Comentario a la SPE SALVI de Benedicto XVI
Diez claves de la Spe salvi de Benedicto XVI (y siete comentarios)
1) Que el Papa, a través de la esperanza, vuelva de nuevo a la convicción cristiana de que Dios es Amor, y que lo es con el rostro de Jesús, el Cristo, y que esta Buena Nueva nos redime como esperanza ya sí realizada en la historia, transformando a fondo nuestro vivir, mientras anhelamos su pleno cumplimiento, todavía no, sin huir de la tierra, esto me convence (nn 1-3). Si el cristianismo histórico se renueva una y otra vez en esta experiencia del Dios de Jesús, y no en cualquier otro interés o temor, tiene mucho que aportar al mundo y a la propia Iglesia.
2) El concepto cristiano de esperanza (nn 4-9) es peculiar en la relación que establece entre el ya sí de su historicidad y el todavía no de su plenitud escatológica; entre su naturaleza de don y gracia, y su verdad de tarea y compromiso vital. La unión de ambos momentos o dimensiones es radical e indisoluble. Para mostrarlo, la encíclica lee distintos pasajes neotestamentarios y apunta una conclusión muy interpelante: La esperanza cristiana “transforma desde dentro la vida y el mundo”…“aunque las estructuras externas permanezcan igual”…“los cristianos… pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que está anticipada en su peregrinación”(n 4). (Esta idea tan importante, - añado por mi cuenta-, nos obliga a preguntar si no conlleva una idealización de la redención en cuanto liberación humana; si no está introduciendo un principio de deshistorización absoluta de esa sociedad; subrayo lo de “absoluta”).
3) La fe cristiana, sigue diciendo la Spe salvi, ¿es para nosotros, también, y ahora, una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida, o es sólo información de unos hechos salvíficos más o menos arrinconados o privatizados? (n 10). La esperanza cristiana no es individualista, una expectativa privada de entrar en el cielo (n 13). Ésta ha sido nuestra manera de verla hasta hace poco, pero no debe ser así; la salvación cristiana es comunitaria y personal, porque ser hombre es vivir existencialmente abiertos a un “nosotros”, a un “pueblo”, a un “sujeto universal” que mira como su anhelo a “la comunidad escatológica de los salvados”; y, por eso mismo, a la construcción del mundo presente (n15). (Hubiera sido interesante –añado por mi parte- explicar más profunda y directamente este vínculo sacramental entre ambas dimensiones de la salvación).
4) Y, ¿qué ha pasado para que la fe-esperanza cristiana (sic), haya sufrido la transformación individualista y espiritualista de la época moderna? (n 16). La modernidad ha propuesto otra redención y la ha fundado en la libertad individual y en la razón científica; ha creado, así, otra fe, la fe en el progreso, y, con su praxis consiguiente, ha desplazado a la fe cristiana desde el ámbito público e histórico al privado y ultramundano (n 17). La actual crisis de fe (cristiana) es, por tanto, “crisis de la esperanza cristiana”, crisis de su propuesta salvífica universal frente a la “fe en el progreso tecnocientífico” y su “esperanza” de cortas miras.
5) Este proceso cultural ha adquirido significados políticos (n 19), cuando la esperanza redentora moderna cristaliza, primero, como “revolución francesa” (revolución liberal-burguesa de la libertad y la razón) (siglo XVIII); y, después, como “revolución proletaria” (siglo XIX), revolución de la “política con pretensiones científicas” (n 20), y obediente a un materialismo craso y ajeno al ser humano en cuanto tal.
6) Luego, ¿qué autocrítica no necesitará la edad moderna al dialogar con el cristianismo del presente y su concepción de la esperanza? ¿Cómo no va a ser un diálogo purificador para ambos? En particular, necesitamos reconsiderar la idea de progreso y su significado; técnico, sí, pero también y aun antes, radicalmente humano (n 22) y, por tanto, ético, y si ético, religioso, pues, sin el reconocimiento de Dios, “el hombre queda sin esperanza”. “La razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella… razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y misión” (n 23). (Es evidente, -añado por mi parte-, que éste es un lugar irrenunciable de la reflexión filosófica y ética de Benedicto XVI y de toda la Doctrina Social de la Iglesia. Lo cual es muy razonable, pero me gusta añadir que debemos pensar formas de argumentar que diferencien bien cuándo hablamos a la luz de la revelación (fe) y cuándo de la sola inteligencia humana (razón). Como fuentes convergentes y coherentes, desde luego, pero que admiten distinta pretensión en cuanto a la certeza, y distinta clase de competencia para nosotros. Lo cual es muy importante al aclarar el lugar de la Iglesia en una sociedad democrática y políticamente laica, y al precisar la autonomía, la interdependencia, y el mutuo respeto de la política a la fe y de la fe a la política. Lo he desarrollado a menudo).
7) La libertad humana, la libertad personal y comunitaria, es insoslayable e irrenunciable, siempre, y las estructuras también son “necesarias” (n 24a). “Las buenas estructuras ayudan”, pero “por sí solas, no bastan” (n 25). El cristianismo histórico ha hecho cosas muy buenas por la formación de los hombres y por los pobres, “pero se ha concentrado en gran parte sólo sobre el individuo y su salvación” (n 25). Sólo el Amor incondicionado del Dios Amor, manifestado en Cristo, en “su ser para todos”, nos redime plenamente, a todos y cada uno; sólo esa realidad nos redime en esperanza total y absoluta (n 27). De la experiencia personal del Dios-Amor al amor profundo a Dios. De este amor deriva nuestra “participación en la justicia y en la bondad de Dios hacia los otros… el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro” (n 28). Y de ese amor deriva la libertad interior, la generosidad y el desprendimiento, la responsabilidad de todos con todos. Porque la esperanza del mundo es Dios, “el Dios que tiene un rostro humano”, un rostro de amor, el Dios “cuyo reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza” (n 31). Hay lugares precisos donde esto se aprende y se practica (nn 32-48). (Es evidente, -añado por mi parte-, que esta reflexión es muy bella, si bien el lector podrá observar, a mi juicio, que es muy abstracta o poco concreta, otra vez, desde el punto de vista de nuestra condición histórica y social).
8) Los “lugares” de aprendizaje y ejercicio de la esperanza cristiana son, por ejemplo, la oración (n 32): en el mundo y sincera, solidaria, honda y madura; y lo es el actuar desde la esperanza que nos redime del cansancio, el desánimo y el fanatismo. Y, sobre todo, una advertencia: No podemos construir “el reino de Dios” (n 35) con nuestras fuerzas, pues “lo que construimos es siempre reino del hombre… el reino de Dios es un don… y constituye la respuesta a la esperanza” (n 35), si bien, “nuestro obrar no es indiferente ante Dios… y tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia” (n 35). (Es aquí, -añado por mi parte-, donde más desencarnado encuentro el discurso de Benedicto XVI. Al no referirse a la relación don-tarea en cuanto al crecimiento histórico del Reino de Dios, o, en otro lenguaje, como gracia y compromiso, por más que podamos ver esa relación sacramental con mayor pesimismo histórico (una y otra vez, fracasada), o con mayor optimismo (una y otra vez aportando aspectos nuevos y buenos); al no mencionar la realización del Reino de Dios, en cuanto realidad ya sí presente en la historia por Jesucristo, como realidad verificada en la dimensión social de la evangelización de la Iglesia, en el ecumenismo por la justicia y la paz de todas las Iglesias, y de todas las religiones, y en el valor sacramental para el Reino de Dios de las mejores realizaciones históricas del ser humano en cuanto tal, lo que llamamos acción liberadora o humanizadora en sus mejores logros, ¡algunos tendrá!, verdaderamente queda muy recortada la universalidad de la acción salvífica de Dios en Cristo en su dimensión de encarnación histórica).
9) Otro gran lugar de aprendizaje y práctica de la esperanza es la experiencia personal de sufrimiento y, en su caso, de lucha contra él. Es lógico y digno luchar por la desaparición del sufrimiento, pero, ante situaciones de imposibilidad, hemos de encontrar ahí un sentido redentor a la luz de Cristo (n 37). Y aquí desarrolla la encíclica una gran reflexión sobre el sufrimiento y los que sufren (n 38), convencido el Papa de que es ahí donde se juega la grandeza de la humanidad. (Y otra vez, -a mi juicio-, una lectura cristiana del problema en clave casi exclusivamente “personalista”, exigente para cada uno, ¡y mucho! (n 39), pero sin referencias nítidas hacia la consideración “política” del problema, el que atiende también a las causas y consecuencias en su carácter social o estructural. Este personalismo hermenéutico se impone una y otra vez en la dialéctica con el político, hasta, a veces, como aquí, desaparecer el segundo por completo).
10) El Juicio final, puesto en relación con “el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto”, es el último lugar de aprendizaje y práctica de la esperanza que se nos propone. No es el hombre quien puede hacer justicia absoluta, sino sólo Dios, y Dios no falla. En Cristo, Dios “revela su rostro precisamente en la figura del que sufre… y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe” (n 43). La justicia es el argumento más fuerte a favor de la fe en la vida eterna, y lo es en cuanto justicia absoluta o final contra las injusticias de la historia (n 43). Sólo Dios puede crear justicia absoluta para todos, sin provocar miedo en los hombres, pero sí responsabilidad ante ese día y hora (n 44). La gracia no excluye la justicia. Eso sí, la abre plena de oportunidades a la salvación. María es la estrella de la esperanza definitiva junto a Dios (n 49-50). (Hermosas y atrevidas palabras en la pluma de Benedicto XVI, -añado por mi parte-. Y una segunda observación personal. Ahora sí se atiende a la justicia histórica como clave de nuestra justificación final, pero no en cuanto a si nos hemos comprometido activamente con ella, sino en cuanto al fracaso que introduce en la historia y que la esperanza en Dios no puede reconocer definitivo. Es una asunción demasiado idealista, creo. A mi juicio, hubiese ganado mucho el texto si hubiese hablado en clave, también, del valor del compromiso cristiano por la justicia como testimonio de su esperanza).
1) Que el Papa, a través de la esperanza, vuelva de nuevo a la convicción cristiana de que Dios es Amor, y que lo es con el rostro de Jesús, el Cristo, y que esta Buena Nueva nos redime como esperanza ya sí realizada en la historia, transformando a fondo nuestro vivir, mientras anhelamos su pleno cumplimiento, todavía no, sin huir de la tierra, esto me convence (nn 1-3). Si el cristianismo histórico se renueva una y otra vez en esta experiencia del Dios de Jesús, y no en cualquier otro interés o temor, tiene mucho que aportar al mundo y a la propia Iglesia.
2) El concepto cristiano de esperanza (nn 4-9) es peculiar en la relación que establece entre el ya sí de su historicidad y el todavía no de su plenitud escatológica; entre su naturaleza de don y gracia, y su verdad de tarea y compromiso vital. La unión de ambos momentos o dimensiones es radical e indisoluble. Para mostrarlo, la encíclica lee distintos pasajes neotestamentarios y apunta una conclusión muy interpelante: La esperanza cristiana “transforma desde dentro la vida y el mundo”…“aunque las estructuras externas permanezcan igual”…“los cristianos… pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que está anticipada en su peregrinación”(n 4). (Esta idea tan importante, - añado por mi cuenta-, nos obliga a preguntar si no conlleva una idealización de la redención en cuanto liberación humana; si no está introduciendo un principio de deshistorización absoluta de esa sociedad; subrayo lo de “absoluta”).
3) La fe cristiana, sigue diciendo la Spe salvi, ¿es para nosotros, también, y ahora, una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida, o es sólo información de unos hechos salvíficos más o menos arrinconados o privatizados? (n 10). La esperanza cristiana no es individualista, una expectativa privada de entrar en el cielo (n 13). Ésta ha sido nuestra manera de verla hasta hace poco, pero no debe ser así; la salvación cristiana es comunitaria y personal, porque ser hombre es vivir existencialmente abiertos a un “nosotros”, a un “pueblo”, a un “sujeto universal” que mira como su anhelo a “la comunidad escatológica de los salvados”; y, por eso mismo, a la construcción del mundo presente (n15). (Hubiera sido interesante –añado por mi parte- explicar más profunda y directamente este vínculo sacramental entre ambas dimensiones de la salvación).
4) Y, ¿qué ha pasado para que la fe-esperanza cristiana (sic), haya sufrido la transformación individualista y espiritualista de la época moderna? (n 16). La modernidad ha propuesto otra redención y la ha fundado en la libertad individual y en la razón científica; ha creado, así, otra fe, la fe en el progreso, y, con su praxis consiguiente, ha desplazado a la fe cristiana desde el ámbito público e histórico al privado y ultramundano (n 17). La actual crisis de fe (cristiana) es, por tanto, “crisis de la esperanza cristiana”, crisis de su propuesta salvífica universal frente a la “fe en el progreso tecnocientífico” y su “esperanza” de cortas miras.
5) Este proceso cultural ha adquirido significados políticos (n 19), cuando la esperanza redentora moderna cristaliza, primero, como “revolución francesa” (revolución liberal-burguesa de la libertad y la razón) (siglo XVIII); y, después, como “revolución proletaria” (siglo XIX), revolución de la “política con pretensiones científicas” (n 20), y obediente a un materialismo craso y ajeno al ser humano en cuanto tal.
6) Luego, ¿qué autocrítica no necesitará la edad moderna al dialogar con el cristianismo del presente y su concepción de la esperanza? ¿Cómo no va a ser un diálogo purificador para ambos? En particular, necesitamos reconsiderar la idea de progreso y su significado; técnico, sí, pero también y aun antes, radicalmente humano (n 22) y, por tanto, ético, y si ético, religioso, pues, sin el reconocimiento de Dios, “el hombre queda sin esperanza”. “La razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella… razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y misión” (n 23). (Es evidente, -añado por mi parte-, que éste es un lugar irrenunciable de la reflexión filosófica y ética de Benedicto XVI y de toda la Doctrina Social de la Iglesia. Lo cual es muy razonable, pero me gusta añadir que debemos pensar formas de argumentar que diferencien bien cuándo hablamos a la luz de la revelación (fe) y cuándo de la sola inteligencia humana (razón). Como fuentes convergentes y coherentes, desde luego, pero que admiten distinta pretensión en cuanto a la certeza, y distinta clase de competencia para nosotros. Lo cual es muy importante al aclarar el lugar de la Iglesia en una sociedad democrática y políticamente laica, y al precisar la autonomía, la interdependencia, y el mutuo respeto de la política a la fe y de la fe a la política. Lo he desarrollado a menudo).
7) La libertad humana, la libertad personal y comunitaria, es insoslayable e irrenunciable, siempre, y las estructuras también son “necesarias” (n 24a). “Las buenas estructuras ayudan”, pero “por sí solas, no bastan” (n 25). El cristianismo histórico ha hecho cosas muy buenas por la formación de los hombres y por los pobres, “pero se ha concentrado en gran parte sólo sobre el individuo y su salvación” (n 25). Sólo el Amor incondicionado del Dios Amor, manifestado en Cristo, en “su ser para todos”, nos redime plenamente, a todos y cada uno; sólo esa realidad nos redime en esperanza total y absoluta (n 27). De la experiencia personal del Dios-Amor al amor profundo a Dios. De este amor deriva nuestra “participación en la justicia y en la bondad de Dios hacia los otros… el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro” (n 28). Y de ese amor deriva la libertad interior, la generosidad y el desprendimiento, la responsabilidad de todos con todos. Porque la esperanza del mundo es Dios, “el Dios que tiene un rostro humano”, un rostro de amor, el Dios “cuyo reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza” (n 31). Hay lugares precisos donde esto se aprende y se practica (nn 32-48). (Es evidente, -añado por mi parte-, que esta reflexión es muy bella, si bien el lector podrá observar, a mi juicio, que es muy abstracta o poco concreta, otra vez, desde el punto de vista de nuestra condición histórica y social).
8) Los “lugares” de aprendizaje y ejercicio de la esperanza cristiana son, por ejemplo, la oración (n 32): en el mundo y sincera, solidaria, honda y madura; y lo es el actuar desde la esperanza que nos redime del cansancio, el desánimo y el fanatismo. Y, sobre todo, una advertencia: No podemos construir “el reino de Dios” (n 35) con nuestras fuerzas, pues “lo que construimos es siempre reino del hombre… el reino de Dios es un don… y constituye la respuesta a la esperanza” (n 35), si bien, “nuestro obrar no es indiferente ante Dios… y tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia” (n 35). (Es aquí, -añado por mi parte-, donde más desencarnado encuentro el discurso de Benedicto XVI. Al no referirse a la relación don-tarea en cuanto al crecimiento histórico del Reino de Dios, o, en otro lenguaje, como gracia y compromiso, por más que podamos ver esa relación sacramental con mayor pesimismo histórico (una y otra vez, fracasada), o con mayor optimismo (una y otra vez aportando aspectos nuevos y buenos); al no mencionar la realización del Reino de Dios, en cuanto realidad ya sí presente en la historia por Jesucristo, como realidad verificada en la dimensión social de la evangelización de la Iglesia, en el ecumenismo por la justicia y la paz de todas las Iglesias, y de todas las religiones, y en el valor sacramental para el Reino de Dios de las mejores realizaciones históricas del ser humano en cuanto tal, lo que llamamos acción liberadora o humanizadora en sus mejores logros, ¡algunos tendrá!, verdaderamente queda muy recortada la universalidad de la acción salvífica de Dios en Cristo en su dimensión de encarnación histórica).
9) Otro gran lugar de aprendizaje y práctica de la esperanza es la experiencia personal de sufrimiento y, en su caso, de lucha contra él. Es lógico y digno luchar por la desaparición del sufrimiento, pero, ante situaciones de imposibilidad, hemos de encontrar ahí un sentido redentor a la luz de Cristo (n 37). Y aquí desarrolla la encíclica una gran reflexión sobre el sufrimiento y los que sufren (n 38), convencido el Papa de que es ahí donde se juega la grandeza de la humanidad. (Y otra vez, -a mi juicio-, una lectura cristiana del problema en clave casi exclusivamente “personalista”, exigente para cada uno, ¡y mucho! (n 39), pero sin referencias nítidas hacia la consideración “política” del problema, el que atiende también a las causas y consecuencias en su carácter social o estructural. Este personalismo hermenéutico se impone una y otra vez en la dialéctica con el político, hasta, a veces, como aquí, desaparecer el segundo por completo).
10) El Juicio final, puesto en relación con “el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto”, es el último lugar de aprendizaje y práctica de la esperanza que se nos propone. No es el hombre quien puede hacer justicia absoluta, sino sólo Dios, y Dios no falla. En Cristo, Dios “revela su rostro precisamente en la figura del que sufre… y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe” (n 43). La justicia es el argumento más fuerte a favor de la fe en la vida eterna, y lo es en cuanto justicia absoluta o final contra las injusticias de la historia (n 43). Sólo Dios puede crear justicia absoluta para todos, sin provocar miedo en los hombres, pero sí responsabilidad ante ese día y hora (n 44). La gracia no excluye la justicia. Eso sí, la abre plena de oportunidades a la salvación. María es la estrella de la esperanza definitiva junto a Dios (n 49-50). (Hermosas y atrevidas palabras en la pluma de Benedicto XVI, -añado por mi parte-. Y una segunda observación personal. Ahora sí se atiende a la justicia histórica como clave de nuestra justificación final, pero no en cuanto a si nos hemos comprometido activamente con ella, sino en cuanto al fracaso que introduce en la historia y que la esperanza en Dios no puede reconocer definitivo. Es una asunción demasiado idealista, creo. A mi juicio, hubiese ganado mucho el texto si hubiese hablado en clave, también, del valor del compromiso cristiano por la justicia como testimonio de su esperanza).