Si Dios es Amor, ¿qué es creer? (y V)
El compromiso social de la fe, en el empeño por una globalización justa y para todos
Hemos visto que la cuestión de la caridad política o liberadora, el compromiso social en todos sus sentidos, comenzamos a responderla en la lectura integral, también estructural, que hacemos de los acontecimientos, porque en ese punto se inicia el umbral de ingenuidad política y de injusticia social con el que estamos dispuestos a convivir. La cuestión del compromiso social cristiano, por tanto, no consistirá en cómo hacer más cosas, y eso que la urgencia de tantos casos y situaciones hace bien difícil decir esto, sino en cómo hacer algunas con un talante más evangélico y con mayor densidad política , bajo el primado de unas referencias éticas ineludibles; y, la primera de todas, ese vernos afectados, conmovidos, por el ser humano necesitado, el "otro" concreto, real e histórico, frente a otras primacías que tanto nos gustan a menudo, como los intereses y deberes de la religión o los amores absolutos a la nacionalidad; y la razón, "porque Dios es así" (Mt 18, 12-14; Lc 15, 3-7) y "¡dichoso el que no se escandalice de mí!" (Lc 7, 23).
Esta forma de ver la caridad como realidad con significados públicos opera, lo he advertido de varios modos, en una coyuntura social muy concreta, la mundialización del capitalismo neoliberal o, mejor y manera destacada, neoliberalmente gestionada para los intereses de pocos. ¿Condiciona esta realidad peculiar la politización del compromiso social de los cristianos? ¿Por dónde hallar posibilidades para una alternativa realista, es decir, que proponga nuevos modos de gestión económica, nuevos caminos que signifiquen el triunfo de la política sobre la economía y de la cultura del ser frente a la del tener?; en suma, ¿en otro modelo de sociedad más justo y, sin idealismos fáciles, que equilibre mejor la relación entre libertad y justicia?
A mi juicio, -he escrito por varios, en la nueva situación, es definitivo que los cristianos, con nuestra peculiar convicción última y nuestro sentido creyente de las cosas, nos sintamos parte de un movimiento cívico y ecuménico que, en el Norte y en el Sur, como militancia y voluntariado, se empeña en varias apuestas para ganar la voluntad de la sociedad civil en torno a otras aspiraciones y fines.
Se trata de que la política profesional, y la economía, se atengan a un pacto democrático más equilibrado y popular, porque el objetivo del movimiento cívico no es sólo simbólico y lúdico, ni sólo moral y espiritual, sino plenamente político: una correlación de fuerzas sociales que pueda exigir un pacto social mucho más beneficioso para los sectores populares de todas las sociedades, un pacto social donde la inclusión como sujetos sea más decisiva, incluso, que la propia redistribución de la riqueza y, por supuesto, incompatible con la simple beneficencia.
Porque si algo debiéramos tener claro en el compromiso social de los cristianos, al concluir esta notas, no sólo es la máxima de que creer es comprometerse, sino, más al fondo, que nos sobran razones éticas, cristianas y cristológicas para probarlo y, desde el lado más humano de la vida, que no se puede falsificar, como caridad y solidaridad, lo que se debe a la mayoría de los pobres en justicia. La solidaridad, lo sabemos, presupone la justicia, y se pervierte en beneficencia, en “caricatura de la caridad”, o corporativismo de grupo, si no se fundamenta en esa justicia. La solidaridad quiere conseguir realizaciones más cálidas, humanizadas y equitativas de la justicia, ¡pero, después, o a la vez, de haber realizado ese valor de la justicia! La justicia de los derechos humanos de todos, y la solidaridad debida a todos en la común familia humana, constituyen los vectores del bien común de las personas, de los pueblos y de la tierra entera.
Saberse comprometidos con estos bienes morales, y reconocer en ese compromiso liberador, y especialmente en la queja de los pobres y las víctimas, -por más que haya que discernirla en cada caso y situación-, la llamada salvadora del Dios Jesucristo, y ver en su rostro sufriente, el rostro del mismo Cristo, es el modo más inmediato, y a la vez imperecedero, de proclamar la bondad de Dios como gracia universal y experiencia religiosa personal irrenunciable. Aquí la fe se hace mayor de edad, y llega hasta el cielo, y lo logra, otra vez, por el camino del abajamiento entre los últimos, y por la experiencia de beber íntegramente, asumido en el sufrimiento de Cristo y por Él purificado y santificado, su cáliz de salvación.
Aquí termina esta introducción a la fe y la caridad como compromiso personal y social con la vida justa para todos, presumiendo que en ello se expresa la entraña última de la fe y del Dios de la fe en Jesucristo. He querido transmitir mi convicción de que la fe, por la caridad, y ésta por la justicia y la solidaridad, es una mina de posibilidades públicas solidarias, a la vez que de reservas espirituales, cuando la entendemos encarnada como projimidad samaritana y política.
La parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37), en este sentido, nos devuelve sin tapujos el boceto de los cristianos más inquietos por el compromiso histórico de la fe: la solidaridad como un reto que nos alcanza en el normal discurrir de la vida cotidiana; la capacidad de mirar hacia los márgenes del camino y ver a las víctimas; la exigencia de dejarnos afectar por ellas y alterar nuestros planes, entrando en su mundo; el absoluto de que nada puede justificar que pasemos de largo; y, como detalle velado, pero imprescindible, dejar (intentarlo) que las víctimas protagonicen su futuro .
Sólo he querido recontar para muchos cristianos, yo quisiera que para todos, con respeto de sus diversas sensibilidades y vocaciones, el porqué de la afirmación “creer es comprometerse”, el porqué de los significados políticos de la caridad, y el porqué de la reserva extrema de la fe ante situaciones históricas de injusticia estructural y globalizada. En suma, he querido responder a la pregunta de “si Dios es Amor, ¿qué es creer?”.
Hemos visto que la cuestión de la caridad política o liberadora, el compromiso social en todos sus sentidos, comenzamos a responderla en la lectura integral, también estructural, que hacemos de los acontecimientos, porque en ese punto se inicia el umbral de ingenuidad política y de injusticia social con el que estamos dispuestos a convivir. La cuestión del compromiso social cristiano, por tanto, no consistirá en cómo hacer más cosas, y eso que la urgencia de tantos casos y situaciones hace bien difícil decir esto, sino en cómo hacer algunas con un talante más evangélico y con mayor densidad política , bajo el primado de unas referencias éticas ineludibles; y, la primera de todas, ese vernos afectados, conmovidos, por el ser humano necesitado, el "otro" concreto, real e histórico, frente a otras primacías que tanto nos gustan a menudo, como los intereses y deberes de la religión o los amores absolutos a la nacionalidad; y la razón, "porque Dios es así" (Mt 18, 12-14; Lc 15, 3-7) y "¡dichoso el que no se escandalice de mí!" (Lc 7, 23).
Esta forma de ver la caridad como realidad con significados públicos opera, lo he advertido de varios modos, en una coyuntura social muy concreta, la mundialización del capitalismo neoliberal o, mejor y manera destacada, neoliberalmente gestionada para los intereses de pocos. ¿Condiciona esta realidad peculiar la politización del compromiso social de los cristianos? ¿Por dónde hallar posibilidades para una alternativa realista, es decir, que proponga nuevos modos de gestión económica, nuevos caminos que signifiquen el triunfo de la política sobre la economía y de la cultura del ser frente a la del tener?; en suma, ¿en otro modelo de sociedad más justo y, sin idealismos fáciles, que equilibre mejor la relación entre libertad y justicia?
A mi juicio, -he escrito por varios, en la nueva situación, es definitivo que los cristianos, con nuestra peculiar convicción última y nuestro sentido creyente de las cosas, nos sintamos parte de un movimiento cívico y ecuménico que, en el Norte y en el Sur, como militancia y voluntariado, se empeña en varias apuestas para ganar la voluntad de la sociedad civil en torno a otras aspiraciones y fines.
Se trata de que la política profesional, y la economía, se atengan a un pacto democrático más equilibrado y popular, porque el objetivo del movimiento cívico no es sólo simbólico y lúdico, ni sólo moral y espiritual, sino plenamente político: una correlación de fuerzas sociales que pueda exigir un pacto social mucho más beneficioso para los sectores populares de todas las sociedades, un pacto social donde la inclusión como sujetos sea más decisiva, incluso, que la propia redistribución de la riqueza y, por supuesto, incompatible con la simple beneficencia.
Porque si algo debiéramos tener claro en el compromiso social de los cristianos, al concluir esta notas, no sólo es la máxima de que creer es comprometerse, sino, más al fondo, que nos sobran razones éticas, cristianas y cristológicas para probarlo y, desde el lado más humano de la vida, que no se puede falsificar, como caridad y solidaridad, lo que se debe a la mayoría de los pobres en justicia. La solidaridad, lo sabemos, presupone la justicia, y se pervierte en beneficencia, en “caricatura de la caridad”, o corporativismo de grupo, si no se fundamenta en esa justicia. La solidaridad quiere conseguir realizaciones más cálidas, humanizadas y equitativas de la justicia, ¡pero, después, o a la vez, de haber realizado ese valor de la justicia! La justicia de los derechos humanos de todos, y la solidaridad debida a todos en la común familia humana, constituyen los vectores del bien común de las personas, de los pueblos y de la tierra entera.
Saberse comprometidos con estos bienes morales, y reconocer en ese compromiso liberador, y especialmente en la queja de los pobres y las víctimas, -por más que haya que discernirla en cada caso y situación-, la llamada salvadora del Dios Jesucristo, y ver en su rostro sufriente, el rostro del mismo Cristo, es el modo más inmediato, y a la vez imperecedero, de proclamar la bondad de Dios como gracia universal y experiencia religiosa personal irrenunciable. Aquí la fe se hace mayor de edad, y llega hasta el cielo, y lo logra, otra vez, por el camino del abajamiento entre los últimos, y por la experiencia de beber íntegramente, asumido en el sufrimiento de Cristo y por Él purificado y santificado, su cáliz de salvación.
Aquí termina esta introducción a la fe y la caridad como compromiso personal y social con la vida justa para todos, presumiendo que en ello se expresa la entraña última de la fe y del Dios de la fe en Jesucristo. He querido transmitir mi convicción de que la fe, por la caridad, y ésta por la justicia y la solidaridad, es una mina de posibilidades públicas solidarias, a la vez que de reservas espirituales, cuando la entendemos encarnada como projimidad samaritana y política.
La parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37), en este sentido, nos devuelve sin tapujos el boceto de los cristianos más inquietos por el compromiso histórico de la fe: la solidaridad como un reto que nos alcanza en el normal discurrir de la vida cotidiana; la capacidad de mirar hacia los márgenes del camino y ver a las víctimas; la exigencia de dejarnos afectar por ellas y alterar nuestros planes, entrando en su mundo; el absoluto de que nada puede justificar que pasemos de largo; y, como detalle velado, pero imprescindible, dejar (intentarlo) que las víctimas protagonicen su futuro .
Sólo he querido recontar para muchos cristianos, yo quisiera que para todos, con respeto de sus diversas sensibilidades y vocaciones, el porqué de la afirmación “creer es comprometerse”, el porqué de los significados políticos de la caridad, y el porqué de la reserva extrema de la fe ante situaciones históricas de injusticia estructural y globalizada. En suma, he querido responder a la pregunta de “si Dios es Amor, ¿qué es creer?”.