El cristianismo y los peligros del mundo que viene después de la pandemia Pedro Castelao, teólogo: "No somos islas. Somos tejidos. Formamos parte de un cuerpo social al que pertenecemos"
"La civilización occidental ha convertido en axioma la apoteosis de un sujeto autónomo, independiente y autosuficiente"
"En el sueño americano, el individuo endiosado aparece, por tanto, como fruto de su propia semilla"
"El Papa Francisco denuncia la cultura del descarte, la economía que mata, la sociedad tecnocrática que produce pobres que luego rechaza por improductivos"
"El peligro del futuro es que, con la inercia de la actual «distancia social», se aproveche para cerrar fronteras, blindar casas, controlar movimientos, desentenderse de los ancianos y de los discapacitados, sembrando igualmente el odio al extranjero"
"El Papa Francisco denuncia la cultura del descarte, la economía que mata, la sociedad tecnocrática que produce pobres que luego rechaza por improductivos"
"El peligro del futuro es que, con la inercia de la actual «distancia social», se aproveche para cerrar fronteras, blindar casas, controlar movimientos, desentenderse de los ancianos y de los discapacitados, sembrando igualmente el odio al extranjero"
| Pedro Castelao
Las ideas de los pensadores del pasado conforman parte de nuestra realidad actual.
Cuando, en el inicio de la modernidad, René Descartes (1596-1650) hizo del «cogito, ergo sum» el pilar absoluto de todo cuanto podemos conocer con seguridad, contribuyó a cimentar hasta hoy la primacía del individuo sobre cualquier otra realidad del mundo. Fue Immanuel Kant (1724-1804) quien formuló, en la Ilustración, el carácter universal de los imperativos prácticos que deben regir la acción concreta de todo ser humano. La revolución francesa (1789) le dio traducción política al situar los derechos individuales del ciudadano por encima de las eventuales disposiciones despóticas de los monarcas absolutos.
Con razón se le dio en llamar a este movimiento secular «giro antropológico». Y esto hasta el punto de haber convertido en un axioma de nuestra civilización occidental la apoteosis de un sujeto autónomo, independiente y autosuficiente.
No otra cosa idolatra, en el campo económico, el neoliberalismo, cuando propugna políticas que dejen libertad absoluta a la lógica autónoma de los mercados reduciendo al mínimo las interferencias reguladoras de los gobiernos estatales.
El sueño americano, gracias al cine, es, probablemente, la más gráfica y conocida de sus concreciones: surgir de la nada para convertirse por uno mismo en un hombre rico y poderoso. Eso sí: teniendo lo que hay que tener, haciendo lo que haya que hacer, pisando a quien haya que pisar, sin importar nada ni nadie. Como Frank Underwood en House of Cards.
El individuo endiosado aparece, por tanto, como fruto de su propia semilla, como obra de su propio taller. Quien tiene éxito en la vida es porque hizo lo correcto. El que fracasó es porque erró en sus decisiones. Admiremos al triunfador. Despreciemos al loser, al perdedor, porque él mismo es culpable de su penosa situación. No hizo lo suficiente. No tuvo lo que había que tener. Fue débil e ineficiente. Con él no cabe la compasión ni la misericordia, sino la lógica del más puro darwinismo social.
Con frecuencia escuchamos hablar al Papa Francisco de la cultura del descarte, de la economía que mata, de la sociedad tecnocrática que produce pobres que luego rechaza por improductivos, de la incompatibilidad entre ser cristiano y construir muros, de la necesidad de acoger, acompañar e integrar a los inmigrantes, de la Iglesia como hospital de campaña que atiende a las personas heridas por la vida. Hay aquí una denuncia profética que nos debe hacer reflexionar.
El cristianismo no piensa al ser humano como «individuo», sino como «persona». Y ser persona es estar constituido por una red de relaciones que nos hacen ser verdaderamente quienes somos. No somos islas. Somos tejidos. Formamos parte de un cuerpo social al que pertenecemos, en el que somos nacidos, crecemos y maduramos. Tenemos una familia a la que sentirnos agradecidos. Un pueblo al que sentirnos unido. E igual que nuestro eventual éxito puede estar cimentado en los sacrificios de nuestros padres —que, tal vez, se privaron de mucho para dárnoslo todo a nosotros— también puede ser que el fracaso de los descartados tenga mucho que ver con déficits familiares —o con reveses de la vida y de la sociedad— de los que, de ninguna forma, son completamente culpables.
El cristianismo nos dicen que, como bautizados, constituimos el «cuerpo de Cristo». He aquí una gráfica metáfora social que hace visibles los hilos invisibles que, como personas —no como individuos— nos unen a nuestros seres queridos, a nuestras amistades, al pueblo en el que nos criamos, al país al que pertenecemos, a toda la humanidad e incluso a la naturaleza que reconocemos como propia.
Somos seres en relación. Personas que nos alegramos en grupo en las fiestas y que lloramos de manera conjunta en los entierros. Que disfrutamos de un anochecer en el paseo de Coroso o sufrimos con el chapapote en la playa del Vilar. No somos islas. Por eso, aquí, en el tejido de las relaciones constituyentes, sí hay espacio humano para la caridad, para la atención al necesitado, para los cuidados paliativos a los mayores, para la ayuda al drogadicto, para preocuparse por los descartados del mercado laboral y para preocuparnos todos juntos por un medio ambiente más limpio y fértil.
La crisis de Covid-19 nos lo está haciendo ver a la fuerza: no somos islas. Si uno se infecta, nos infectamos todos. No hay camarotes de primera cuando todo el barco va a pique. Da igual que sea en China o en Italia. En los USA de Trump o en la Rusia de Putin. Da lo mismo que seas rico o pases necesidad. El individualismo carece de sentido. Somos hilos trenzados de un mismo tejido. Tira con fuerza de un extremo y desgarrarás el tejido entero. Prende fuego en un cordel y los quemarás todos. No somos islas, sino miembros de un mismo cuerpo, tripulantes de un mismo buque, hermanos de una misma familia humana en un único planeta herido. Ante el virus todos somos igualmente vulnerables, de manera que, o nos salvamos todos, como personas unidas en sociedades solidarias, o perecemos de uno en uno, como individuos aislados y egoístas.
"Somos seres en relación. Personas que nos alegramos en grupo en las fiestas y que lloramos de manera conjunta en los entierros"
La modernidad y la Ilustración generaron —¡qué duda cabe!— muchas cosas enormemente positivas. Pero, como todas las épocas, también esconden fisuras oscuras. La mentada exaltación del individuo como sujeto creador de sí mismo encierra el peligro de traducirse en el futuro en movimientos sociales y políticos que —como los totalitarismos del pasado siglo— broten en la crisis que tenemos a las puertas para configurar un nuevo ideal de ser humano que, con la inercia de la actual «distancia social», aproveche para cerrar fronteras, blindar casas, controlar movimientos, desentenderse de los ancianos y de los discapacitados, sembrando igualmente el odio al extranjero.
La primera reacción de nuestras sociedades ante la pandemia de Covid-19 está demostrando que deseamos lo contrario de esa malhadada distopía: entrega heroica de sanitarios, vivencia abnegada del confinamiento, dolor compartido por los fallecidos, solidaridad entre territorios, cuidado de los más vulnerables, renuncia con buen humor a nuestras libertades, ola cotidiana de masivo agradecimiento vespertino, etc.
Pero la pregunta es: ¿cuánto durará esta primera reacción de generosidad pacífica, contenta y resignada que —no lo olvidemos— teniendo las neveras llenas, alterna entre el sofá, el balcón y la cama?
"¿Cuánto durará esta primera reacción de generosidad pacífica, contenta y resignada que —no lo olvidemos— teniendo las neveras llenas, alterna entre el sofá, el balcón y la cama?"
Ojalá me equivoque, pero me temo que, como las cosas se tuerzan, como la crisis económica derivada de la pandemia sea aguda y prolongada, como en los países del G-20 y en la UE primen políticas insolidarias, como aumente mucho el paro, como los productos básicos empiecen a escasear y otras desgracias por el estilo, me temo que los que hoy aplaudimos en los balcones a los sanitarios —como los que entonces recibieron con palmas al nazareno en la entrada de Jerusalén, para luego pedir su crucifixión— mañana podamos girar, aborrecer a los infectados —aunque sean sanitarios— y aplaudir a un Francis Underwood cualquiera, que pueda aparecer reclamando soberanía, prometiendo mano dura y anunciando una recuperación económica inmediata. En la desesperación continuada podemos ser seducidos por la figura de un mesías que tenga lo que hay que tener, para hacer lo que haya que hacer, pisando a quien haya que pisar, sin importar nada ni nadie. Un individuo, un sujeto, un líder triunfador y fascinante —un tirano embozado— que nos convenza, en nombre de lo más sagrado, de que más vale ser isla rocosa, segura e independiente que red abierta, transparente y solidaria.
Ojalá me equivoque, pero el peligro lo tenemos ahí, porque del mismo modo que a la crisis de 1929 le siguió el auge del fascismo y el nazismo —el comunismo ya había triunfado en 1917— aún está por ver qué nuevo mundo renace de las cenizas de la hoguera destructora que acaba de encenderse. Ya se escuchan voces que alaban la dictadura china por luchar contra la pandemia controlando a sus ciudadanos con una férrea y omnisciente observación biotecnológica.
Hasta ahora en occidente siempre estimamos más la libertad que la seguridad. Las cosas pueden mudar, después de esta pandemia.
Rusia está ocupando ya el vacío internacional dejado por la contracción estadounidense y por la inacción insolidaria de la propia Unión Europea. Sus soldados desinfectan Milán. Ya no falta mucho para que la tecnología oriental supere a la norteamericana. Se ven en el horizonte nubarrones oscuros atiborrados de Big Data que dicen todo sobre nosotros. Por lo menos, todo lo que se precisa para que gobiernos fuertes y autoritarios controlen, dominen y sometan en nombre de la democracia, de la seguridad, de la autosuficiencia y del necesario aislamiento a sus ciudadanos, sobre todo a los más críticos.
El cristianismo y su visión del ser humano en relación —tejido en red y no aislado en la red— puede tener en el futuro una importancia radical y un valor absolutamente revolucionario para recordarnos quiénes somos verdaderamente y en qué sociedad estamos llamados a vivir no solo nosotros, sino también nuestros hijos y las próximas generaciones.
Si las ideas de los pensadores del pasado conforman parte de nuestra realidad actual, también podemos tener la esperanza de que las ideas proféticas actuales —como las del Papa Francisco— puedan corregir los excesos y desviaciones de nuestras sociedades futuras. Hay esperanza. Pero debemos estar alerta. Veremos.
"En la desesperación continuada podemos ser seducidos por la figura de un mesías que tenga lo que hay que tener, para hacer lo que haya que hacer, pisando a quien haya que pisar"