por si ayuda Gratuidad y gratitud
Gozar después del coronavirus
| José Ignacio González Faus
Datos previos
Cuando estudiábamos retórica y nos preparaban para predicar, un viejo profesor buen conocedor de la pasta humana, nos dijo un día: si riñen mucho a la gente, pasará que los que no merecían aquella riña se la aplicarán y se llenarán de escrúpulos; y los que la merecían se quedarán tan tranquilos pensando que no iba con ellos…
He recordado esta anécdota a propósito de un guasap que ha circulado mucho estos días, en el que una enferma curada cuenta que en los días de su desesperación se le ocurrió preguntarle al virus por qué había venido. El virus responde que lo siente mucho pero que era necesario abrirnos los ojos. Y sigue una larga enumeración de todos los desastres medio inconscientes de nuestra sociedad. Bastante real y un poco estremecedora. Comenté con un amigo que casi superaba a Juan Bautista cuando predicaba aquello de “raza de víboras” y demás.
Lo comento aquí porque he conocido algunas gentes que reaccionaron ante ese video culpabilizándose y queriendo casi castigarse. A ellas sobre todo se dirigen estas reflexiones. Porque una reacción tan radical pudiera hacerles un daño innecesario.
Todos tenemos nuestras zonas oscuras, por supuesto. Eso que oímos ya en todos los niños (“¿y yo qué?”, o “¡yo más que tú!”) no se borra con el agua bautismal, sino que sigue latiendo en nosotros, quizás hipócritamente escondido. El agua bautismal no hace más que humedecer esa zona nuestra para que estemos dándole jabón toda la vida.
Pero sentirse pecador sin sentirse perdonado es muy poco cristiano. Con solo lo primero caeremos o en la falta de autoestima o en un voluntarismo egoísta. Lo segundo en cambio nos vuelve agradecidos y deseosos de responder con lo mejor de nosotros.
Con estos datos podemos comenzar a reflexionar.
Amor e interés
En el argot teológico se habla de la diferencia entre eros y ágape: entre el amor egoísta y el amor desinteresado y generoso. He comentado otras veces que toda la literatura griega está llena de eros, mientras que la palabra agape raras veces aparece. Y en el Nuevo Testamento ocurre al revés: la palabra ágape aparece muchísimo más que eros.
Para concretar un poco esos dos términos: alguna vez he evocado una vieja entrevista con Joan Manel Serrat, donde venía a decir: “la amistad es mucho más bella que el amor porque el amor siempre tiene algo de egoísta y la amistad verdadera no”. Quizás por eso antiguos libros de espiritualidad matrimonial decían que el amor conyugal siempre ha de tener algo de amistad; y eso es lo que ayuda a conservarlo. Pasar del ordinario “te quiero porque te necesito” al extraordinario “te necesito porque te quiero”.
Aceptado todo eso, y mirando a aquellas gentes a quienes se dirigen estas reflexiones, hay que añadir que es camino equivocado pretender arrancar el eros de nosotros y aspirar solo al agape. Somos seres demasiado necesitados, para aspirar a eso Los humanos no somos ángeles: nuestra tarea es más bien ir sacando poco a poco de nuestros floridos eros, frutos de agape, en una conversión que no terminará nunca. Porque además, nuestro ego es tan astuto y tan sutil, que si nos empeñamos en ir por el primer camino nos pasará como a los fariseos del evangelio (recordemos la parábola del fariseo y el publicano, o la del hermano mayor del pródigo, y miremos en cambio cómo Jesús saca de la avaricia de Zaqueo una reacción mucho más desinteresada). Se dijo también, de las monjas jansenistas de Port Royal que eran “puras como ángeles y soberbias como demonios”. Cuidado pues.
Más aún: en el mismo siglo del jansenismo, el magisterio eclesiástico condenó algunas enseñanzas de Fénelon que pretendía que había que matar totalmente al propio yo buscando siempre el más puro desinterés. La condena no tachaba esas enseñanzas de heréticas pero sí de “peligrosas y hasta erróneas”. Reacción significativa en un magisterio que tiende a ser conservador.
Nosotros, pobres
Así llegamos al objetivo principal de estas reflexiones: cómo tratarnos a nosotros mismos, egoístas constitutivos. Y la respuesta viene a ser esta: no se trata de negar todo goce sino de aprender a gozar. Es el único modo de evitar que el esfuerzo moral nos haga inconscientemente resentidos o envidiosos, como ya diagnosticó Freud (y, antes de él, Pablo de Tarso).
La experiencia cristiana enseña: solo goza bien quien sabe agradecer el goce y lo mira como regalo inmerecido y no como conquista propia. Lo impuro de nuestros gozos no está en su aspecto gratificante sino en su secreta vanidad: y ¡qué oportuna es ahora esta palabra!: pues nos dice que es vana nuestra pretensión de creer que aquel goce nos lo hemos ganado, o nos era debido, o es obra nuestra.
Pero esa meritocracia domina toda la cultura actual, justifica todas las diferencias, todos los egoísmos, y tranquiliza falsamente todas las conciencias. La vieja pregunta de Almodóvar (¿qué he hecho yo para merecer esto?) nos la hacemos solo para quejarnos cuando nos sucede algo malo que no sucede a otros. No cuando nos sucede algo bueno que tampoco sucede a muchos otros.
Haya Dios o no haya Dios (y digo esto como creyente), gozar agradeciendo es la única manera de que el goce no nos encierre en nosotros mismos sino al revés: nos haga responsables hacia los demás, y vaya transformando en agape algo de nuestro eros.
Por ejemplo:
Algunos economistas, hartos de los desastres de nuestro capitalismo (siempre falsamente justificados), han comenzado a hablar de la “economía del don”, presente en sociedades que despreciamos como más primitivas: cuando no doy para que me den (como sucede en el mercado), el don saca muchas veces lo mejor del otro y resulta que acabo recibiendo más de lo que di. Nuestra sociedad necesita urgentemente unas buenas inyecciones vitamínicas de esta economía del don. Es muy probable que ellas hubiesen evitado la pandemia actual.
Y lo que decimos de la economía vale también, por ejemplo, de la sexualidad. Cuando gozas dando placer y agradeciendo, la sexualidad se convierte en mucho más satisfactoria que cuando solo buscas tu propia satisfacción: porque en este último caso se parece a aquellos mitos de Sísifo y de Tántalo que nunca acaban de conseguir lo que parecía tan cerca. O se parece a las palabras de Jesús: “quien beba de esta agua volverá a tener sed”.
Y vale también de la belleza. He contado en otro lugar una breve anécdota de mi adolescencia, en aquellos oscuros años cuarenta cuando, al salir del colegio corríamos hacia el de Jesús-María que estaba muy cerca, para ver salir a las chavalas y un día, en medio de mil exclamaciones (mira qué bonita esta, qué buen tipo aquella…) brotó un comentario casi anónimo de uno de nosotros: “esa es muy guapa, pero lo sabe”. La formulación podía ser tosca pero creo que, a partir de ahí, la pobre chavala perdió todo nuestro interés: había en ella algo que empañaba su guapura.
Volví a recordar esta anécdota perdida cuando leí en el Tao esta magnífica observacion: “la máxima virtud no es virtuosa, por eso es virtud”. Y en el fondo podemos decir que toda la crítica de Jesús a los fariseos era algo así: estos son buenos “pero… lo saben”.
Expresando el mismo contraste de otro modo, vuelvo a citar el viejo poema de Angelus Silesius: “la rosa es sin porqué – florece porque florece. – No se cuida de sí misma – ni pregunta si la ven”. Cuánto dicen esos dos últimos versos. La belleza es gratuidad pura, no mercancía de mercado. Y es la experiencia de gratuidad la que saca muchas veces lo mejor de nosotros: la gratitud que es lo más opuesto a la vanidad.
No olvidar nunca el dolor
Y para lo anterior, hay una receta muy sencilla que apunta a nuestro mayor pecado. Consiste en no olvidar nunca el dolor ajeno, por bien que estemos nosotros: no apagar nunca el televisor porque “esas noticias que están dando nos impiden gozar de la comida”… Podremos seguir comiendo con gusto pero no por gusto. Si con los pobres y oprimidos hubiera el mismo contacto directo que ha habido con los enfermos durante la pandemia, nuestro mundo sería distinto.
Todo lo dicho obliga mucho más a los cristianos que sabemos (o decimos saber) que nos baña una gratuidad inmensa e increíble, que es el amor de Dios.
Una última observación realista: lo que he intentado describir no son leyes físicas como la gravedad que se cumplen siempre infalible y mecánicamente. Son leyes psicológicas que nunca consiguen encerrar del todo el misterio de la libertad humana. Pero, aun así y todo, son leyes muy útiles.