PRINCIPIOS vs. INTERESES (V) 'GATOPARDISMO ECLESIAL' (2)
Para que todo siga igual
| Gregorio Delgado del Río
A mi entender, más allá de la intervención del cardenal Tarancón, creo que, en el ámbito estatal, se han de destacar, en orden al logro perseguido por la Iglesia desde el primer momento, dos nombres: el Rey Juan Carlos y el Presidente del gobierno, Adolfo Suárez.
Cuenta César Vidal que “Adolfo Suárez muy probablemente fue designado no por lo que se esperaba que pudiera hacer sino por lo que se estaba seguro de que, en su carencia de peso específico, no se atrevería a desobedecer. Era el hombre ideal porque la ambición y la juventud, siquiera en teoría, lo convertían en un instrumento dócil y adecuado para consumar unos planes de cambiar todo para que todo siguiera igual” (1).
A la vista de cómo discurrieron de hecho las cosas, no parece descabellado pensar que fuese el cardenal Tarancón quien sugiriese al Rey el nombre de Adolfo Suárez, como futuro presidente del gobierno. “Se non è vero, é ben trovato”. Solo un eclesiástico de su rango, talante y buen hacer es capaz de urdir tan maquiavélico nombramiento al servicio de los intereses que representaba y buscaba renovar. En todo caso, aunque el mundo eclesiástico prefiere que ni siquiera se mencione esta perspectiva, aquí radicó el auténtico talón de Aquiles del Proyecto diseñado por la Iglesia (marginación del Evangelio).
Una vez suscrito, el 28 de julio de 1976, el Acuerdo básico (nombramiento de obispos y renuncia al privilegio del fuero), se procedió por el Gobierno a la creación de Cinco comisiones (más una sexta de coordinación), que discutirían con la autoridad eclesiástica los diferentes acuerdos parciales, que sustituirían el Concordato de 1953. Los representantes del Gobierno en las distintas comisiones fueron democratacristianos (más papistas que el Papa). Lo cual debió complacer sobremanera a la Santa Sede.
El 13 de octubre de 1976, la Nunciatura remite al Ministerio de asuntos exteriores el primer borrador de acuerdo. Este Texto mereció una muy breve pero reveladora valoración de Jesús Ezquerra, director de Relaciones con la Santa Sede: “pide mucho y ofrece muy poco” (2). Tan lacónica valoración, la acompañó de este comentario: “si se aceptase este borrador, la Iglesia vería aumentados sustancialmente sus privilegios, ‘garantizados’ ahora por el Estado y ya no solo reconocidos (…) A cambio (aunque la expresión pueda parecer mezquina) solo se ofrecen concesiones muy secundarias” (3).
Si damos crédito, como se debe, a estas valoraciones, caeremos en la cuenta que la Santa Sede, por desgracia, seguía en las mismas. Lo que de verdad le interesaba eran sus intereses, no los principios, no el testimonio evangélico. Demostró no haber aprendido nada de lo ocurrido con el Concordato de 1953 y se disponía a mantener la misma actitud negociadora a la hora, no obstante la celebración del Concilio Vaticano II, de ponerlo al día y adaptarlo a las nuevas circunstancias, políticas y eclesiales, aparecidas. Triste y penosa comprobación, impropia en el quehacer de un grupo religioso.
En este contexto, no sorprende absolutamente nada el siguiente juicio de César Vidal: “Más allá de algunas concesiones simbólicas, su intención era conseguir que los privilegios otorgados por el franquismo aumentaran y, por añadidura, recayeran ahora sobre los hombros del Estado, es decir, de los contribuyentes españoles. Además de pretender contar con peso en la regulación jurídica del matrimonio y la enseñanza, la iglesia católica deseaba que su labor asistencial corriera a cargo del Estado -ciertamente, una forma peculiar de practicar la beneficencia- y que además los lugares donde hubiera documentación eclesial resultaran inviolables, algo que, dado el historial de ayuda de la iglesia católica a la banda terrorista ETA, era para levantar suspicacias, que, dicho sea de paso, no parece que surgieran en el ejecutivo. Como tendremos ocasión de ver, la Santa Sede, en términos globales, alcanzaría todos sus objetivos” (4). Vamos, dicho en román paladino, todo seguiría prácticamente igual, por vergonzoso que pudiera parecer.
Unos dos meses más tarde, diciembre de 1976, la comisión coordinadora aprobó un Proyecto de acuerdo, que incluía temas como la personalidad jurídica de la Iglesia católica y de sus diferentes entidades; el régimen jurídico del matrimonio; la actividad benéfica eclesial, la inviolabilidad de los archivos eclesiásticos; la presencia de la Iglesia católica en los medios de comunicación y el servicio militar de clérigos y religiosos (5). Como contrapartida, las concesiones de la Iglesia católica consistían en suprimir las festividades de la Ascensión, el Corpus Christi, San Pedro y San Pablo, la Asunción, a fin de no colisionar con la Ley de relaciones laborales. Se reconocerá que la comparación no se sostiene.
Ante las próximas elecciones generales (junio 1977), surgió la cuestión de si la Iglesia estaría dispuesta a conceder, con la firma de los acuerdos antes de las mismas, una importante baza al gobierno Suárez. La posición de la Iglesia por boca del Nuncio, Mons Dadaglio, no fue la de asegurar la debida y esperada neutralidad. Prefirió jugar con ventaja. “Así, nos dice César Vidal, expuso que se podría firmar algún acuerdo antes de las elecciones si el matrimonio estaba incluido en él y si además quedaba perfilado el tema de la enseñanza” (6). El democratacristiano, Marcelino Oreja se limitó a aceptar las ventajosas y chantajistas exigencias del Nuncio. Mal, muy mal, por ambos interlocutores: su comportamiento no fue, precisamente, ejemplar. En el fondo, ambos habían aprendido en la misma escuela.
Según Santa Olalla (7), el documento, en lo relativo al matrimonio, “favorecía sensiblemente los intereses de la Iglesia”. Pero, además, al decir de César Vidal (8), “reconocía la personalidad jurídica y capacidad de obrar de las entidades eclesiásticas, y la aceptación de las exigencias del Vaticano de un acuerdo previo sobre el régimen de asistencia católica y presencia de personal religioso en prisiones, hospitales, sanatorios, orfanatos y establecimientos similares ya fueran públicos o privados”. Para cerrar el círculo, a los poco días de celebrar las elecciones generales, se llegaba al acuerdo en materia de enseñanza y asuntos culturales. Sin embargo, se mostró reticente ante la ‘escandalosa petición’ de que pudiera disponer, en las emisoras de radio y televisión regidas por el estado u organismos oficiales, de ‘espacios adecuados’” (9).
Sin duda alguna, el Gobierno de Suárez consagró la situación privilegiada de la Iglesia católica pues, en cualquiera de los casos, la Iglesia obtendría de hecho lo que pretendía. Es más, no quedó todo sellado en ese momento, por que el Nuncio insistió en más exigencias en materia de enseñanza, que llevaron a Miguel Solano a decir a Marcelino Oreja que “se concede a la Iglesia unas ventajas de las cuales en la actualidad carece” (10).
Completamente de acuerdo en tal apreciación. En resumen, subraya César Vidal (11), “la iglesia católica iba a acabar obteniendo durante la Transición el reconocimiento de unos privilegios extraordinarios y además una nueva y presunta legitimación para los mismos”. ¡Ahí es nada! Éxito total en cuanto a los intereses. Fracaso absoluto en lo relativo a los principios (contra testimonio evangélico). Y, luego, se extrañan de la deserción de muchos fieles.
Gregorio Delgado del Río
1. La Historia secreta … cit.,pág. 800.
2. AEESS R420, Carta al ministro consejero de la embajada española ante la Santa Sede, Madrid, 3 de
de 1976. Fue reproducida en Santa Olalla, P.M. de, El Rey … cit., pág. 104.
3. AMAE R19626 E4. Nota de la Dirección de Relaciones con la Santa Sede, Madrid, 15 de octubre de 1976. Citada en Santa Olalla, op. cit., pág. 105.
4. La Historia secreta … cit., pág. 802.
5. AMAE R19454 E6. Acta n. 3 de la Comisión Coordinadora de los Trabajos para el Examen de la Temática de las Nuevas Relaciones Iglesia-Estado, Madrid, 17 de diciembre de 1976.
6. Ibidem, pág. 805.
7. Ibidem, pág. 134.
8. Ibidem, pág. 806.
9. Ibidem, pág. 806.
10. AMAE R19625 E5. Carta del subsecretario de Asuntos Exteriores al Ministro de Asuntos Exteriores, Madrid, 10 de junio de 1977.
11. Ibidem, pág. 806.