy todavía rezan los cristianos no nació de inspiración alguna del Espíritu Santo –que ya son ganas de definirlo como 3ª persona de la trinidad divina (futuro concilio de Constantinopla)— sino de una formulación al gusto de Constantino, que de teología debía saber un rato.

¡Y hablan de “símbolo de los Apóstoles”! En Nicea todo pasó por el tamiz del Emperador (y se supone que de sus áulicos consultores). Constantino obligó a todas las iglesias a someterse a la de Roma, como todo el Imperio obedecía al emperador romano, él. Quien no obedeciera a Roma sería declarado hereje. En consecuencia, los detractores de Nicea fueron perseguidos, desterrados, envenenados y asesinados.

Allí comenzó la prolongada persecución de los cristianos, la que iniciaron contra los paganos. Es ésta una historia totalmente desconocida por los fieles católicos apostólicos y romanos, que no pasaron del último mártir de las persecuciones. Desde luego sus “realizaciones posteriores” no se pueden llamar persecuciones, sino evangelización, difusión del verdadero y único mensaje divino, cumplimiento del mandato del Señor “id por todo el mundo...” (Perícopa añadida imposible de que Jesús la dijera).

En Nicea tenía Constantino su palacio de verano. Allí, al término del concilio, fueron agasajados todos con un gran banquete ofrecido por el emperador en honor de los obispos asistentes. Recibieron numerosos regalos y también cargos públicos con sueldos correspondientes a su dignidad.

¿Se puede cuadrar Nicea con el mensaje y realidad que muestran los Evangelios sobre Jesús? Imposible. Nicea fue la primera y más grande traición de “esta” Iglesia a un mensaje, el de los evangelios, fácilmente asumible por cualquier persona y en cualquier tiempo. Nicea es la Iglesia católica actual. Nicea fue el segundo asesinato de Jesús. En Nicea se enterró el mensaje de Jesús, mensaje plenamente humanista, para ofrecer a los fieles un memorándum que debía ser creído pero no entendido.

Allí nació la “santa” Iglesia Católica Apostólica y Romana, sobre todo romana que era lo que importaba. Todavía darían algunos coletazos tanto disidentes bienintencionados como Iglesias arrumbadas, pero fueron fuegos fatuos.

¿Se podría añadir algo más al ludibrio de Nicea? Pues la abochornante decisión de Constantino o la correspondencia gratificante de los obispos de declarar(se) Constantino “pontífice máximo”, “caudillo amado de Dios”, “vicario de Cristo”… Y, muerto al fin, enterrado como “apóstol número 13”. Quizá por eso el número trece…
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