Si uno lo piensa bien, el poder de la palabra es inmenso. Un sí o un no, pueden hacer que una persona esté casada o soltera. Una palabra puede ser un puente o provocar la ruptura de un vínculo o el hundimiento de una persona.
En profesiones como salud, intervención social, educación, la palabra juega un papel fundamental. Con ella se ayuda eficazmente o se hace daño, se acompaña a crecer o se humilla a una persona. ¿Qué pasó con la oratoria, el arte de usar la palabra como terapia y al servicio de la relación terapéutica? ¿En qué consiste ese bien que puede generar la palabra? ¿Cómo ha de ser la palabra para que genere salud? ¿Dónde está el poder sanante de la palabra en el encuentro? ¿Es lícito usar la palabra para persuadir? ¿No coaccionamos así a la persona y la dirigimos, en contra de los postulados del counselling?
En los últimos años, en contextos de formación para humanizar la asistencia sanitaria, en espacios de formación para la relación, se insiste mucho en la importancia de la escucha activa, como traducción práctica de la actitud empática. En una sociedad de perversión alexitímica, de no poco analfabetismo emocional y espiritual, ¿qué habrá sido de la palabra? En tiempos de fe ilimitada en el poder de la gestión de la información en salud y de millenials ya profesionales, en la era no ya tecnológica, sino de la nanociencia y nanodimensión, ¿qué futuro le espera a la palabra en salud? En la sociedad del homo videns, que todo lo quiere en imagen o pequeña cápsula visual, ¿dónde queda el diálogo?
Nos humanizamos por la palabra con la que creamos o destruimos, con la que nombramos o eliminamos. Con la palabra nos encontramos en el diálogo.