"El ideal (espacio) laico" Gregorio Delgado: "El eje de la laicidad consiste en la ‘responsabilidad del juicio individual’"
"La persona laica prefiere tener siempre a su disposición ‘la libertad de dudar, de volver a comprobar, de escuchar una segunda opinión, de escoger un camino distinto’. El laico, como ya se habrá advertido, prefiere ser autónomo y tomar sus propias decisiones"
"En lugar de rezar para que ocurran milagros, necesitamos preguntar qué podemos hacer nosotros para ayudar"
"Una sociedad laica es una sociedad presidida por la libertad de conciencia’. Y la conciencia refiere a la persona individual (racionabilidad)"
"Una sociedad laica es una sociedad presidida por la libertad de conciencia’. Y la conciencia refiere a la persona individual (racionabilidad)"
En una entrega anterior (RD), reflexionamos con brevedad sobre la caracterización general del ideal (espacio) laico). Hoy vamos finalizar con una reflexión sobre la identidad común y la elaboración del propio menú.
La identidad común
Este ámbito mental, que representa la laicidad, se traduce (compromiso) en un concreto código ético (‘ideal laico’) al que se aspira a realizar, individual y socialmente. Pero, en cualquier caso, bien entendido que no se trata de hecho alguno sino de un ideal por el que luchar. En todo caso, incluso para el católico, en los términos que ya fijara Tomás Moro: ‘aportando razones’.
El contenido esencial de dicho compromiso ético de las personas laicas lo podemos concentrar, como se ha subrayado muy recientemente, en una serie de valores (criterios, principios, actitudes comunes), no condicionados, como es obvio, por fe religiosa alguna, sino a partir de ‘la verdad que se basa en la observación y la evidencia’. Entre ellos, se mencionan, por ejemplo, como más significativos, la verdad, la compasión, la igualdad, la libertad, la justicia, la valentía y la responsabilidad, y, en general, aquellos valores que se expresan y recogen en la declaración de los Derechos del hombre.
En lugar de rezar para que ocurran milagros, necesitamos preguntar qué podemos hacer nosotros para ayudar
Con Harari -a quien seguimos fielmente en estos aspectos-, importa subrayar que, en ningún caso, las personas que abrazan el ideal laico prestan adhesión (compromiso) a la verdad, que se confunda con la verdad religiosa (fe). La verdad, que les compromete, ‘se basa en la observación y la evidencia’. Es más, el laico no ‘santifica’ a grupo alguno, ni a persona o líder por significado o prestigioso que sea en la sociedad, ni a libro por sagrado (revelado) que se estime por otros, como si ‘ellos, y solo ellos, fueran los únicos custodios de la verdad’. La verdad puede revelarse de diferentes modos y maneras, como tiene acreditado la ciencia moderna.
En esta línea de pensamiento, otro compromiso fundamental para las personas laicas es con la compasión. Pero, entiéndase bien, su ética no deriva de la obediencia a ningún dios, sino de la comprensión del sufrimiento humano. Este tipo de ética laica puede situar a la persona que la abraza ante dilemas complicados de resolver, sobre todo si una misma acción, que causa daño a alguien, ayuda a un tercero. La solución la fijan en la búsqueda de un cierto equilibrio -una vez valoradas todas las circunstancias concurrentes- a fin de causar el menor daño posible. Una especie de discernimiento jesuita.
Asimismo, las personas laicas, a partir de lo expuesto, abrazan un compromiso con la igualdad. Como ha dicho Harari, ‘las personas laicas sospechan en esencia de todas las jerarquías apriorísticas’. Tales compromisos laicos, por supuesto, carecen de sentido ‘sin la libertad de pensar, investigar y experimentar’. Esto es, la persona laica prefiere tener siempre a su disposición ‘la libertad de dudar, de volver a comprobar, de escuchar una segunda opinión, de escoger un camino distinto’. El laico, como ya se habrá advertido, prefiere ser autónomo y tomar sus propias decisiones.
Se ha de reconocer, en cualquier caso, que no resulta fácil ni cómodo abrazar esta ética secular. Exige esfuerzo y criterio. Hay que tener valentía (coraje) para ello. Los riesgos son importantes. Aparece en el camino el prejuicio y el miedo a lo desconocido. La tentación de optar por la respuesta absoluta es evidente. Es infinitamente más cómodo. Pero, en este caso, supondría renunciar al ideal laico. Finalmente, habría que referirse al valor de la responsabilidad propia. Es cierto que -seguimos a Harari- el laico no profesa creencia alguna en un ser superior que rija este mundo y le proteja frente a los males existentes. Fiel su concepción, el hombre laico es partidario de afirmar la propia responsabilidad de sus acciones concretas y, por consiguiente, de buscar y encontrar las soluciones pertinentes. Esta ética, en definitiva, se resume de este modo: En lugar de rezar para que ocurran milagros, necesitamos preguntar qué podemos hacer nosotros para ayudar.
Este acervo común de valores y principios (ética laica) se ha venido centrando en torno al denominado ‘humanismo’, ‘… que promueve un fundamento no sobrenatural para el sentido y la ética: el bien sin Dios’. En cualquier caso, conviene tener claro que ‘el único lugar en el que tales principios existen es la fértil imaginación de los sapiens y en los mitos que inventan y se cuentan unos a otros. Estos principios no tienen validez objetiva’. En el momento presente, precisamente, lo que está en juego, después que el viejo siglo XX no hubiese acabado bien (Eric J. Hobsbawm), es la vigencia efectiva de estos valores o su sustitución por una especie de nihilismo, impulsado, sobre todo, por los medios de comunicación y las redes sociales (‘totalitarismo blando y coloidal’). Vivimos un tiempo de desencanto y desesperanza en el que cobra mayor sentido la confianza en la utopía (salvación) del sentido de la vida.
En relación a esta identidad común, se debe aludir, por último, al ‘Proyecto Ética Mundial’, que ha impulsado y coordinado el teólogo suizo, Hans Küng. El Proyecto en cuestión es muy ambicioso y se cifra en lograr ‘un consenso básico sobre valores, criterios y actitudes comunes, que es necesario para la fundamentación y defensa de la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho’ (Hans Küng)). Un Proyecto que prioriza, sobre todo, “la inviolable dignidad del hombre, que en todo ha de ser salvaguardada, sus derechos y deberes fundamentales, que le vienen dados con la condición humana” (Hans Küng). En definitiva, se ‘hace valer el primado de la ética sobre la economía y la política’, sobre las relaciones internacionales, sobre la ecología y/o medioambiente, sobre los deberes (responsabilidades) que complementen los derechos humanos, sobre la paz mundial, etc., etcétera. Todo ‘un reto para el nuevo milenio’ (Hans Küng).
La elaboración del propio menú
En este mundo tan plural y laico, ‘uno –nos ha dejado dicho Salvador Pániker- tiene que autodefinirse sabiendo que no hay valores absolutos’, que se impongan al individuo y/o a la sociedad. Precisamente, una de las conquistas fundamentales de la modernidad fue formulada como el derecho de cada cual a ser cada cual. El hombre dueño de su destino.
El hombre actual prefiere elegir su propio menú. Ante esta realidad, se puede comprender que semejante actitud no suene demasiado bien en el mundo de las religiones -por supuesto, en el mundo católico-, pero ello no le ha de llevar a ignorarlo: está ahí como realidad aceptada socialmente. Guste o no en determinados ámbitos, religiosos o no, es innegable que -hablo desde una perspectiva general- los individuos, que conformamos las actuales sociedades civiles, al menos occidentales, reivindicamos el derecho a ser como se nos antoja en todos los órdenes de la vida. Difícilmente entendemos y aceptamos que la voluntad general (la mayoría política y social) nos imponga ciertas cosas que no compartimos, que concebimos como contrarias a derechos que estimamos fundamentales o simplemente no son de nuestro agrado. Entre éstos, está el primero y principal: el derecho a elegir personalmente nuestro menú, a confeccionar nuestra carta personal, a tomar condimentos de aquí y de allí, esto es, a la medida de nosotros mismos. Igualmente, tampoco entendemos ni aceptamos que una autoridad externa religiosa nos imponga un menú concreto y determinado.
Si esto es así en la sociedad civil -y parece serlo-, si la persona humana se rige en sus actitudes y en la toma de decisiones de acuerdo con la autonomía de criterio expuesta (elabora su propio menú), difícilmente aceptará comportarse de otro modo porque se le sugiera o se le exige por la autoridad religiosa respectiva. Diría que corresponde a ésta última adaptarse a esta realidad y modificar sus criterios operativos (metodológicos) a la hora, por ejemplo, de evangelizar el mundo presente.
Si esto es así, el eje de la laicidad consiste en la ‘responsabilidad del juicio individual’. Dicho de otro modo, ‘una sociedad laica es una sociedad presidida por la libertad de conciencia’. Y la conciencia refiere a la persona individual (racionabilidad). Esto es, corresponde a la persona individual, en una sociedad laica y pluralista, abrazar la concepción del mundo que le parezca (‘la que mejor se le acomode’) y, en esa libertad, encontrará –o puede hallar- la apertura a lo trascendente.
En una sociedad pluralista y laica, todo se organiza por cada cual a la carta, a la medida de uno mismo. Ésta ha sido, precisamente, la gran conquista de la modernidad: el derecho de cada cuál a ser él mismo, a ser el dueño de su destino (Salvador Pániker). No obstante las reservas expresadas por el mismo S. Pániker, personalmente abrigo la firme convicción según la cual el hombre (la persona humana) ha de ocupar un lugar central en el mundo hasta el punto de que todo encuentre su validez en función del servicio a la persona, a su madurez personal y a su felicidad en todas sus dimensiones. Lo que, efectivamente, ‘resulta inaceptable (es) que la libertad de conciencia debe estar sometida por principio al magisterio romano’.
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