Domingo de Ramos, ciclo B
Mc 14,1–15,47
Jesús entra en Jerusalén pocos días antes de su pasión. De hecho la liturgia nos lo quiere recordar con los dos evangelios que se leen en este día: uno para la bendición de la palmas (entrada en Jerusalén montado en un borrico) y otro para la celebración de la eucaristía (narración de la pasión, este año del evangelio de Marcos).
Son las dos caras de la misma moneda: la gente sencilla lo aclama, proclama la llegada del reino de Dios; mientras que los poderosos traman su muerte, «los sumos sacerdotes y los escribas pretendían prender a Jesús a traición y darle muerte»
La muerte de Jesús que buscan el poder religioso (sumos sacerdotes, ancianos y escribas) y el político (procurador romano) responde a cómo vivió Jesús y a su predicación. Es alguien molesto.
La causa de Jesús no acabará con su muerte. Sus enemigos se equivocaron pensando que matándolo la pondrían punto final. El reino de Dios, que aclamaban gritando la gente sencilla al paso de Jesús, llega. Nada ni nadie lo puede parar. El final del evangelio que hoy hemos escuchado y meditado no ha llegado todavía. La última palabra en la historia la tiene Dios y, en este caso, será resucitando a su Hijo.
Serán los sencillos los que verán colmadas sus esperanzas. La prepotencia de los poderosos no tiene la última palabra.
Javier Velasco-Arias