Hay que reconocer que cuidar tiene un precio. No solo el precio monetario, injustamente reconocido cuando cuidar se convierte en una profesión, al menos en relación a otras. Y mucho más, en tiempos de coronavirus, con el gran riesgo que corren los cuidadores de los enfermos. Desde 1974, en que el psicoanalista alemán Freudenberguer empezara a hablar del “síndrome del cuidador” (burn-out), somos más conscientes del riesgo de no gestionar bien la carga profesional y el grado de implicación emocional con el sufrimiento ajeno en las relaciones de cuidados.
Pero más recientemente, pasada la moda de hablar del burn-out, hemos abierto puertas de gran interés para humanizar el análisis y las estrategias de protección y equilibrio. Hablamos de “fatiga por compasión”, del “precio de la empatía”, como un dinamismo del que ser conscientes y que aprender a manejar.
Y, afortunadamente, hemos empezado también a hablar de la “satisfacción por compasión”, es decir, ese bienestar humano profundo que experimenta el que cuida bien y se refuerza en sus motivaciones intrínsecas (Herberg), en su dinamismo vocacional, además de esperar la motivación extrínseca por el acto de cuidar. La satisfacción por compasión evoca los bienes producidos por la actitud de desvelo, solicitud, diligencia, celo, atención, buen trato, ternura. ¡Cuánto orgullo sentimos los profesionales de la salud que no nos hemos retirado del frente del cuidar, aún a riesgo del contagio… y de la vida!