El totalitarismo que respira en las religiones.

En nuestros días el cuento es al revés. Hemos visto, y padecido, cómo funcionan los totalitarismo políticos y, viéndolo y padeciéndolo, podemos caer en la cuenta de por qué la religión es un sistema totalitario. Como tal, detestable, infumable, a superar.
La propensión del hombre que accede al poder por imponer como sea su criterio y sus órdenes parece sustentarse y hundir sus raíces en lo más hondo de la naturaleza humana. Aún en los supuestos regímenes democráticos, la tentación de totalitarismo es muy fuerte y, de hecho, encuentra resquicios para expresarse: en el funcionamiento interno de los partidos políticos, en la veneración y seguidismo del líder aunque vaya en mangas de camisa y parezca un pingajo humano, en el seguidismo de eslóganes, en la imitación de las maneras, en la renuncia al pensamiento propio (disciplina de voto), en el "por Dios, Pedro, líbranos"...
Preciso es anotar algo que no es tan obvio para muchos y que tiene que ver con la defensa o censura de un sistema, religioso o político. No se puede juzgar tal sistema o tal credo, en definitiva una organización, por cómo incide en la vida propia. Siempre será mejor vivir en una democracia que en una dictadura. Éste es un principio general y parece ser cierto. Hablamos del “régimen franquista” y parece que hay que condenarlo por principio. Las experiencias personales de muchos niegan tales asertos. En muchos aspectos y por muchos individuos, se añora tal régimen. Pero, como decimos, las opiniones individuales, que son conciencia, no sirven para hacer ciencia.
Pero volvamos a nuestro propósito, cual es confrontar sistemas totalitarios y religión. Son muchos todavía los modelos de regímenes totalitarios calcados de los sistemas religiosos. Como decimos arriba, el humano afán de poder, gloria y perduración encuentra los moldes adecuados en formas decantadas sobradamente a lo largo de la historia: la religión.
Nos fijamos en uno de ellos, noticia siempre por su dispendio criminal en faraonadas, por la extrema pobreza de su pueblo sometido y por la perpetuación de una casta, una familia, en el gobierno: Corea del Norte. Podríamos darle el título de “paradigma del totalitarismo”. Un país fuente permanente de noticias a cada cual más truculenta.
En internet hay suficiente información del modélico estado totalitario laico-religioso que es Corea del Norte. Dios encarnado en la dinastía Kim. Tierra cerrada a todo y encerrada en la absoluta entrega a la adulación del jefe. Hay un Ser Supremo, un Padre que vela por todos, que cuida de todos, que todo lo prevé, que todo lo controla, que todo lo castiga. A él hay que entregar vida y hacienda; y educación; y prensa y televisión y cine; y pensamientos...
Ahí siguen, denostados por todo el mundo, pero sin la posibilidad de mover un dedo para aliviar la situación del pueblo coreano (alimentación, bienestar, libertad). Lo mismo que nadie mueve un dedo para que desaparezcan las creencias en milagros, adoraciones, seres maravillosos (alimentación de la mente)... Claro, éstos son menos letales.
En Corea los Kim, hoy el adolescente, patético y letal Kim Jong-un, encarnaciones todos de la misma persona, del difunto creador del tinglado, Kim Jong-il, que desde la tumba o desde el cielo ejerce a perpetuidad la presidencia del país.
En los reinos de las religiones, palabras, obras, pensamientos, omisiones... todo debe ser dirigido y controlado por el Supremo. Pero como todo eso es un tanto volátil e inconcreto, aparecen los reguladores de los credos: desde el Derecho Canónico hasta el Sacramento de la Penitencia. Los hijos de Kim Jong administran la memoria del Padre.
La religión, toda religión, tiene solución “total” para todo. El totalitarismo de que hablamos. No se puede saber cómo es el Gran Jefe, al igual que los dictadores se encierran en sus palacios y la vida se ordena conforme a segundas instancias. Todo funciona por intermediarios, desde ángeles y profetas hasta sacerdotes. La fe en él debe ser ciega, “perinde ac cadáver”, frase muy apropiada salida de labios jesuitas, esos que miraban con lupa la “limpieza de sangre” para poder acceder al reino.
Todas las facetas de la vida pública, y también privada, deben estar sometidas a la supervisión permanente de ese ser superior. De lo contrario sufrirán la venganza infinita: el miedo consustancial a cualquier totalitarismo.
De ahí la idea subyacente en el totalitarismo de que una persona, un grupo de personas, una raza, un pueblo, puedan ser condenados eternamente sin posibilidad alguna de apelación. Hitler, Stalin, Pol Pot, Kim, la religión. Y siempre alguna víctima propiciatoria, el propio pueblo pecador, el hereje, "Humanismo sin credos", los judíos.
Ya San Agustín, uno de los primeros fascistas de la historia, fruía con el mito del “judío errante”: el exilio de todo un pueblo venía a ser prueba incontestable de la justicia divina. El pueblo que había matado a Dios, debía morir. Lo curioso es que no cayera en la cuenta de esta contradicción divina: Jesús “debía morir” para salvar a la humanidad y sin embargo hacían culpable de tal muerte a todo un pueblo, no a unos individuos concretos –Anás, Caifás, Sanedrín—, no: tenía que ser todo un pueblo. Alguien tenía que responsabilizarse de esa muerte.
No le hacían responsable al mismo Dios Padre que envió a su hijo a salvar a los hombres y que no consintió en el “pase de mí este cáliz”.Tampoco se hicieron responsables ellos, los cristianos, pues a fin de cuentas murió por sus pecados. ¿O no? Pues no. Tenía que ser todo un pueblo el purgante de sus purgaciones.
Ese mismo argumento es el que sirvió a otro fundamentalista cristiano, G. Bush-hijo para compensar el atentado de Nueva York. No otra cosa fue la “justicia (venganza) infinita” fruto de la “justicia infinita” de todos los Bush que en el mundo han sido: no bastaba con unos culpables suicidados o la búsqueda de sus mentores directos ni apelar a la justicia internacional. Tenía que ser todo un pueblo, Afganistán; y por si uno fuera poco, había que buscar otro, Iraq. Todavía le faltaba uno para completar el eje del mal, pero no le dio: Irán.
A la hora de apoyarse mutuamente, religión totalitaria y estados totalitarios confraternizan muy bien: por ejemplo el calvinismo en Suiza redivivo y activo en la Sudáfrica del apartheid (la Iglesia Reformada Holandesa predicaba como dogma bíblico que los negros y los blancos no se podían mezclar ni menos considerarse iguales); la Iglesia ortodoxa griega bendijo a la Junta Militar de 1967 porque traía una “Grecia para los griegos cristianos”; el Angka de los jemeres rojos camboyanos buscaba su autoridad en templos y leyendas religiosas prehistóricas; el sha del Irán destronado por los fundamentalistas chiíes se presentaba a sí mismo como “la sombra de Dios” y “la luz de los arios”... Así hasta el paraíso de los ulemas en Irán o de los talibanes en Afganistán.
Los sistemas totalitarios, en cualquiera de sus formas, son fundamentalistas, basados por lo tanto en la fe. ¿Quién conforma a quién? ¿La religión a la política o la política a la religión? O en otro orden de cosas, ¿qué fue primero el hombre y sus miedos o el Dios apaga fuegos?
Frente a toda esa miasma de credulidades totalitarias, podemos decir hoy, en Occidente, que muchos nos sentimos libres para defender el derecho a NO CREER y a NO SER OBLIGADOS A CREER. Y luchamos por ello. Nos va en ello la supervivencia.