El amor madura en el sufrimiento (6.3.14)
“Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadle”“En aquel tiempo” se celebraba en Jerusalén la fiesta de las Tiendas, cuando el pueblo recordaba y daba gracias por la liberación de la esclavitud que antiguamente sufrió en Egipto. Los judíos esperaban que tal vez en esa fiesta llegara el Mesías. Jesús asistió a la celebración y sus mismos discípulos, respirando esa esperanza, pensaban que había llegado el momento de que Jesús se manifestara claramente proclamándose Mesías, el libertador político del pueblo. Pero una vez más, renunciando a ese mesianismo triunfalista, Jesús con tres de ellos muy significativos, se retira al monte para orar y discernir el camino que ha de seguir.
Cuando se escribe este evangelio, ya la primera comunidad cristiana está sufriendo la incomprensión y la persecución. Los discípulos -Pedro, Santiago y Juan representan a toda la comunidad- se ven tentados a buscar refugios seguros al margen de este mundo conflictivo: “hagamos tres tiendas” para vivir cómodamente sin exponernos a que nos crucifiquen. Confiesan que Jesús es el Hijo, el Enviado. Pero no entienden ni aceptan un Mesías que se manifieste y libere como amor dándose a los demás gratuitamente y con sufrimiento. Aquellos tres discípulos “están dormidos”, como estaban dormidos en Getsemaní cuando Jesús, sufriendo la terrible oscuridad en el fracaso, decidió seguir amando hasta el extremo de sufrir una muerte cruel e injusta.
Cuaresma es el tiempo de reavivar nuestra vocación bautismal como seguimiento de Jesucristo. No vale un amor abstracto que no entra en nuestro quehacer de cada día, en nuestras relaciones con los demás y en el compromiso por construir una sociedad más humana y más justa. Pero cuando llevamos a cabo esa concreción, el conflicto es inevitable: en nuestra misma interioridad donde bullen juntos el instinto de ternura y el instinto egoísta de muerte; en la sociedad humana e incluso dentro de la comunidad cristiana. Si por el bautismo nos configuramos a Jesucristo cuyo mesianismo se revela en un amor incondicional hacia los demás soportando incluso la propia muerte, no es posible una existencia bautismal construida en el amor que no prueba su verdad en el sufrimiento. En otras palabras no podemos ser hijos en el Hijo sin cruz.
Cuando se escribe este evangelio, ya la primera comunidad cristiana está sufriendo la incomprensión y la persecución. Los discípulos -Pedro, Santiago y Juan representan a toda la comunidad- se ven tentados a buscar refugios seguros al margen de este mundo conflictivo: “hagamos tres tiendas” para vivir cómodamente sin exponernos a que nos crucifiquen. Confiesan que Jesús es el Hijo, el Enviado. Pero no entienden ni aceptan un Mesías que se manifieste y libere como amor dándose a los demás gratuitamente y con sufrimiento. Aquellos tres discípulos “están dormidos”, como estaban dormidos en Getsemaní cuando Jesús, sufriendo la terrible oscuridad en el fracaso, decidió seguir amando hasta el extremo de sufrir una muerte cruel e injusta.
Cuaresma es el tiempo de reavivar nuestra vocación bautismal como seguimiento de Jesucristo. No vale un amor abstracto que no entra en nuestro quehacer de cada día, en nuestras relaciones con los demás y en el compromiso por construir una sociedad más humana y más justa. Pero cuando llevamos a cabo esa concreción, el conflicto es inevitable: en nuestra misma interioridad donde bullen juntos el instinto de ternura y el instinto egoísta de muerte; en la sociedad humana e incluso dentro de la comunidad cristiana. Si por el bautismo nos configuramos a Jesucristo cuyo mesianismo se revela en un amor incondicional hacia los demás soportando incluso la propia muerte, no es posible una existencia bautismal construida en el amor que no prueba su verdad en el sufrimiento. En otras palabras no podemos ser hijos en el Hijo sin cruz.