El Septimo de Caballería sigue sin aparecer.

Rodeados de indios, ya casi sin balas, Pagola, Uriarte y Masiá se ven perdidos. Desde un cerro próximo Calleja les hace unas señales que parecen amistosas pero no se decide a incorporarse a los asediados. Las conversaciones entre ellos no pueden ser más pesimistas. Estaba Uriarte animando al que había sido su vicario general pero sus palabras no le levantaban precisamente el ánimo.

-Al menos, le decía, a tí y a mí no nos van a quitar la cabellera. De donde no hay no se puede quitar.

Masiá se pasaba preocupado la mano por el pelo y en eso se oyó una corneta que tocaba carga. A los tres les cambió el semblante.

-Estamos salvados, gritó Masiá. Llega el Séptimo de Caballería.

Se abrazaron los tres y Pagola exclamó:

-Cristo habrá resucitado o no pero nosotros tres lo hemos hecho.

Y Masiá puntualizó:

Bueno, si esto es una resurrección yo también estoy dispuesto a admitirlo. Pero sólo en este sentido.

Pero el regimiento, montado en sus briosos corceles, no llegaba por ningún lado. Por fín apareció un jumentilo y, sobre él, un viejete que de cuando en cuando tocaba la corneta.

-Coño, si es Castillo, dijo Uriarte.

Y Castillo era, que abrazó a sus amiguetes.

-No os iba a dejar que muriérais solos.

-Pero, ¿no viene nadie más?, preguntó Pagola, que había vuelto a caer en el más absoluto de los desánimos.

-Estuve intentando encontrar a esos ciento once pero como no les conoce nadie no pude dar con ellos.

-¿Y los amigos de siempre?, interrogó Masiá mientras Uriarte se derrumbaba en una esquina.

-Llegamos a reunirnos treinta y tres, explicó el recién llegado, e íbamos a incorporarnos en bloque cuando llegó la nota de los obispos. Y algunos, los que tienen todavía cargos, dijeron entonces que había que pensárselo más, que tal vez fuera más eficaz el apoyo silencioso...

-¿Y eso qué es?, preguntó Uriarte.

-No te preocupes, Juan Mari, que Tamayo, Estrada y González Faus se han quedado animando a los pusilánimes y seguramente mañana los tenemos a todos aquí.

En eso cayó la noche y al obispo le tocó la primera guardia. Y se le pasó el tiempo preguntándose quien le había mandado meterse en ese embrollo.
Volver arriba