La misa de despedida del señor Nuncio.

No piensen mal. No acudí a comprobar si efectivamente se marchaba. Sólo para ofrecer a los lectores el relato de la despedida. Sin intermediarios.

Si alguien esperó un adios indescriptible se equivocó. Aquello era muy descriptible. Y abarcable. Nada de olor de multitudes.

La pontificia basílica de San Miguel es una hermosa iglesia de reducido aforo. Conté dos filas de 19 0 20 bancos. En cada uno cinco personas. Doscientas. Y no llegaban a cincuenta las que estaban de pie. Esos eran todos los asistentes. Entre ellos algunos colegas del Cuerpo Diplomático a los que agradeció su presencia. Y nominatim al ya exembajador de los Estados Unidos y a su esposa. El único mencionado expresamente.

También mencionó al representante del Gobierno de Andorra ante el que también estaba acreditado monseñor Monteiro. Con lo que fue clamorosa la ausencia del representante del Gobierno de España. Se ve que prima más la alergia a una misa que la buena educación.

Me sorprendió la masiva ausencia de monjas contra lo que es habitual. Conté seis. Cinco de una misma congregación. Se me ha podido escapar alguna pero muy pocas. Me refiero naturalmente a las habitadas. Tal vez deshabitada hubiera alguna más.

Escasísimos sacerdotes concelebrando. No llegarían a dos docenas. Y numerosísimos obispos. Tantos que cabían en un par de coches. Exactamente diez. Si no es eso marcharse en soledad ya me dirán ustedes lo que es. Ningún cardenal, dos arzobispos y ocho obispos. Los hermanos en el episcopado que tuvieron la caridad con el nuncio de no dejarle solo fueron el arzobispo castrense y el coadjutor de Sevilla y los obispos de Bilbao, Getafe, Huesca y Jaca, Tarazona, Canarias, Astorga, Segovia y un auxiliar de Madrid (Don César Franco).

La homilía fue breve, elemental, piadosita y pronunciada en ese castellano-portugués con el que durante tantos años nos hizo sufrir. En dos ocasiones se le fue el santo al cielo y le costó trabajo recuperarlo. Hasta el extremo que el sacerdote más próximo, alarmado, le dijo al ceremoniero que le trajera un vaso de agua. Que el nuncio no bebió.

Le vi tan desvalido, tan solo, tan poquita cosa que cuando al final se anunció que quienes quisieran podrían pasar a la sala capitular para cumplimentarle hasta pensé en hacerlo. Por hacer bulto. Pero luego recapacitando en que podría reconocerme desistí.

Se va Don Manuel Monteiro de Castro. Nos deja un episcopado mucho mejor que aquel con el que se encontró. Ese es el balance positivo de sus años madrileños. No me parece éste el momento de señalar los que para mí fueron errores. Salvo el de su parsimonia que está en boca de todos.

No sé si en alguna ocasión le he hecho sufrir con mis comentarios. Si así fuere le ruego me perdone. Hoy le he encomendado a Dios su persona y su ministerio. Y me voy a permitir un ruego. Como en Roma va a ver con mucha frecuencia al cardenal Re que le transmita un recuerdo muy afectuoso de esta humilde cigüeña que, como monseñor bien sabe, le llegó a preocupar. Aunque todo fuera una inocente broma. O eso pensaba yo.
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