ANTONIO ARADILLAS Colgar los hábitos

(Antonio Aradillas).- Por extraños e inverosímiles que a muchos les parezca, doy fe de la veracidad de los hechos, tal y como nos fueron narrados por los protagonistas, aprovechando la reconfortante ocasión de nuestras "jubilosas" y evocadoras tertulias semanales. "Vocación" y "desvocación" -cese o acabamiento- fueron los temas-ejes de la última.

"La mayoría de nosotros no tuvimos lo que se dice vocación- vocación, o "inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente sacerdotal o religioso". Del teólogo o pastoralista que así lo piense, lo proclame y defienda, es lícito asegurar cervantinamente que "se le desnató el cerebro".

A los nueve, o diez años de edad, como un servidor, de familia numerosa, con nulas posibilidades de abrirme camino en la vida, a 107 kilómetros del Instituto de Enseñanza Secundaria más próximo, el devoto párroco de mi pueblo me hizo un día la proposición de ingresar en el Seminario, con todos los gastos pagados. Mis padres, y el resto de mis familiares y amigo, interpretaron la idea como un milagro del Señor, refrendado por la aseveración sacerdotal -"palabra de Dios"- de haber sido yo el elegido para desempeñar algún día el ministerio sagrado, fiel a la vocación religiosa.

En la totalidad de quienes en aquellos tiempos se nos invistió de seminaristas y recibimos las Sagradas Órdenes - mayores o menores-, no se halla otra explicación veraz que esta, aún comprendiendo que Dios, en Cristo Jesús, es todopoderoso y se sirve de sus criaturas, y más si estas son humildes, para utilidad de su Iglesia. Los sucesivos "milagros" para el mantenimiento de la susodicha "vocación" fueron obras de la formación ascética y mística, y dirección espiritual y rigurosa remoción de antiguos amigos -y amigas- ", "bajo pena de pecado mortal" y de infidelidad a los proyectos divinos.

Y, con el tiempo, pasó lo que tenía que pasar. Ya sacerdotes, unos optaron por "ahorcar los hábitos" y secularizarse, previos los dificultosos procesos canónicos, otros burocratizaron el ejercicio de su ministerio, sin ahorrarse laxitudes comprendidas y hasta disculpadas por los mismos feligreses/as, aún reconociendo que fueron muchos los que prosiguieron, y respetaron, con ejemplaridad sus compromisos al servicio de los cargos pastorales que les fueron encomendados en el "iter" y escala de sus respectivas actividades canónicas.

"¿Algún caso de "desvocación" que causara extrañeza, y hasta escándalo, que rebasara los linderos diocesanos?

"A uno de los colegas se le ocurrió rememorar el protagonizado por otro condiscípulo, empeñado en trabajar también como sacerdote obrero, en aquellos tiempos de fervores laborales, y de más acendrada identificación con la clase trabajadora. Por supuesto que en más de una ocasión fue "llamado a careo" por el obispo, afeándole el mal ejemplo que ello estaba suponiéndole al resto la comunidad parroquial y a los demás sacerdotes. Por exigencias seudo-litúrgicas, el obispo le pidió que le enseñara las manos... Al verlas, y sentirlas, encallecidas por haber transportado ladrillos y otros materiales de construcción en la obra en la que trabajaba, le recriminó diciéndole que " con unas manos sacerdotalmente consagradas como las suyas no se podría celebrar la Eucaristía".

Nuestro condiscípulo no pudo más, se arrancó el alzacuello de su camisa gris y se lo entregó al obispo, sin necesidad de procedimiento alguno para legalizar su "desvocación".

Los métodos seguidos por el obispo y por nuestro condiscípulo fueron objeto de reflexión, con comentarios a favor y en contra. Los hechos son los hechos y los comentarios son los comentarios, y "cada uno es hijo de sus obras" y buenamente "a quien Dios se la dé que San Pedro se lo bendiga".

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