La fidelidad de Jesús y la nuestra
Jesús, la más perfecta revelación de Dios, también es fiel, fiel a Dios y fiel a nosotros. En el Nuevo Testamento se habla de la fe de Jesús (Heb 12,2). A algunos, esta expresión, fe “de” Jesús, les parece inaceptable, porque parecería poner en cuestión la perfecta unidad de conocimiento de Jesús con Dios. Y, sin embargo, no hay que olvidar que Jesús vive una auténtica vida humana.
Los problemas que pudiera tener hablar de fe de Jesús quedan superados si entendemos esa fe en clave de fidelidad. Jesús es fiel a Dios, al que llama Padre, tiene en él una confianza incondicional, se pone en sus manos incluso en Getsemaní y en la cruz, convencido de que en esas manos está seguro, a pesar de las apariencias contrarias. Esta confianza de Jesús en el Padre es un reflejo en su vida de lo que el Padre mismo es: rico en misericordia y fidelidad.
Lo que Dios es, se refleja en la vida de Jesús, y debería reflejarse en la vida de todo cristiano. Los cristianos estamos llamados, ni más ni menos, que a imitar a Dios (Ef 5,1: sed imitadores ¡de Dios!). Y en el seguimiento de Cristo, estamos invitados a ser fieles. Fieles no en el sentido de cumplir una ley o unos compromisos, sino como expresión de nuestro amor, un amor universal, sin límites y sin discriminaciones. A ejemplo de Jesús estamos llamados a ser fieles a Dios y fieles a nuestros hermanos los seres humanos.
Fieles los unos a los otros. Entre Dios y el hombre la fidelidad puede ser recíproca, siempre que el hombre responda. En todo caso, Dios siempre mantiene su fidelidad. También entre los humanos la perfección de la fidelidad es la reciprocidad: yo me fío de ti, y tú te fías de mí. Pero del mismo modo que Dios mantiene su fidelidad incluso cuando nosotros somos infieles, también el cristiano debe mantener su fidelidad cuando no recibe en contrapartida fidelidad.
Un texto del Nuevo Testamento puede servir de recapitulación a todo lo dicho en este post y en el anterior: “Si nosotros somos infieles, Dios permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2,13). Si dejase de ser fiel, dejaría de ser Dios. Es imposible, por tanto, que Dios olvide o retire su amor y su fidelidad. Igualmente debería poder decirse de todo cristiano: esta persona es fiel a pesar de todo, con ella siempre puede uno estar seguro, seguro de que nunca buscará hacerme daño, aunque quizás yo no he sido con él lo suficientemente bueno y agradecido.
Todo esto puede parecer muy ideal y poco realista. Sin embargo, el cristiano está llamado a buscar la imposible, a romper fronteras, a ir más allá de lo habitual y lo ordinario, a no acomodarse a los usos de este mundo. Porque a quién tiene que acomodarse es a Dios: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).
Leer más